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Viernes, 14 de febrero de 2003

LIBROS

Despojadas

La priora de un convento benedictino de Washington, Laura Swan, devuelve el relieve que la historia les quitó a las ascetas del desierto, mujeres que vivieron en los primeros siglos después de Cristo y que fueron virtualmente desaparecidas de los libros.

 Por Soledad Vallejos

Quiso un extrañísimo azar que durante este verano de lluvias y casos policiales alguien distribuyera un libro escrito por esa mujer rellenita de trajecito tan recatado y cabello cortísimo que sonríe en una página de internet. “Soy una directora espiritual y también una escritora”, responde, y enseguida el correo electrónico añade que ella tiene “pasión por la espiritualidad y especialmente por el genio de las mujeres en lo que respecta al mundo interior y la espiritualidad”. La foto que decíamos es de lo más sencilla: apenas cuatro mujeres de faldas largas (todas ellas religiosas), zapatos de taco mínimo y sonrisas comunes que no dejan sospechar que la pared del fondo pertenece a St. Placid, un convento benedictino de mujeres fundado en 1952 en Lacey, Washington, que se anuncia desde su propio site como “¡el secreto mejor guardado del Pacífico noroeste!”. Allí, en el escritorio que ocupa como priora (líder monástica) de la pequeña comunidad religiosa (son apenas 30 las mujeres ordenadas que viven allí y que deciden, por votación, quién las dirigirá, aunque ahora también se hayan integrado dos monjas africanas que están cursando sus estudios académicos), Laura Swan fue clasificando pacientemente los materiales que ella y otras hermanas de formación feminista iban recopilando con vistas a que finalmente emergiera Las madres del desierto –Ed. Sudamericana–, o Las madres olvidadas del desierto: vidas, dichos e historias de las primeras mujeres cristianas, como se llamó en su versión original. No es la primera incursión de esta benedictina de 48 años en el mundo editorial (aunque se encarga de aclarar que “mi otro libro no es tan interesante para tus lectoras, es una investigación bibliográfica sobre la historia de las mujeres benedictinas norteamericanas”), que, de hecho, en estos días se encuentra preparando un par de novelas (“eso sí es mucho más interesante, pero todavía no está listo para ser publicado”), tal vez parecidas a las policiales de monjas y monjes medievales que tanto le entusiasma leer. Pero eso será más adelante. De momento, la investigación que se publicó en nuestro país se corresponde más con su perfil de graduada en la Universidad de Washington, con maestría de un centro académico franciscano y post-maestría en Dirección Espiritual de la Universidad de Seattle.
Curiosamente, un libro que a primera vista podría confundirse con alguna aspiración erudita desliza una declaración de angustia metafísica apenas comenzada la introducción (“durante mi maestría [en Teología y Espiritualidad, cuando se abocó al proyecto] presencié la muerte, el suicidio y las relaciones cambiantes en torno de mí”), para continuar con una declaración de principios: si Swan indagó sobre ascetismo fue porque ella misma, en algún momento, asegura haber conocido “el desierto de manera íntima, y todo su despojo doloroso y su intenso silencio”. Las madres..., entonces, es una suerte de búsqueda espiritual con unos cuantos toques de reivindicación feminista para soplar el polvo que ha opacado el trabajo y las vidas de “mujeres que moraban en el desierto, viviendo como solitarias urbanas, o habitando dentro o cerca de comunidades monásticas”. Todas ellas, tal como le confirmó el hecho de tener que rastrear con lupa las notas a pie de página de volúmenes medievales para ver aunque sea unamínima referencia a alguna mujer (“me vi siguiendo pistas, rastreando huellas y buscando en las sombras de los textos”), habían sido –cómo decirlo– borradas paulatinamente de la historia que, sin embargo, las había tenido como hacedoras principales. Alrededor del siglo IV, con el afianzamiento de la institución clerical como organización patriarcal, en coincidencia con su status de religión oficial del Imperio Romano (preparando el terreno, el Concilio de Orange que, en 451, prohibía ordenar diaconisas, fue ratificado poco después por el Sínodo de Nymes, que resaltó la “indecencia” de tal posibilidad; en 494 “el papa Gelasio escribió una carta a numerosos obispos acerca de la necesidad de restringir a las mujeres en el ministerio del altar”), empezaron a cerrarse oficialmente los caminos para las aspirantes a alguna jerarquía dentro de la Iglesia Apostólica Romana, a pesar de que habían sabido existir mujeres obispo, y el resto de la historia es más o menos conocido. Pero hasta entonces (y con algunas excepciones años después, que Swan se encarga de rastrear) hay toda una serie de nombres, pequeñas y grandes historias ignotas que Las madres... se encarga de iluminar.

El ángel del hogar va
al desierto
Hubo un tiempo en el que, si corría sangre durante enfrentamientos por cuestiones de fe que legitimaran un orden político, esa sangre era de cristianos. Eran tiempos de persecuciones y la Iglesia Católica estaba bastante lejos todavía de imaginar que algún día llegaría a tener algo como la Santa Inquisición. De momento, a duras penas se trataba de una serie de creencias y búsquedas espirituales no reglamentadas que sobrevivían en los márgenes de un sistema politeísta aferrado a la suerte de Roma. Las ceremonias, cuando las había, eran clandestinas, especialmente desde que en el año 70 fuera incendiado un templo, y eso dejaba como resquicios más o menos intocables a los hogares de los nuevos creyentes. Allí dice Swan que germinó lo que en los siguientes tres o cuatro siglos se afianzaría como tradición: el liderazgo femenino en la religión. Tal vez por herencia del Seder judío (la cena pascual que conmemora el Exodo, que suele ser presidida por la cabeza femenina de la familia), quizá por simple costumbre de aceptar que las mujeres repartieran el pan en la mesa, en sus orígenes, lo más parecido a la Eucaristía eran reuniones domésticas que alcanzaban el grado de experiencias místicas. Era el inicio de las comunidades monásticas, que con el tiempo dejarían de ser eminentemente urbanas para desplazarse (epidemias, conflictos socio-políticos y económicos mediante) hacia zonas despobladas. “Muchas mujeres habían hallado en el cristianismo una libertad que les permitía romper con su cultura y ejercer un liderazgo al que no tenían acceso en la sociedad romana.” Insertas en una estructura social que desde sus propias leyes las equiparaba a los niños, ellas habían encontrado en la profesión de la nueva fe las claves para construir una resistencia, “en un movimiento marginal que estaba centrado en el hogar, las mujeres podían presidir las reuniones en sus hogares y actuar de evangelistas, apóstoles y maestras”. Convertirse al cristianismo, entonces, podía ser cuestión de piedad, pero decididamente tenía mucho que ver con descubrir y disputar lugares de poder, y las chicas lo habían entendido tan pero tan bien que, en cuanto empezó a convertirse en religión más o menos popular y a institucionalizarse, se dedicaron a tramar estrategias propias de los débiles. Y, por cierto, eran de lo más efectivas.
“A medida que las oportunidades de liderazgo dentro del cristianismo público se hacían menores, el desierto y el monasterio ofrecían a las mujeres un sentido de mayor autonomía física y espiritual.” De a poco, en algunos casos, de un día para el otro en otros, empezaron por despojarse de su propia cultura (joyas, vestidos, vida social) para, luego, abandonarsu vida común y corriente literalmente hablando. A veces, el cambio implicaba prédicas y prácticas cercanas al socialismo, “el rechazo del status social romano incluía el rechazo de aquellas riquezas no merecidas producto de la labor de esclavos y siervos”. Para firmar definitivamente su independencia, procuraron “desaparecer”, dice Swan: partieron al desierto. Empezaba la historia de las ammas, las mujeres de vida ascética que brindaban su vida a la oración y a servir de guía espiritual a quien la buscara.
Podría decirse que la historia del travestismo en el cristianismo debe su nacimiento a las ammas. Si a los ascetas hombres les alcanzaba con adoptar ropas parecidas a las de los pobres (túnicas de colores naturales u oscuros), las ascetas directamente tuvieron que empezar por ocultar su sexo. Aparentaban ser monjes, se colocaban velos sobre la cabeza, buscaban, en suma, “minimizar su sexualidad” para parecerse lo más posible a un hombre, preferiblemente un eunuco. Así disfrazadas se encaminaban hacia los parajes más inhóspitos que conocieran. Elegían abandonar la sociedad de los hombres para internarse en desiertos ventosos, allá donde apenas conseguirían comida y seguramente nada de agua, pero donde todo dependiera de sus propias elecciones. A veces, sin embargo, la trampa era doble: se trasvestían para desaparecer y reaparecer con identidades nuevas, engañando a todos quizá durante años. Algo así hizo amma Susana, una palestina del siglo III hija de un sacerdote pagano acomodado y una judía. Muertos sus padres, ella y su fortuna fueron puestas en tutela hasta que se aviniera a contraer matrimonio. Pero entonces sucedió: Susana se convirtió al cristianismo, se hizo cargo de su herencia, la distribuyó entre pobres y liberó a sus esclavos. “Se cortó el cabello bien corto, vistió como hombre, adoptó el nombre de Juan y se presentó en un monasterio de hombres de Jerusalén. Los monjes creyeron que era eunuco y fue aceptada.” Muchos años después, ya convertida en superior(a) del monasterio, una monja despechada en sus insinuaciones la acusó de haberla seducido. Acorralada, Susana no tuvo otra opción que revelar su verdadero sexo.
Las historias de ammas y líderes espirituales del desierto revelan denominadores comunes de resistencia donde el dinero no implicaba una batalla menor. Escudadas tras sus nuevas creencias, las mujeres que empezaban a armarse como ascetas iban hallando frentes desde discutir su sumisión, por ejemplo, recuperando su potestad económica. Olimpia, la hija de un oficial imperial nacida en Constantinopla en el año 365 y dueña de una fortuna considerable, debió enfrentar al emperador Teodosio a poco de enviudar. La acusación: “disponer de sus bienes de forma desordenada”. Para evitar nuevos despilfarros y retener esas riquezas dentro del círculo de aristócratas, Teodosio intentó obligarla a casarse nuevamente. “Si mi Rey, el Señor Jesucristo, me hubiese querido unida a un hombre, no se hubiera llevado inmediatamente a mi primer esposo. Como sabía que yo era inadecuada para la vida conyugal y no podía satisfacer a un hombre, lo liberó a él –refutó Olimpia– de la unión y me libró a mí de este muy agobiante yugo y servidumbre a un marido, habiendo puesto en mi mente el yugo feliz de la abstinencia.” Al poco tiempo, recuperó el control sobre su dinero y, claro, lo repartió entre comunidades religiosas antes de partir hacia su ascetismo (“dormía poco, se bañaba infrecuentemente, se abstenía de comer carne y solamente usaba ropa sencilla de muy mala calidad”) acompañada de sirvientas y parientes.
En algunos casos, las madres del desierto eran mujeres felizmente casadas que arrastraban a sus maridos a llevar una vida de ayuno, contemplación y piedad hacia los demás, como Melania la Menor (nieta de Melania la Mayor, fundadora del monasterio femenino del Monte de los Olivos, e hija de Albina, una aristócrata piadosa que continuó el trabajo en Jerusalén y resistía “toda tentación de ayuno en exceso, oracióndurante horas indebidamente prolongadas y trabajos que podían ser destructivos para la salud”). Casada con Piniano en 397, sólo accedió a consumar el matrimonio para darle el gusto a su marido de tener descendencia, pero cuando los niños murieron se negó a nuevas relaciones carnales. Piniano, dice Swan, “se resignó a que fueran hermano y hermana”, y aceptó sin chistar llevar una infinita gira de visitas a esclavos y prisioneros esclavizados, repartir la fortuna para que el mundo tuviera más libertos y enfrentar al Senado. Amiga de San Agustín y otros grandes padres de la Iglesia, había tenido la astucia de no abandonar totalmente sus relaciones con los círculos imperiales, y supo aprovecharlas para ganar protección a favor del cristianismo, como cuando convenció a la emperatriz Eudoxia, esposa del emperador Valentiniano III, de peregrinar a Tierra Santa. Eso, definitivamente, era ingenio.
“Las ammas buscaban acercarse al Cielo. Ser olvidadas por la sociedad era volverse parecidas a ángeles, y buscaban limitar el contacto con otros a las relaciones absolutamente necesarias. Se consideraban extranjeras en espera de la ciudad celestial, y el hecho de deshacerse de las distracciones acompañaba su deseo de estar continuamente contemplando el cielo. Desafortunadamente para nosotros, tuvieron demasiado éxito, ya que las fuentes para conocer sus vidas y dichos son limitadas.” Al menos, y a pesar de algunos deslices poco afortunados en la traducción, ahora es posible descubrir en Las madres... algunos de esos relatos de marginación y resistencia.

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