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Viernes, 11 de diciembre de 2009

ENTREVISTA

Confesiones de una mujer (no tan) libertina

En el 2001, el libro La vida sexual de Catherine M. se convirtió en best seller y dividió a la crítica francesa por la descarnada descripción que su autora, Catherine Millet, hacía de su propia sexualidad. En su último libro, que pronto publicará la editorial Anagrama, a modo de rectificación o continuación, la autora incluye el factor celos y narra el choque entre su filosofía libertina y las convenciones del matrimonio.

 Por Milagros Belgrano Rawson

En el tórrido verano parisiense de 2001, la directora de la prestigiosa revista Art Press, Catherine Millet, dividía las aguas de la crítica literaria con La vida sexual de Catherine M., relato autobiográfico donde la especialista en arte contemporáneo narra con tono lacónico y rigurosidad quirúrgica los centenares de encuentros sexuales que mantuvo en los círculos “échangistes”, como los franceses llaman al intercambio de parejas. El libro, dividido en cuatro partes, comienza con la adolescencia precoz de esta parisiense y su posterior frecuentación de los clubes “libertinos”, que se cuentan por docenas en la capital francesa y que hace unas décadas gozaron de su minuto de gloria, cuando casi cualquier pareja fashion –incluidas las estrellas de la canción y el cine local– se aventuraba en las entrañas de estos sótanos forrados en terciopelo falso y luz mortecina para sacudir la rutina matrimonial. Tímida para entablar cualquier tipo de conversación, invariablemente Millet evitaba la “previa”, los cócteles y la charla casual que preceden a las reuniones swinger y se mantenía apartada hasta que llegaba el momento de sacarse la ropa. “No me encontraba a gusto hasta que me había quitado el vestido. Mi verdadera ropa, que me protegía, era mi desnudez”, relata en La vida sexual... Sin otra meta que la búsqueda de placer, Millet hizo el amor “más allá de toda repugnancia” con hombres flacos, gordos, sucios, feos y lindos, que en la mayoría de los casos nunca volvió a ver. Estacionamientos, cementerios, saunas, parques, hoteles, estaciones ferroviarias, galerías de arte, canchas de fútbol y hasta el consultorio de un dentista fueron algunos de los escenarios donde, durante años, Millet vivió su sexualidad sin ninguna traba moral. Alguna vez llegó incluso a pensar en pedir dinero a cambio de sus prestaciones, pero su timidez para la negociación inherente al trabajo sexual la desanimó. Le resultaba más fácil sacarse la ropa y abandonarse, sin provocar ni seducir, “a un número incalculable de manos, bocas y vergas”, como relata en el libro. Por momentos, es imposible no dudar de la veracidad del relato, lo que al final de cuentas termina siendo un acierto de la autora. Así, ella invierte el camino seguido por Anaïs Nin, que en los años ’40 escribía cuentos por encargo de un erotómano anónimo, y marca un punto de inflexión en la literatura erótica femenina, categoría en la que sin embargo Millet se resiste a entrar. Provocación, ejercicio de expiación moral o simple exhibicionismo, la crítica no se puso de acuerdo sobre las razones que impulsaron a Millet a repertorizar con semejante crudeza su sexualidad. Sea como fuera, no dejó a nadie indiferente. Sin lingerie sexy, sin siliconas ni los artificios de la industria porno, Millet no se conformó con el casillero que la cultura y los medios masivos reservan a la sexualidad femenina y expuso su cuerpo e intimidad asumiendo el riesgo que ello implica.

Los tres años que siguieron a la publicación de La vida sexual..., que en Francia vendió 700.000 ejemplares y que fue traducido a 40 idiomas, su autora viajó por casi todo el mundo, dio centenares de conferencias y reportajes sobre su obra. Recibió, además, kilos de correspondencia de hombres y mujeres de todo el planeta, incluso de un detenido en una cárcel estadounidense, que le confiaban detalles de su vida erótica. Cuando se apaciguó la histeria mediática que siguió al lanzamiento del libro, la vida pública de esta curadora de arte especializada en la obra de Salvador Dalí se limitó a su trabajo al frente de la revista que fundó hace más de 30 años y que sigue siendo un referente en la escena del arte contemporáneo europeo. Su ostracismo duró poco. El año pasado publicó Celos. La otra vida de Catherine Millet (de próxima publicación en español por Anagrama), donde cuenta en primera persona la crisis emocional en la que se sumió el día que descubrió que su marido veía a otras mujeres en secreto. Durante años se había creído la reina del sexo, el territorio en el que sobresalía y, aunque ya no practicaba el intercambio, seguía manteniendo affaires con otros hombres. Sin nada que reprocharle a su compañero, al que considera con total derecho a acostarse con quien le dé la gana, a lo largo del libro Millet trata de negociar consigo misma este choque entre su filosofía libertina, su amor propio y el intolerable y, finalmente humano, sentimiento de posesión que sobrevuela cualquier matrimonio. De prosa impecable, en la obra se adivina, sin embargo, el ejercicio de autoanálisis al que Millet nos tiene acostumbrados. En diálogo con Las12, su autora sostiene que Celos... es apenas una respuesta a las lectoras y lectores de La vida sexual... que creyeron que su vida era puro desenfreno y lujuria: “El hecho de asumir una sexualidad muy libre no inmuniza contra los celos ni el dolor que los acompaña”.

En Celos... se advierte una especie de autoanálisis. ¿Descree del psicoanálisis?

–El psicoanálisis me ayudó mucho cuando era joven, cuando me sentía mal conmigo misma. Lo que critico es una cierta vulgarización del psicoanálisis, un poco peligrosa, que deja creer a la gente que hay una verdad primera a descubrir en el interior de cada uno. Creo que es un concepto que hay que combatir porque somos seres en perpetua mutación.

Usted parece ser la prueba viviente de eso. Jamás habría creído que la autora de La vida sexual... era capaz de sentir celos.

–Mire, yo quise hablar de los celos porque en la vida una siempre trata de seguir determinada filosofía. En mi caso, ésta ha sido muy libre y siempre he tratado de incorporarla a mi vida de pareja. Pero eso no impidió que un buen día descubriera que sentía celos por las mujeres con las que se veía mi marido. Estas contradicciones existen en el ser humano y yo quise testimoniarlo.

Su matrimonio no es convencional, pero la libertad y límites de cada cónyuge parecen claramente establecidos. ¿Hubo algún tipo de pacto entre los dos?

–Jamás tuvimos un acuerdo explícito. De manera implícita estábamos de acuerdo para que cada uno dispusiera de su libertad de la forma en que la entendía. Para mí eso significaba ir a los clubes de intercambio y para él, mantener relaciones con mujeres que en muchos casos eran amigas suyas. A él no le gusta compartir a su mujer, pero respeta mi gusto por la práctica swinger. De modo que, como cuento en mi último libro, los celos aparecieron en mi vida de una forma muy brutal: hacía 17 años que estábamos juntos y jamás había sentido algo parecido.

¿Cómo describiría al ambiente swinger? Los que han investigado este mundo lo califican de machista.

–No diría machista porque al menos, en mi caso, conocí hombres que eran muy considerados con las mujeres y las respetaban. Porque para mí un tipo machista es aquel que no respeta a una mujer. Dicho esto, considero, sin embargo, que el intercambio de parejas es una invención de los hombres para que éstos se encuentren entre sí e intercambien mujeres, sin llegar al acto sexual entre ellos. Creo que, muy profundamente, eso responde a un deseo que paradójicamente es del orden homosexual. Por supuesto, la mayoría de los hombres no admite esto. Pero yo pienso que en una situación de intercambio, siempre hay una mujer que hace de nexo entre dos hombres, lo cual para mí responde a una homosexualidad reprimida. Y creo que la prueba de esto es que en las “partouzes” (fiestas swinger), las relaciones entre los hombres son un tabú, algo muy prohibido. Ustedes los argentinos, que leen mucho a Freud, podrán entender de qué hablo.

En una pareja, ¿la iniciativa de entrar al juego swinger es masculina?

–Ellas raramente toman la iniciativa. Muchas veces las mujeres entran en una partouze para complacer a sus maridos, pero a veces lo hacen porque realmente experimentan placer en esta práctica.

¿El VIH/sida cambió las costumbres de esta comunidad?

–Se ha tomado conciencia. Yo me acuerdo de que a principios de los años ’80, a muchos hombres les costaba practicar el sexo seguro, les sorprendía que yo les pidiera que se protegieran. Pero aquellos con los que estuve siempre me obedecieron (risas). Digamos que es un medio bastante cortés. Y para nada violento. Fíjese que en prácticas como el sadomasoquismo, que yo no practico, todo tiene que estar perfectamente calculado. Si no, si llega a haber un desborde, se corta la fiesta. En uno de sus libros, la novelista francesa Catherine Robbe-Grillet narra un accidente en una fiesta sadomasoquista: un hombre es herido de gravedad y hay que llevarlo al hospital. Pero en el ambiente échangiste muy raramente se da un episodio de violencia, los hombres son muy vigilantes con las mujeres. Una mujer jamás está sola, siempre está con uno o varios hombres, su esposo, novio, amante.... O acompañada por otras mujeres.

Llama la atención que este estilo de vida no convencional esté asociado a una institución tan tradicional como el matrimonio.

–Sí, hay muchísimas parejas casadas, incluso con hijos, que llevan este estilo de vida. Me acuerdo de que en un club échangiste más de una mujer me comentó que antes de venir había dejado a sus niños con la suegra o la niñera.

Algunos críticos definen su trabajo como literatura erótica femenina. ¿Está de acuerdo con esta etiqueta?

–No, para nada. La literatura erótica busca despertar los sentidos, excitar. Yo no escribí La vida sexual... con esa intención sino para mostrar cómo era la vida sexual de una mujer. Y calculo que a muchos hombres y mujeres les habrá interesado conocer mi experiencia. Por lo menos a mí siempre me interesa conocer lo que les ocurre a los otros, porque es una forma de confrontar la propia vida con la de otra gente. Me refiero a la literatura y no al periodismo de chismes, claro. Cuando uno lee la autobiografía, la correspondencia o diario íntimo de alguien, busca un diálogo sobre su propia vida con el autor. Mi último libro habla de los celos y yo imagino que muchos de mis lectores y lectoras han sentido celos y desean saber, verificar, contrastar si les pasó lo mismo que a mí.

¿Y cuál cree que haya sido la razón del éxito de La vida sexual...?

–En primer lugar, porque habla de sexo y, en segundo término, porque fue escrito por una mujer. No soy una celebridad, me ocupo del arte contemporáneo, lo cual concierne a un público muy limitado. Así que no había una curiosidad previa sobre mi persona.

¿Cómo definiría la sexualidad del francés o la francesa promedio?

–No creo en los promedios. En cada sociedad hay libertinos, puritanos, burgueses que de vez en cuando se permiten cierta libertad sexual... En fin, toda la escala de matices que se pueda imaginar. Y no me gusta meter a la gente en categorías. Lo que sí puedo decirle es que en Francia se habla de la sexualidad con bastante libertad. Ahora, que se hable más no quiere decir que se practique más.

Usted es una mujer respetada en el arte contemporáneo. ¿Le parece un medio masculino?

–Yo creo que es un ambiente que conmigo ha sido muy abierto. Claro que a veces sobrevuela cierta desconfianza hacia las artistas mujeres. Justamente hace unas semanas, en un debate evocamos la exposición Ellas, actualmente en cartel en el Centro Pompidou, y donde se exhiben obras de mujeres que pertenecen a la colección del museo. Ahora bien, si uno se fija atentamente se da cuenta de que estas obras fueron adquiridas muy tardíamente en comparación con las de otros artistas hombres. De todas formas, pienso que esta situación se viene corrigiendo en los últimos años, sobre todo en la gestión del arte. Al menos en Europa, cada vez hay más mujeres que dirigen museos y galerías. Así que son ellas las que finalmente se organizan para favorecer el trabajo de otras mujeres artistas.

Su formación como crítica de arte ha sido autodidacta.

–Sí, me hice sola, soy muy paciente y obstinada. En mis comienzos, cada vez que me encargaban un artículo, leía todo lo que había sobre el tema, todo. Y también creo que me beneficié del período en que comencé mi carrera. A fines de los años ’70, muchos artistas contemporáneos sintieron la necesidad de releer la historia del arte. Ya no corría más eso de “vamos a quemar los museos” proclamado por los dadaístas y los futuristas, sino, por el contrario, la propuesta de regresar al museo y revisar el siglo precedente. Y entonces yo aproveché toda esa corriente de redescubrimiento de la historia del arte para pulir mi cultura general.

Usted se fue de su casa a los 18 años.

–Sí, a esa edad dejé el hogar familiar para seguir a un hombre. No tenía ganas de estudiar, sentía una gran impaciencia por entrar a la vida activa y ganarme la vida. Trabajé en un supermercado, en una editorial... Luego hubo un período en que trabajé sin ganar dinero. Eran los comienzos de Art Press y económicamente dependía del hombre con el que en ese momento compartía mi vida. Si bien siempre me definí como una intelectual, como una mujer libre y con una gran autodeterminación, por entonces me puse en una situación de total dependencia con este hombre. Y decidí abandonarlo el día en que encontré financiamiento para continuar publicando esta revista.

Treinta y siete años más tarde, la revista sigue saliendo.

–Sí, estoy orgullosa de haber durado, de que sea una publicación de referencia en el campo del arte contemporáneo... Y también me siento orgullosa de mi equipo, integrado por gente con la que me llevo muy bien. Me pasa un poco como a esas madres que están orgullosas de su hijo, que creció y tiene una buena profesión y gana buen dinero. No tuve hijos, pero para mí esta revista ha sido una gran satisfacción.

¿La maternidad es para usted una cuenta pendiente?

–No me arrepiento de no haber tenido hijos. En su momento no se dio. Y luego el tiempo pasó. Pero por mi trabajo estoy continuamente en contacto con gente mucho más joven y eso me reconforta.

¿El hecho de exponer su vida íntima le generó problemas en su revista o sus relaciones profesionales?

–No, para nada. En mi entorno jamás recibí críticas negativas. De todas formas, en Francia hay gente que critica esta forma de literatura, sobre todo este formato recientemente denominado “autoficción”. Se le reprocha que sea narcisista. Pero más allá de que, por definición, todo artista o escritor es una persona narcisista, pienso que alguien con estas características se mete en una situación bastante ambigua. En francés, la palabra “exposer” (exponer) tiene un doble sentido: significa mostrar y también tomar riesgos. En ese sentido, exponerse a que la gente lo critique, a que no lo encuentre tan bello o inteligente como uno cree. Así, uno se arriesga a recibir críticas, agresividad, ataques, etc. Y es un riesgo que hay que asumir. Por ejemplo, cuando una mujer cuenta sus aventuras eróticas se arriesga a que la tachen de ninfómana. Digamos que se trata de una forma de narcisismo bastante peligrosa. Pero nunca tuve miedo de tomar ese riesgo.

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