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Viernes, 26 de noviembre de 2010

VIOLENCIAS

EL ULTIMO ESLABON

Los niños y niñas que miran la violencia de su papá hacia su mamá ya no se consideran testigos, sino víctimas. A veces, los chicos y chicas sienten la necesidad de defender a su mamá o de echar a los agresores. Otras veces las impulsan a denunciar. A veces, pero no todas ni necesariamente, repiten la historia y se vuelven –de jóvenes o adultos– agresores o agredidas. La repetición de la violencia se puede evitar. Pero para eso es central contar con educación sexual y talleres con perspectiva de género que trabajen sobre las creencias machistas y eduquen sobre modelos de igualdad que puedan romper con la cadena de la violencia.

 Por Luciana Peker

“Papá no lo hagas”, le pidió su hijo de 12 años. Pero él lo hizo. Mató a su ex mujer y a su ex suegra. Mató a la mamá (Silvia Morañan, de 50) y a la abuela (Marta Peñalba, de 68 años). Las mató frente a él y a pesar de él. “Papá no mates a la mamá y a la abuela”, pidió, en vano, su hijo de 12 años, a su papá, el 18 de octubre pasado. “No te preocupes que a vos no te va a pasar nada”, le dijo como si para un hijo o una hija perder a su mamá y a su abuela, como si perderlas porque su papá las asesina, fuera hacerle nada.

En Twitter alguien se llegó a preguntar: “¿héroe o asesino?”, porque el asesino –Mario Elizalde– se tiroteó con la policía después de matar a Marta y Silvia, en General Rodríguez. La pregunta es sólo una muestra de cómo se invisibiliza la violencia hacia las mujeres. Y, también, la violencia que genera –incluso en los niños, niñas y adolescentes– la violencia hacia las mujeres. Mario no aceptaba la decisión, el deseo y la autonomía de Silvia. Ella ya se había separado. Mario saltó la reja y los límites entre sus sentimientos y la vida de Silvia. Entró a la casa y atacó a balazos a su ex mujer y su ex suegra. Su hijo, que le había pedido que no las mate, huyó por una ventana y corrió hasta la casa de un vecino a pedir auxilio.

Nadie pudo auxiliarlo para detener la muerte de su mamá. ¿Se puede auxiliar a otros chicos/as que piden auxilio para detener la violencia contra sus madres? ¿Se lo puede ayudar a él, que ya perdió a su mamá, a que la violencia machista, no se le haga carne, cuerpo y cobre vida cuando él forme su pareja? ¿O a una chica que creció con un modelo de una madre maltratada para que ella se ubique en otro lugar que no sea el de víctima?

NO SON TESTIGOS: SON VICTIMAS

“Se observa que los niños defienden a sus madres y las madres deciden acercarse a hacer una denuncia cuando la violencia directa empieza a involucrar a los niños”, cuenta Verónica Tomé, jefa de equipo de la Oficina de Violencia Doméstica de la Corte Suprema de la Nación (OVD). Mientras que la abogada Analía Monferrer, coordinadora de la OVD, explica: “El debate, en estos momentos, es si es necesario hacer una diferencia entre niño testigo y niño víctima porque hay una cantidad de profesionales que entienden –yo no soy especialista en el tema– que lo que muchas personas denominan el ser ‘testigos’ de violencia, en realidad es ser ‘víctima’ de violencia.”

Monferrer –que intenta ponerle freno a la violencia familiar– también quiere frenar la inercia de estigmatizar a los niños y niñas que vieron golpes, insultos, indiferencia o maltrato en su infancia como potenciales repetidores de esas situaciones. “No hay una relación estricta entre ser víctima/testigo de violencia en la infancia con ser en el futuro una persona violenta”, remarca. Aunque, para evitar esta reiteración, hace falta implementar la Ley de Educación Sexual Integral –para generar nuevos modelos de masculinidad y femineidad–, hacer campañas contra la violencia de género, promover relaciones equitativas de pareja, prevenir los noviazgos violentos y proporcionarles tratamientos a los y las jóvenes que tengan huellas de machismo y maltrato en su historia. Gustavo Galli, director de una escuela media del conurbano, desnuda: “Si un pibe tiene que cuidar que no le peguen a su mamá es porque las instituciones brillan por su ausencia y porque los adultos miran para otro lado”.

ELEGIR OTRO CAMINO

“El 15 de junio del año pasado mataron a una amiga, de 24 años y alumna de teatro en El Salvador. Ella tenía un hijo de 9 años y su papá la mató delante de él”, relata Pamela Palenciano Jodar, autora de No sólo duelen los golpes, un proyecto de exposición de fotos y talleres de prevención de violencia machista. A diferencia de las noticias policiales que terminan con el horror, ella siguió viendo al niño que cumplía 10 años el 17 de junio: el día que enterró a su madre. Pamela –una experta española en violencia de género que ahora vive en Centroamérica– continuó con sus ojos puestos donde la tinta negra no sigue y donde la violencia y el desamparo sólo pueden producir furia. “He estado viendo al niño a ratitos y es increíble cómo se ve la violencia, la rabia, el dolor en sus ojos, la sed de venganza”, transmite desde lo personal. Y lo lleva a lo político: “Yo creo que Dani y tantos niños que presencian esto, que ven la violencia en su casa, que se encaran con su propio padre para defender a su madre, son niños con dolor, con rabia”, Y de lo político vuelve a lo personal en ese ir y venir que la intimidad social no deja de hacer girar. “Mi pareja, Iván, se cuadraba con su padrastro defendiendo a su madre. Iván, de grande, dice que ha hecho –desde la rabia– todo lo contrario a lo que vio en su casa.”

Pero no se trata sólo de una decisión personal, sino, también, política. Pamela remarca: “Estos niños, si son varones, necesitan un tratamiento integral, con un referente masculino (de terapeuta o de educador) que sea diferente a su padre o su padrastro. Además, necesitan sacar la rabia, tener espacios de desahogo para poder expresar estas contradictorias emociones y, sin duda, es imprescindible que alguien los acompañe en el camino de vivir este dolor y si son niñas que alguien las eduque a no aguantar ni el maltrato, ni el control ni la humillación, ni los golpes”.

YO DE UN REPOLLO NO SALI

“Mi papá la golpeaba a mi mamá. Hay una situación que viví a los 14 años que no se me olvida más, que fue en una habitación que compartíamos con mi mamá y yo escuchaba los gritos de mi mamá cuando mi papá le pegaba. Yo me paré frente a mi papá y le dije que no la golpeaba más. Me agarré muy duro, a golpes de puño, como le dice uno, con mi hermano mayor, de 19 años. Ahí hicimos un parate en mi familia. Empezamos una nueva vida. Vos sentías cuando ella temblaba y decía ‘va a llegar tu padre y se me va a pudrir todo’ y veías cómo le temblaba la mano. Y me daba mucha impotencia tener una edad muy chica y no poder hacer nada por mi mamá”, relata a Las/12 Sebastián –la identidad está cambiada para protegerlo–, ahora de 16 años, con tanta crudeza como precisión, con tanto dolor como decisión, en una escuela bonaerense donde alza la mano y denuncia –en una clase de educación sexual– la justicia machista, con palabras tan claras que duelen. Con palabras tan claras que hablan de que Sebastián supo ser escuchado. “Yo vengo de una familia golpeadora”, relata sobre su familia, de tres hermanos varones y dos mujeres.

“Le dije a mi mamá que se pusiera las pilas e implementar una denuncia y mi papá no apareció más”, cuenta. Sabe contar. No es la primera vez. Pero tampoco es lo único que cuenta. “Yo pensaba dejar el colegio y ponerme a trabajar. Pero mi mamá me dijo que no, me dijo ‘yo sé que vas a tener un futuro’ y se puso a limpiar una oficina y con la plata de ella ahora puedo venir al colegio. A nosotros mi papá no nos está pasando nada. Yo no sé cómo la Justicia, con la tecnología que hay, no lo puede rastrear”, se queja de la Justicia, que expuso a su mamá a mantener a su hermana de 12 y a todos los más grandes para poder salir de la violencia.

“La mujer es la que lleva todo el peso porque la sociedad es machista”, dice, con ganas de decir y de hablar con esta cronista, a los ojos, con alivio de hablar y orgullo de salir de una violencia de la que habla en presente para que se vuelva pasado. No lo repite. Lo sabe. Lo vivió. Pero también, ahora, con clases de educación sexual, la piensa. “Yo a la mujer la respeto, la valorizo, porque yo de un repollo no salí. Yo salí de una mujer”, repite para no repetir. Y no repite lo mismo que repiten todos: “Por eso no me gusta la música, la cumbia, porque se ponen a hablar de la mujer, de la minifalda, del órgano femenino, no piensan que salieron de una mujer. No me gusta desvalorizar a la mujer”.

“La situación no daba para más. O se paraba o terminaba alguien muerto”, dice y desgarra. Pero él no. No se desgarra. Porque no es lo único que cuenta. Lo que más cuenta es su sonrisa. Y la charla en donde la equidad entre chicas y varones (propone que una chica no sea mal tildada si usa preservativo y critica la televisión con tantas ganas de observar de nuevo el mundo como de hacerlo de nuevo) y sus ideas salen de su voz, siempre firme, siempre genuina, simplemente empoderada por ser escuchada. “Es importante que haya un espacio en el colegio, que no sea sólo venir a estudiar, sino también poder tener clases de educación sexual para que los chicos y las chicas escuchen y hablen de la violencia y se sientan acompañados por el colegio y que no se sientan solos. Que no se queden callados. Que hablen que van a tener una ayuda. Porque es feo sentirse solo.” Sebastián no está solo. Está en clase. Otra clase. Donde su cuerpo aprende a amoldarse, a jugar, a reírse. A construir otra, nueva historia. “Yo no quiero la violencia para mi vida”, dice. Y la historia empieza de nuevo. Otra historia. Donde las palabras –y no los golpes– cuentan. Y donde la igualdad es –puede ser– una nueva historia.

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