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Viernes, 27 de abril de 2012

MUESTRAS

La poeta sangrienta

El cuerpo y la obra, la vida y el verso se superpusieron y se entramaron en Alejandra Pizarnik, nuestra poeta maldita por el extremo al que llevó su búsqueda por atravesar los límites formales de palabra, por hacerla vivir, capaz de sangrar como sangró ella por pura necesidad de nombrar un deseo urgente y esquivo que se consumió demasiado rápido. A 40 años de su muerte, el Museo Larreta la homenajea con una muestra en la que hay tanto espacio para el fetiche –se exhiben, por ejemplo, sus anteojos donados por la familia– como para recorrer su correspondencia, su obra crítica y sobre todo su vida y su poesía en la voz de quienes la conocieron y la amaron.

 Por Guadalupe Treibel

Fue Buma, Flora y finalmente Alejandra. Se deslizó como un barco sobre un río de piedras. Escribió versos como “No es la soledad con alas, / es el silencio de la prisionera, / es la mudez de pájaros y viento, / es el mundo enojado con mi risa / o los guardianes del infierno / rompiendo mis cartas. / He llamado, he llamado. / He llamado hacia nunca”. Editó libros (La tierra más ajena, Arbol de Diana, El infierno musical, etcétera), quemó libros, inspiró libros. Estudió Filosofía, Letras, Periodismo; a todas las abandonó. No ató su sexualidad. Escuchó a Janis Joplin, a Edith Piaf. Se obsesionó con las palabras crudas, transparentes; con versos melancólicos, finales; con estructuras cambiantes. Perseveró en su firme vocación de suicidio. Y, con 36 años, murió: el 25 de septiembre de 1972, tomó cincuenta pastillas de Seconal (un barbitúrico) y falleció. Dejó cartas, diarios, ensayos, entrevistas, traducciones y un séquito de entusiastas que no dudan en llamarla “la gran poeta del siglo XX”.

En el año en que se conmemoran cuatro décadas de su desaparición, el Museo Enrique Larreta decidió homenajear a Alejandra Pizarnik. Según explica Ricardo Valerga, curador de la exhibición El deseo y la palabra, “son tres los ejes que rigen: la obra (en especial, su poesía y el texto ‘La condesa sangrienta’), la biografía y las ilustraciones realizadas por Santiago Caruso. AP es la gran poeta argentina; era necesario darle esta vidriera”, asegura el –también– investigador de la institución de Juramento 2291, que este año cumple 50 años, dirigida por Mercedes di Paola de Picot.

De los exquisitos fetiches que dispondrá la muestra, Valerga recuenta “el escritorio, su máquina de escribir y los anteojos, ofrecidos por la familia, una fotografía cedida por Edgardo Cozarinsky, donde se observa a Alejandra junto a Mujica Lainez y Silvina Pizarnik” y “varios de sus dibujos, con toque surrealista”, entre otros objetos. Patricia Nobilia, historiadora del arte que también trabaja en el área de investigación del museo, suma ítem: libros de tango subrayados por ella, dedicatorias escritas por la poeta a amigos del primario cuando apenas tenía 12 años (sorprenden los casos donde ya hace referencia a la muerte), dedicatorias de Octavio Paz y Silvina Ocampo... “Los visitantes se van a encontrar con su fibra más íntima”, avisa Nobilia.

Para –justamente– profundizar la fibra, el Larreta expondrá, además, el documental Memoria Iluminada: Alejandra Pizarnik, que los realizadores Virna Molina y Ernesto Ardito realizaron el año pasado para Canal Encuentro, trazando una sentida línea cronológica donde declaraciones de amigos, vecinos, biógrafos y familiares ayudan a desentrañar aspectos clave y adyacencias: la Escuela N° 7 de Avellaneda, los libritos de 10 centavos para paliar el aburrimiento de niña (“De ahí, el bagaje”, dirá su hermana), la adolescencia desfachatada, la obsesión por la gordura, el consumo de anfetaminas, los pasajes por la facultad, el preguntarse –lo dice en sus Diarios–: “¿Por qué no me ubico en un lugarcito tranquilo y me caso y tengo hijos y voy al cine, a una confitería, al teatro? ¿Por qué no acepto esta realidad? ¿Por qué sufro y me martirizo con los espectros de mi fantasía? ¿Por qué insisto en el llamado?”; la relación con Olga Orozco (“su mamá sustituta”, según la escritora Cristina Piña), los años en París; Cortázar y Octavio Paz, el departamentito con “olor a camarón frito” frente a la iglesia de Saint Sulpice; las intertextualidades; los intentos de suicidio, el suicidio y tantísimo más.

Otro de los ejes de la exposición gira alrededor del ilustrador Santiago Caruso (ver recuadro), que exhibirá dos series –“La condesa sangrienta” y “El eco de mis muertes”, sobre el célebre texto de Pizarnik acerca de Erzébet Báthory y poesías seleccionadas–. Además, expertos en vida y obra de Alejandra darán una seguidilla de charlas y conferencias: el viernes 11 de mayo será el turno del poeta Fernando Noy, amigo de AP, y de la escritora y periodista Mariana Enriquez; el jueves 17 de mayo se reunirá la biógrafa, escritora y excelsa traductora Cristina Piña e Ivonne Bordelois –poeta, ensayista y lingüista, amiga de Pizarnik y autora de Correspondencia Pizarnik–; finalmente, el 24 de mayo, Ana Becciú, encargada de la compilación de la obra de la poeta en tres volúmenes (Poesía, Prosa y Diarios) y Silvia Hopenhayn harán lo propio.

NAUFRAGIO INCONCLUSO

Cuando Ivonne Bordelois publicó Correspondencia Pizarnik, en 1998, el libro se agotó en dos semanas. Hoy, la mujer que estudió en La Sorbona, trabajó en la revista Sur y editó títulos como A la escucha del cuerpo o La palabra amenazada, vuelve sobre el epistolario que permitió reconstruir la compleja red de relaciones personales de AP y, de cara a una nueva edición ampliada, recuerda a su amiga.

Le llevó varios años que una editorial publicara las cartas de Pizarnik ¿Por qué cree que ocurrió aquello?

–Guardo de aquella experiencia una melancólica idea acerca de los valores que animan a las políticas de publicación de nuestras grandes editoriales, preocupadas –en general– por los best-sellers. Sumado a que yo no era particularmente conocida, el escenario no era favorable, a pesar de la tenacidad que puse en llevar las cosas a cabo. En vano fue que dijera, tratando de adaptarme a la perspectiva, que Alejandra “vendía” más que cualquier otro poeta en Buenos Aires. Para, por lo menos, siete de las editoriales que recorrí en aquella época, era claro que la poesía misma era una empresa de riesgo que les resultaba sospechosa, y más si provenía de una escritora considerada marginal por su vida y su estilo en algunos círculos. Planeta Seix Barral, de hecho, me cajoneó en una primera instancia y luego me resucitó gracias a los buenos oficios de Paula Pérez Alonso, excelente editora.

Según ha escrito, la idea de Correspondencia... fue purificar la imagen de Alejandra de niña-monstruo, de mala, fea. A 40 años de su muerte, ¿cree que la crítica contemporánea finalmente ha abandonado esa mirada mitológica?

–En el prólogo aclaré con nitidez que no quería trazar una figura rosa de Alejandra, lo que hubiera representado una injuria para ella y su memoria. Era la insistencia exclusiva en los aspectos tenebrosos de su trayectoria –en ese tiempo muy subrayados por el periodismo– la que me parecía errada, porque dejaba de lado otras aristas muy positivas e inexploradas de su existencia: la mirada crítica, la capacidad de escucha, su instinto editorial, su entrañable sentido del humor. Creo que hoy hemos avanzado mucho en este sentido, gracias a las últimas ediciones y a los innúmeros trabajos sobre Pizarnik publicados tanto en el país como en Europa y en los Estados Unidos. La mezcla de obscenidad y lirismo de sus últimos escritos, en particular, ha merecido una crítica de gran nivel entre quienes han estudiado su obra.

Sin embargo, aun cuando muchos la consideran un clásico literario del siglo XX, hay quienes todavia persisten en señalarla como un bluff...

–Creo que el posmodernismo nos ha condenando a una suerte de lectura distanciada, irónica y desdeñosa de toda poesía que, como el surrealismo y el neorromanticismo, nos conduzca a una pregunta radical sobre el amor, la muerte, el sueño y la palabra. Alejandra habitó estas corrientes trascendiéndolas y encontró una dimensión pasional insólita, una fuerza expresiva que despierta asombro, pero también no poca envidia entre los oficiantes de un intelectualismo tan fashion como desangelado e impotente, que nunca tendrán audiencias tan masivas y entusiastas como las que ella convoca.

Hay quienes identifican su muerte metafórica y real con la búsqueda de la juventud, con el deseo de ser niña eterna y la imposibilidad de crecer. Otros hablan de que la fobia al cuerpo la había ubicado en un camino hacia la fatalidad. Y están quienes dicen que, habiendo llevado las palabras al límite, ya no le quedaba límite por traspasar. ¿Qué opina acerca de esas lecturas?

–Creo que todas ellas son compatibles, ya que todas tienen algo de verdad. La lectura de su Diario –en cierto modo aterradora– despierta otra pregunta: ¿Cómo pudo perseverar tanto en la vida quien tenía una vocación de suicidio tan firme desde una edad tan temprana? Lo que de ella emanaba era una inquebrantable certeza de la inadecuación central del mundo y el lenguaje con respecto a nuestro deseo, a nuestra vida; y esto no era un gesto existencialista fashion, sino una convicción física y metafísica inapelable.

Ha contado que, en muchas cartas que le escribía, AP hacía dibujitos o pegaba recortes, servilletas. ¿Ha hallado más ejemplos en las cartas encontradas para la nueva edición de Correspondencia... en la que está trabajando junto a Cristina Piña?

–Los dibujos que me enviaba alguna vez en sus cartas y en las dirigidas a otros corresponsales eran la muestra de su ingenio plástico y también representaban el gesto lúdico, mezcla de humorismo y ternura, que iluminaba frecuentemente sus conversaciones. En la nueva edición de Correspondencia... que preparamos con Cristina Piña hay frecuentemente, en las nuevas cartas encontradas, muy hermosos dibujos que esperamos fervientemente puedan reproducirse con el cuidado editorial necesario. Alejandra decía, no sin razón, que un cuadro es un poema silencioso y solía trazar dibujos en papeles adosados a la pared para encontrar la palabra necesaria en un poema, como una manera de invocarla.

Borges solía decir: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído.” ¿Qué recuerda de la Alejandra lectora? ¿Qué autores la apasionaban a la hora del debate o juzgaba imprescindible?

–Alejandra era totalmente revolucionaria en su manera de descubrir verdades obvias pero escondidas en cuanto al lenguaje, a la literatura y al canon de recepción de autores clásicos o marginales. Lo que decía parecía absolutamente sensato, hasta que uno se daba cuenta de que absolutamente nadie lo había dicho hasta entonces. Tenía el don del adjetivo infalible y la mirada agresivamente fresca. También la amplitud de su dial era excepcional: desde los textos bíblicos hasta los tangos de Discépolo, desde las poesías mayas o aztecas hasta los ensayos de Blanchot, desde las cantigas galaico-portuguesas hasta las letras de Edith Piaf, todo lo que caía bajo su mirada adquiría la lucidez de un diamante que iluminaba los rincones más lejanos de la experiencia literaria. Sus escritos críticos deberían ser un modelo para quienes hoy enseñan literatura y han puesto de moda una jerga académica impenetrable para “dar” a conocer los textos que más pueden interesarnos.

¿Cree que AP hubiese resistido una época como la actual donde –a diferencia de lo que ocurría en los 60– la polémica, la conversación y el debate cultural parece estar en una espiral decadente?

–Efectivamente, es difícil imaginarla en nuestros días. La vez pasada crucé en la calle Corrientes a una mujer canosa que hubiera podido ser ella; era un rostro –a la vez– domesticado y desesperado que me estremeció. Creo que Alejandra encarnó a fondo y hasta el final una época de la cual fue la mensajera o el ángel insobornable, y a ella pertenece exclusivamente. Muy raramente encuentro relámpagos de aquella época en las voces y los rostros de estos días.

EN HONOR DE UNA PERDIDA

Cristina Piña no sólo publicó libros de poemas propios, reunidos bajo títulos como Oficio de máscaras, Para que el ojo cante o Taller de la memoria, ensayos y reseñas; también escribió Alejandra Pizarnik una biografía, donde configura vida y obra de la poeta y entrelaza poesía y muerte, adolescencia edípica y personificación de sus letras. Ahora, mientras vuelve a zambullirse junto a Bordelois en la correspondencia de AP, analiza a la mujer detrás (o delante, dentro, al costado) de la pluma.

El jueves 17 de mayo participará –junto a Ivonne Bordelois– de una charla sobre AP en el Museo Larreta. ¿Qué temas abarcará en su exposición?

–Voy a centrarme en la transformación que, desde su muerte, en 1972, se produjo en la imagen de escritora de Alejandra, ya que mientras al morir se la conocía fundamentalmente como poeta –La condesa sangrienta se había publicado en tres ocasiones, dos en revista y una en libro, pero había circulado entre pocos lectores–, con el correr de los años y la sucesiva publicación de inéditos que llevó a aumentar enormemente el corpus de su obra, se la pasó a ver como prosista, narradora de textos revulsivos y humorísticos, autora de un diario y ensayista literaria, así como se conoció su invalorable correspondencia. Y todavía nos falta descubrirla a partir tanto de los inéditos depositados en Princeton como de la nueva correspondencia que estamos compilando con Ivonne Bordelois.

¿Se puede juzgar la obra de una artista en función de cómo ha vivido su vida? ¿Es indisoluble la unidad?

–Según lo señalé tanto en mi biografía como en los diversos ensayos que le dediqué, para mí, Alejandra es una “poeta maldita”, en el sentido de unión entre vida y poesía que caracteriza a los escritores que se denominan así –Nerval, Baudelaire, Lautréamont, Rimbaud, Artaud...–. Al respecto, es ella misma quien va a establecer una deliberada articulación entre vida y poesía, pero no en el sentido de traducir su vida en su obra sino, al revés, construyendo su vida a partir de una determinada imagen de poeta y de la poesía, como lo dice en sus famosos versos: “Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo, rescatando cada frase con mis días y con mis semanas, infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada letra de cada palabra haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir”.

¿Cree que Pizarnik logró concretar la metamorfosis de convertirse en el personaje de su absoluto verbal, esa aspiración que menciona con ese querer hacer “el cuerpo del poema con mi cuerpo”?

–Desgraciadamente sí, sólo que al hacerlo se dio cuenta de que el lenguaje no es ninguna patria ni salvación, ningún palacio donde refugiarse, por lo que terminó haciendo añicos la engañosa “casa del lenguaje” para perderse en ese “lenguaje nuevo, desconocido” que tanto mal le hacía, como lo confiesa en sus Diarios, y que tuvo la consecuencia fatal que tuvo.

¿Qué diferentes etapas observa en su obra?

–En su poesía son claros dos momentos: uno desde que comienza a escribir hasta Los trabajos y las noches, en el que va condensando cada vez más el poema y donde las palabras tienen un peso y una densidad cada vez mayor. El otro, a partir de Extracción de la piedra de locura, en que el poema –casi siempre en prosa– se expande hasta alcanzar una gran extensión. Paralelamente con el segundo momento, está la escritura de textos en prosa que aparecerán póstumamente –y que significarían una suerte de tercer momento– donde, frente al principio de rigor que predomina de su poesía, se impone la voluntad de romper esa forma poética equilibrada que ha conseguido, destrucción que culmina con los textos de La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa. Este conjunto de textos con sus obscenidades, su coloquialismo, su humor sin alegría y su carnaval de términos populares y groseros, es la negación de su poética anterior.

La poética de AP –tanto por sus temas como por el manejo del lenguaje– suele distanciarse de la poesía de los años ‘50 y ‘60. También les escapa a las referencias sociopolíticas, contextuales. En ese sentido, ¿era la suya una literatura fuera de tiempo?

–Su obra se evade de lo que predomina en el campo intelectual de la época y, por eso, arma una trayectoria solitaria que se conecta con movimientos –el surrealismo, sobre todo– y poetas contradictorios entre sí –Rimbaud y Mallarmé, por ejemplo–, que además no son los referentes de sus compañeros de generación. Su ignorancia del contexto sociopolítico es otro rasgo que la separa de ellos, pero eso no implica que sea una “literatura fuera de su tiempo”: es una literatura que se ubica en el margen de lo que es canónico en su tiempo. Sin duda, por eso mismo sigue y seguirá resonando más que lo muy atado al contexto.

¿Por qué cree que la relación entre AP y Silvina Ocampo despierta tanta curiosidad entre lectores y no lectores?

–Porque la gente del siglo XX ha crecido en una “cultura” progresivamente más frívola, donde es más importante el chisme de alcoba y la exhibición de lo privado que una obra escrita con entrega y seriedad. Donde resulta mucho más interesante enterarse de qué hacen las celebrities –categoría especialmente imbécil en la que también han incluido a los grandes escritores, como una forma de imaginar que los conocen sin leerlos– que dejarse fascinar por la obra de arte. Donde, por fin, la vulgaridad y la curiosidad se disfrazan de apertura sexual.

¿Identifica una generación literaria posterior a AP, influenciada por sus escritos, que lleve –por decirlo de alguna manera– su marca?

–Sinceramente creo que son muy pocos los poetas posteriores a Pizarnik que no llevan su marca, sea como admiración, sea como rechazo. Así como gran parte de los narradores argentinos han tenido y tienen que luchar con Borges, los poetas han tenido y tienen que luchar con Alejandra.

“El deseo y la palabra. Homenaje a Alejandra Pizarnik”, desde el 3 hasta el 27 de mayo, de lunes a viernes de 13 a 19; sábados, domingos y feriados de 10 a 20, en el Museo de Arte Español Enrique Larreta, Juramento 2291.

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