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Viernes, 22 de junio de 2012

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La voz del alivio

Dorothea Erxleben
(1715-1762)

 Por Marisa Avigliano

La vida de Dorothea contada en dos líneas huele a slogan: crió a nueve hijos (cuatro propios y cinco de su marido) y fue la primera médica alemana. Lo cierto es que en pleno siglo XVIII Dorothea Erxleben logró lo que ninguna mujer había logrado ni iba a lograr hasta el siglo XX (la segunda en graduarse en Halle recién lo hizo en 1901). Hija de un médico y hermana de un estudiante de medicina, Dorothea Christiana Leporin –el Erxleben es su apellido de casada– quiso ser ella también un médico más de la familia. Nació en Quedlimbourg, una ciudad construida a orillas del río Bode (un hotel histórico de la villa lleva su nombre) y desde muy joven fue la enfermera silenciosa que miraba cómo su papá atendía a los enfermos –cuentan que lo acompañaba en sus visitas– y una estudiante aplicada que repetía de memoria cada una de las lecciones de su hermano. De memoria y en penumbras porque las mujeres tenían la entrada prohibida a los claustros académicos. Pero no por mucho tiempo prohibida para Dorothea –que estudiaba además de medicina francés y latín– porque como en los cuentos en los que gobiernan los magos y sin que sepamos mucho los detalles, la joven alemana trocó su hado femenino y fue admitida en la Facultad de Medicina de la Universidad de Halle (la italiana Laura Bassi hacía lo propio en Bolonia). Según las crónicas, fue su padre quien le pidió a Federico El Grande que intercediera, el rey aceptó, le ordenó al consejo que la admitiera y finalmente en 1741 las puertas de la academia la dejaron pasar. ¿Qué más pedir? El laboratorio era suyo y podía hacer disecciones sin tener que esconderse. Pero ese mismo año, cuando parecía que sólo iba a estudiar fisiología y química conoció al clérigo J. C. Erxleben (un viudo padre de cinco hijos) se casó con él y abandonó los libros de anatomía. No fue un abandono definitivo, fue un receso en el que parió cuatro hijos –uno de ellos murió muy joven–, estuvo varios meses enferma y publicó un ensayo sobre las mujeres. “Análisis de las causas del alejamiento de las mujeres de los estudios.” ¿Quién podía pensar que se había retirado del campo de batalla? Nada de eso, desde una penumbra más luminosa Dorothea continuaba leyendo y discutiendo con los círculos académicos que se resistían a aceptarla. Cuando en 1747 muere su padre, los enfermos del doctor Leporin decidieron continuar atendiéndose con ella –aquella enfermera muda era ahora la voz del alivio– pero como todavía no estaba recibida (atendía gratuitamente a muchas personas) fue acusada de “curandera”, un dato más para agregarle a su biografía de pionera en una época en la que muchos hombres ejercían la medicina sin estar recibidos y la ejercían regulados por una ley. Esa ley de 1725 establecía las condiciones para los profesionales de la sanidad (semiprofesionales sujetos a diferente clase de restricciones, entre las que se encontraba la administración de fármacos) y fue esa misma ley que amparaba a algunos la que dejó desprotegida a Dorothea. “Proseguí los estudios y me convencí de que es perfectamente posible que una mujer, pese a todas sus ocupaciones domésticas, lea un libro y aproveche sus enseñanzas.” En 1754 presentó su tesis final y se recibió de médica, profesión que ejerció hasta que enfermó de tuberculosis y murió en su ciudad natal antes de cumplir los cuarenta y siete años. Una serie de televisión de los sesenta, una estampilla de los ochenta (un grabado en el que aparece su cara de perfil con el pelo suelto y enrulado hasta los hombros, en una serie dedica a las mujeres en la que aparecen Clara Schumann, Marlene Dietrich y Lise Meitner, entre otras) y la biografía de uno de sus hijos como uno de los pioneros de la medicina veterinaria deletrean de vez en cuando el nombre de Dorothea más allá de los siglos y de los pasillos de los hospitales.

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