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Viernes, 11 de enero de 2013

VISTO Y LEIDO

Criaturas salvajes

En Matate, amor, la vida conyugal y la maternidad
asfixian a la protagonista al punto de hacerla desbordar. Con un pulso narrativo original y punzante, en la
primera novela de Ariana Harwicz se ponen en juego las formas de interacción de lo salvaje y lo humano.

 Por Malena Rey

“Estoy cansada de que no esté bien andar a escopetazos o denigrar al bebé”, dice al pasar la protagonista de Matate, amor, una mujer casada que habita junto a su familia una casa lindera al bosque y la pasa mal, tan mal, que hasta piensa en matarlos a todos: a su “dorima”, a su suegra viuda y a su retoño. El hastío, la alienación y lo siniestro marcan el pulso desquiciado y violento de Matate, amor, la primera novela de Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977), que sacude y sorprende desde la primera línea, sin respiro hasta el final. Como una bestia tras las rejas, llena de ruido mental, esta mujer de clase media pasa de la autocompasión a la autodestrucción, siente un llamado salvaje que le pide que se arroje fuera de esa vida, que se lastime, y lo que encuentra es la salida exterior: la naturaleza, la mirada de un ciervo, los sonidos desconocidos y los pastizales.

“Matate, amor surge en mí como un animal que se te cruza de pronto en la ruta. Nace a partir de la visión de una mujer tirada en los altos pastizales con un falso cuchillo en la mano y un nivel insoportable de insatisfacción. Mucho más consigo misma, que con el marido y el hijo. Su accionar, reventarse contra un vidrio, ir hacia el bosque y finalmente perderse entre los matorrales, tiene más que ver con una búsqueda salvaje de libertad que con una postura reflexiva contra la institución matrimonial”, aporta Harwicz, que estudió cine y guión en Enerc, artes combinadas en la UBA y literatura comparada en La Sorbonne abordando en profundidad el fenómeno de la creación y la escritura. Su novela, publicada en simultáneo en la Argentina y España, viene a abrir una grieta allí donde otras escrituras del yo se regodean: la intimidad. Como en los vaivenes filosóficos y poéticos de El matrimonio, de Marina Mariasch, o en el desamparo y la intensidad de las mujeres de los cuentos de Vera Giaconi, en la prosa de Harwicz de lo que se trata es de darle lugar a la alienación transformándola en otra cosa, en un andamiaje literario que pueda producir imágenes intensas y ritmos potentes, y hasta temerosa identificación. Que esta alienación e insatisfacción –las “imágenes sin moraleja” que dice tener la protagonista, o la apreciación de que “el dramaturgo de mi vida es muy mediocre”– la lleven a los bordes de la locura es un dato menor, porque son más interesantes sus monólogos interiores, el fluir de su conciencia desequilibrada y el tratamiento estilístico de su erotismo perverso. “Una mujer que se desprecia a sí misma porque no es lo que quería o podía ser, no sé cuánta idea del amor puede tener. La protagonista ve la vida doméstica, y por ende la vida conyugal y la maternidad, como un acto de repetición al infinito que la acorrala, que la invade. De ahí esa frase cuando recién termina de tener sexo con su marido, ‘ahí viene el acoso del amor’. Porque en ese momento de furia, el amor es visto como un acoso. No así el deseo erótico que ella quiere que la salve y tampoco. No hay una idea de mujer sino un personaje creado, si ven en ella a una gitana, si la ven masculinizada o animalizada, o como a alguien enfermo, todo eso puede ser verdad”, agrega la autora.

La decisión por el uso estricto de la primera persona para narrar (y el predominio del tiempo presente) parece atinada y de hecho mantiene un ritmo acelerado y vertiginoso casi hasta el final. Lo que no se explica demasiado es la aparición de dos pasajes en los que cambia el punto de vista, un corte que no termina de encauzarse en el relato, sino que parece abrir otra perspectiva que no se desarrolla. Con referencias desdibujadas a las inestables Virginia Woolf y Zelda Fitzgerald, el debut en la literatura de Ariana Harwicz es una grata sorpresa llena de efectos inesperados. Habrá que seguirle la pista y recomendarla de boca en boca.

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