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Viernes, 12 de diciembre de 2014

VISTO Y LEíDO II

Hundido

Si el mérito mayor de una cronista es encontrar esa historia que estaba esperando ser contada, Josefina Licitra halló una de las más fascinantes y la cuenta en El agua mala, su último libro.

 Por Malena Rey

Villa Epecuén es un pueblo balneario de la provincia de Buenos Aires que literalmente desapareció bajo las aguas en noviembre de 1985. Pero volvió a emerger años después, convertido en ruinas salitrosas y blanquecinas. Es triste la historia de Epecuén, como lo son las de los pueblos que tuvieron su esplendor y luego quedaron olvidados o detuvieron su desarrollo. Esta villa, una sucursal importantísima del turismo termal de la Argentina por las propiedades minerales del lago Epecuén, uno de los más salados del mundo, estaba edificada en las márgenes de la desembocadura de Las Encadenadas, un sistema interno de lagunas que no desagota en ningún mar. Por errores de cálculo y pésimas decisiones tomadas por los funcionarios de turno, a Epecuén se la tragaron las aguas, y sus habitantes debieron migrar a Carhué, el pueblo más cercano, abandonando sus casas, sus espacios de trabajo, sus lujosos hoteles que en temporada llegaban a recibir más de 20 mil visitantes. Hasta allí llegó en varias oportunidades Licitra –primero de casualidad, y después en busca de esta historia–, y deambuló entre sus restos destartalados, llenos de silencio y de abandono, todas experiencias que transcribe en El agua mala. Crónica de Epecuén y las casas hundidas. Pero también fue en busca de las voces que faltaban: las de los testigos y principales afectados, hombres y mujeres que al principio no creían que tal catástrofe fuera a suceder, y que poco a poco tuvieron –con mucho dolor– que aceptar los hechos irremediables.

En su libro de crónicas sobre visitas a cementerios, Alguien camina sobre tu tumba, Mariana Enriquez ya había reparado en la crecida del lago Epecuén, que irónicamente también sepultó las tumbas y nichos bajo el agua. Pero la anécdota nefasta de los ataúdes a flote y de los muertos perdidos y rescatados es sólo una más de las muchas que todavía encierran las ruinas. Para usar una metáfora lacustre, podríamos decir que el libro de Licitra alimenta dos vertientes: por un lado, la histórica y social, con el relato del descubrimiento de Epecuén, y el de sus primeros asentamientos, su progresivo crecimiento, sus años de oro, en los que hasta llegó una princesa y construyó un castillo que formaba parte de su pintoresco paisaje. Y por otro, está la vertiente que reconstruye la tragedia, la que escucha a los protagonistas hablando sobre el devastador desarraigo, la que transcribe la bronca y la resignación de quienes viven todavía entre recuerdos y fotografías, esas que gentilmente le muestran a la cronista mientras le convidan un mate. Y ahí reside uno de los principales méritos del libro: en ponerles nombre y apellido a esas personas, en identificar culpables, y arrojar luz sobre las historias de vida, dándoles la entidad que se merecen, inmortalizándolos, echando por tierra falsos mitos. Y Licitra genera un interesante contrapunto al cruzar este relato con su propia experiencia durante las últimas inundaciones que azotaron a la ciudad de Buenos Aires y a La Plata en 2013.

Hay una imagen muy fuerte que narra Licitra, y es la de quienes, ante la avanzada del agua, salvan unas pocas pertenencias y abandonan su hogar, cerrando la puerta con llave. Días después, el agua mala tapó todo por completo, del piso al techo. ¿De qué sirve entonces ese trozo de bronce que salvaguarda los objetos de una vida si no hay una puerta que se pueda abrir? Una de las ideas que cierra el libro, y que humaniza los alcances de tanto desastre, es la certera conclusión de que toda esta catástrofe sirvió para crear un “nosotros”, un sujeto plural, un relato colectivo. Porque narrar una historia no sólo es salvarla del olvido, también es empezar a reparar con la fuerza de las palabras las grietas de todas las existencias que Epecuén hundió.

El agua mala. Crónica de Epecuén y las casas hundidas
Josefina Licitra
Aguilar

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