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Viernes, 17 de abril de 2015

VISTO Y LEíDO

Los vaivenes de la moral nacional

Entrar en el libro Moralidades y comportamientos sexuales. Argentina 1880-2011 (Biblos), que compilaron Dora Barrancos, Donna Guy y Adriana Valobra, es como adentrarse en un camino sinuoso a lo largo de poco más de un siglo donde no hay evolución sino devenir por el suelo barroso de lo aceptado y lo condenado, de lo estigmatizado y lo socialmente reconocido en materia de goces y costumbres que se marcan y se desmarcan del binomio masculino/femenino para poner en primer plano la rebelión constante –aun silenciada en algunos tramos– por conquistar la soberanía de los cuerpos, soberanía que en el caso de las mujeres está todavía conculcada por la penalización del aborto. En esta entrevista, Barrancos habla de esta historia particular y de los claroscuros que todavía conviven en un país donde hay, por ejemplo, una ley de identidad de género pero a la vez, en ciertas regiones, se siguen aplicando edictos policiales en nombre de una moral heterosexista y patriarcal.

Es como irse de viaje. Moralidades y comportamientos sexuales. Argentina 1880-2011, compilado por Dora Barrancos, Donna Guy y Adriana Valobra (Biblos), reúne una colección de textos que empieza con la sexualidad de las mujeres que vivieron en los cacicazgos pampeanos y patagónicos en la segunda mitad del siglo XIX, mostrando el poder comunal que ellas practicaban a través del erotismo, la medicina, la farmacopea, la magia, la reproducción y la hospitalidad, pero también las consecuencias de cuando ellas se convirtieron en botín de guerra de la conquista. De ahí al nomadismo de las prostitutas (analizado en los prontuarios policiales de Rosario) y el nomadismo de sus nombres (Germaine y Luisa eran los más exitosos, pero también Lola, Fany, Odette e Ivonne). Luego vienen los médicos: cuidar el útero y los ovarios es cuidar la Nación. Sin embargo, hay un underground urbano popular que se desmarca de la moral sexual de las clases bajas que proponía la medicina y que describieron Gino Germani y José Luis Romero: más bien Buenos Aires era lugar, a principio de siglo, de sexo en las calles y en los parques y los folletines burlaban a los varones que se entregaban a “hacer la mineta” (cunnilingus). Pero también hay historias trágicas: los suicidios en los burdeles. Y la estigmatización: como decía la revista Feminil en 1925, para ser feminista hay que ser fea y estar bastante frustrada y vieja. La opción era convertirse en “reina del hogar”, un ideal de domesticidad capaz de estabilizar la apertura al mundo obrero para aquellas mujeres que se integraban a las fábricas de cigarrillos, textiles, calzado y alimentos. Y sí, en medio de los cambios de época, se daba crédito a las fragilidades en las lealtades amatorias, las parejas tenían la opción de cruzar el charco y matrimoniarse en Uruguay, donde se guardaban la posibilidad revocatoria y, con ello, un mayor margen de autonomía. La preocupación por los desvíos, mientras tanto, iba en aumento. Ya en los años ’50, el ministro de Salud Ramón Carrillo sistematizó las “perversiones del instinto de reproducción”: por exaltación (erotomía, ninfomanía, ilusión delirante), por deficiencia (frigidez e impotencia), por inversión (uranismo, tribadismo y pederastia) y por sustitución (bestialidad, necrofilia, onanismo, exhibicionismo, fetichismo y amor felatrix). Fue en la misma década también donde se da la primera experiencia clínica de diagnóstico y orientación en materia sexual a cargo del médico inspector de la Dirección Nacional de Sanidad Escolar José Opizzo. Por su lado, las mujeres que deseaban a otras mujeres podían refugiarse en el Tigre, una suerte de zona liberada, o encontrarse en fiestas y lidiar con la policía y la sanción social con recursos de clase bien diferenciados. En paralelo y sin descanso, la tematización del onanismo será una cruzada de la Iglesia y se retroalimentará con los gobiernos autoritarios: la misión era excluir todo goce improductivo, autónomo y sin objetivo social. Mientras, la inmoralidad del clero aparecía en los medios (el caso Massolo fue uno de los más renombrados: un cura que en los ’50 asesina brutalmente a su mujer, madre de sus tres hijos, mantenidos en secreto). El celibato como camuflaje de una sexualidad voraz de los religiosos aparecía entonces y retorna en las últimas décadas con el abuso sexual de menores.

Pero llegaron los años ’70 y el erotismo y la experimentación amorosa se montaron en la izquierda armada. A la virilidad guerrillera de Estrella Roja, el periódico del ERP, se sumaba la gráfica de El Descamisado, órgano de prensa de Montoneros, pero más allá de las doctrinas, las vidas intensas de la militancia joven implicaban lazos fluidos en medio del peligro, no sin conflictos dentro de las organizaciones. En los primeros años ’80, y especialmente con la vuelta de la democracia, empiezan a nutrirse los circuitos nocturnos, como forma de salir de a poco del terror en los cuerpos. Y, mucho más acá, están las leyes. La que se logró: la innovación de la Ley de Identidad de Género (2012) es analizada como desafío a la imaginación jurídica a partir de las experiencias trans. El debate por la Ley de Salud Reproductiva y Procreación Responsable motorizado de manera militante por la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito sigue abierto. La doble moral sexual está presente, como dice el libro en su cierre, en la construcción de los derechos civiles de las mujeres desde el siglo pasado a nuestros días, como “escena fundadora” de sujetas que siempre intentan ser sujetadas: aun así, la erosión del orden patriarcal se hace palpable como un largo camino que seguimos transitando. Su piedra fundamental son las miles de mujeres que siguen muriendo por abortos clandestinos.

De ese viaje, de largo aliento, conversamos con una de sus organizadoras: Dora Barrancos, pampeana de nacimiento, recibida de socióloga en 1968 en la Universidad de Buenos Aires, exiliada durante la dictadura en Brasil. Es allí donde entra en contacto con el movimiento feminista, las lecturas de Michel Foucault y realiza estudios en historia. De regreso al país, empieza sus investigaciones sobre el anarquismo y el socialismo. Entre sus libros más importantes se destaca Mujeres en la Sociedad Argentina. Una historia de cinco siglos. Fue diputada por la Ciudad de Buenos Aires, donde el año pasado ha sido declarada ciudadana ilustre. Actualmente es directora del Conicet en representación de las Ciencias Sociales y Humanas.

¿Cómo se asocia moralidad y sexualidad en la historia argentina del último siglo largo?

–Siempre diremos que la moralidad convencional toma una forma tan canónica que es un imperativo. Y en realidad esa moralidad convencional es desde siempre la heterosexualidad obligatoria y una condena sobre la homosexualidad y/o las sexualidades disidentes. En realidad, la sexualidad misma ha sido paramétricamente ocultada. La sexualidad se pone a tono con la tarea historiográfica de manera muy reciente. Esto no significa que no hubiera antecedentes, incluso muy anteriores al propio Foucault. Por ejemplo, el caso de (Eduard) Fuchs es extraordinario, alguien que hizo de manera precursora de la historieta un objeto de análisis y a quien el propio Benjamin le ha reconocido méritos. Fuchs era negligentemente soportado porque era una gran bizarría. Ahora, la sexualidad convencional ha sido fuertemente retada porque aparece la agencia por los derechos sexuales. En realidad, la agencia por estos derechos tiene mucho que ver con el cauce feminista. Pero esto es paradójico porque el cauce feminista en sus inicios es canónicamente moral convencional. Sería imposible pedirles a nuestras feministas antecedentes que pensaran en los derechos de las sexualidades. De la misma manera que no se permitían ninguna perspectiva sobre lo erótico personal. Más bien, lo que ocurría era que un patriarcado ferozmente asediador de la condición femenina, abusador de la sexualidad femenina –y digo abusador en el sentido más estricto–, no habilitaba converger en un sentido de registro erótico. El erotismo estaba ausente del feminismo porque era una mala señal para sexualidades tan restrictas como las del siglo XIX.

¿Cuándo hay diásporas y discontinuidades respecto de esta moralidad?

–Solamente el feminismo de la segunda ola va a disponer de unos canales capaces de derecho al uso erótico de su cuerpo. Y luego vino el planteo de las disidencias en torno de los retos a la sexualidad hegemónica, que era una sexualidad por la cual había un desafío al patriarcado de entonces. Es lo que Judith Butler nos recuerda permanentemente. El reto butleriano no es al patriarcado, es al feminismo. También Teresa De Lauretis tuvo una cuestión precursora en este sentido que me gustaría señalar. Las sexualidades disidentes han estado vetadas, aunque obviamente en el largo período que tratamos siempre ha habido sexualidades disidentes. Aun si siempre ha habido formas de tapar la sexualidad por la moralina convencional, también siempre ha habido insurgencias que, desde luego, se han pagado caro. Yo no creo para nada –como por ejemplo lo plantea Salessi– que haya habido un campo moral especialmente dedicado a la homosexualidad. La masturbación era más punible en todo caso desde el punto de vista pedagógico. Desde luego, las condenas a la homosexualidad se hicieron más fuertes entonces, pero como condena social. Aquí disiento con la argumentación de que en el siglo XIX aumentó la penalidad. En algunos lugares, como es el caso de Inglaterra, se impuso la penalidad, pero hay que tener en cuenta que al Parlamento le costó mucho sancionar la homosexualidad. Sobre todo porque era una práctica standard de todo el sistema educativo oficial. Podía no querer ser vista pero era absolutamente evidente y conocida. Estoy convencida de que el panorama no era tal que propiciara un clímax homofóbico que llegara al aumento de penalizaciones. Pero sí efectivamente creo que se expandió la condena social y, en Argentina, especialmente entre las capas medias.

Estamos hablando de homosexualidad masculina, ¿verdad?

–Claro. Diferente es el caso de la homosexualidad femenina. Podía no ser vista, podía no ser condenada porque, por ejemplo, que dos mujeres estuvieran viviendo juntas en una casa y que se cuidaran era un reflejo más de la condición femenina de los cuidados y de la pasividad. Desde luego que no se me escapa que la homosexualidad femenina era más condenada que la masculina, porque era más bizarra y porque era considerada como un fraude: ¡parecían amigas y no lo eran! Es la idea del engaño social. Además, creo que el lesbianismo pudo asomarse con dentadura, con hincamiento propio, sólo recientemente. Como colectivo, apenas un poco antes que nuestras amigas las travestis.

¿Por qué?

–Porque evidentemente la homosexualidad masculina recibió menos hostilidad. Sobre todo en varios momentos, cuando en las clases altas estaba más consentida. Pero creo que con el lesbianismo todavía hay hostilidad. No es lo mismo entre las adolescentes jóvenes de clase media. Aunque también conozco chicas de las clases populares cuyas familias no las hostilizan. Pero si tuviera que conjeturar, digo que hoy las chicas lesbianas son mucho más objeto de hostilidad que los pibes homosexuales. Todavía persiste esa idea de que el lesbianismo es simbólicamente más fraudulento. Pero aún no tenemos trabajos antropológicos o sociológicos actuales sobre la homofobia y la lesbofobia.

Esa disrupción que marcaste con el feminismo de la segunda ola, ¿cómo se daba en Argentina esa apertura más allá de las moralidades convencionales?

–Creo que en Argentina aparece con la recuperación democrática porque en realidad mi propia generación no estaba atenta a esto. No éramos feministas. Teníamos una mirada progresista respecto de ciertos vínculos. No recuerdo un grupo que haya sido altamente censurador pero éramos... cómo decirlo... mi generación era comprensiva pero no dispuesta a ninguna labor especial de reconocimiento de nuestras compañeras lesbianas. De hecho, las primeras agencias de esos grupos gay, como Néstor Perlongher y sus compañeras y compañeros, eran de muchísimo coraje porque en el progresismo, en Argentina y en el mundo, la última fórmula que ingresa es la sexualidad. Digamos que la Argentina en ese punto no era demasiado peculiar. Pero, colocándome en la atmósfera de la época, el ambiente más progre seguía pensando en una cuestión necesariamente terapéutica. El propio psicoanálisis no salía del canon de la perversión. Y ser psicoanalizado era ser progresista en Argentina. Son construcciones oximorónicas. Por eso digo que la reemergencia del feminismo fue importante como un cauce para pensarse porque es a partir de entonces que hay necesidad de volver sobre todos y todas las excluidas. Es en los ’90, en torno de la cuestión gay, como dice mi amigo Ernesto Meccia, que aparecen todas estas cosas. Y luego una reflexión de sí de las compañeras lesbianas. La aparición de Ilse Fuskova en el programa de Mirtha Legrand allá por el año ’91, aun en ese escenario, fue toda una construcción de sentido. Por supuesto que Mirtha Legrand no sabe ni de cerca el significado que eso tuvo ni tampoco conviene que se lo digamos. Pero ese acto fue notable porque a pesar de estar absorbido en el contexto mediatizado por alguien que contradice lo que son las filiaciones progresistas, sin embargo se produce y tiene impacto.

Tiene aun así su eficacia perfomativa...

–Exacto. A partir de aquello muchxs salieron del closet. Pero insisto que, salvo los grupos más adolescentes, creo que hoy queda mucho de conservadurismo. Esto es importante porque hay una cuestión generacional que es la que va rompiendo los sentidos establecidos. Pero muchachas de cuarenta años que se animan a darse el gusto todavía lo hacen bajo caución.

¿Cómo atraviesan la cuestión de clase estos modelos de sexualidad y moral?

–En el libro hay claramente una distinción entre sexualidad en clases populares, clases medias y altas. No hay nada que hacerle: este fenómeno está cruzado por la clase. La mayor parte de los estudios contemporáneos tiene un corte de clase: la mayoría se hace sobre varones homosexuales de clase media. Es muy difícil llegar a los sectores populares. Mi conjetura es que pueden haber sido más agresivos en la disposición verbal, pero finalmente las clases populares están llamadas a saldar de algún modo las diferencias, porque no hay más remedio. En las clases medias hay otros lujos: pueden decir no te veo más. En las clases populares, por ejemplo, una hija que se va con una chica, finalmente la madre la necesita, entonces se terminan juntando. Es decir, hay que hacer un corte de clase en estos comportamientos porque si no no los entenderíamos. Y los sectores populares finalmente se amuchan con sus estropicios de verbalidad y, no por idealizarlos, pero hay una cuestión afectiva y de necesidad existencial y, no porque sean ideológicamente más perfectos, sino porque opera una especie de resiliencia contra las formas individualistas. Lo mismo pasa con los embarazos adolescentes, que hasta por momentos los hace más felices, mientras que para la clase media son casi una tragedia. Es cierto que hablamos de clase media y no se la puede pensar como un todo aglutinador. Dentro de ella hay segmentos. Y no hay que olvidarlos. Porque si no se generaliza, como se usa ahora decir: “La clase media no la quiere a Cristina y todavía las mujeres de clase media la quieren menos”. Creo que hay que explicarla por tramos, porque hay una buena parte que es progresiva y que está dispuesta a hacer un buen escrutinio que ampare la decisión del hijo gay o de la hija lesbiana.

O sea que los cambios se han dado aun si ciertos sectores de las clases medias sigan siendo horripilantes desde una perspectiva progresiva.

–Pero efectivamente son los sectores populares los menos analizados desde el punto de vista de las sexualidades disidentes a continuidad.

Estas agencias y debates, ¿perforan también la percepción y el significado de la prostitución?

–Podríamos decir que la percepción de la prostitución de hoy no tiene nada que ver con la de hace 60 años, cuando toda chica que mostraba un escote era vista como prostituta. O una muchacha que en los ’50 tenía amores con dos o tres muchachos ya quedaba completamente escrachada, y te estoy hablando de la universidad, donde las casquivanas seguían siendo casquivanas y había muy poca tolerancia a aquellas que se levantaban unos cuantos varones. La cuestión de prostituta, como locución, en realidad tiene una serie de conversiones, pero depende a qué grupos de mujeres aludan. Creo que hoy tiene mucha más repercusión decir “gato” que prostituta. Prostituta ha dejado de tener los efectos perturbadores que tuvo. Gato, en cambio, refiere a la idea de gente que no tiene necesidad de hacerlo pero lo hace vinculados a ciertos personajes políticos.

La Iglesia y la tutela del Estado son dos vectores de análisis en el libro. ¿Qué podría decirse del rol actual del Papa?

–El Papa nos pone en problemas porque está haciendo diástole y sístole todo el tiempo. El Papa hace lo posible por ser una nueva tolerancia humanística. Estando en México, escuché la entrevista que le hizo la cadena Televisa y me impactó porque el Papa habla de entrecasa. Y dijo algo muy interesante sobre debatir el tema de los divorciados que se vuelven a casar y soslayó, pero lo introdujo, el problema de la sexualidad. Luego, en el movimiento de diástole, hizo un comentario “antigender” y lo dijo así en inglés, no lo pudo decir en castellano. (Dijo Francisco: “...la enseñanza de la teoría del ‘gender’, entonces es una cosa como que va atomizando a la familia, ¿no? Esa colonización ideológica que destruye la familia, ¿no? Por eso yo creo que del Sínodo saldrán cosas muy claras, muy rápidas, y que ayuden a toda esta crisis familiar, que es total ¿no?”.) La Iglesia es un problema desde el punto de vista de su teluria contra la sexualidad y las sexualidades disidentes en particular. Claro que ése es el canon, luego está la vida real. Lo que sí creo es que la tutela del Estado se ha aflojado mucho. Hay dos razones. La cuestión gay y el Estado preocupado por el HIV, que lo obligó a visibilizar, hacer lugar y hacer un esgrima para reconocer actores –lo cual no quiere decir que aplaudiera– que eran fundamentales para la lucha contra el sida. Después vinieron las grandes reformas del Estado, impensadas en este país. El Estado argentino, como todos los estados pero éste en particular, ha sido muy adverso a los derechos personalísimos. Pero también está el Poder Legislativo, que es un poder del Estado, y este país tiene la ley de matrimonio igualitario y la ley de identidad de género. Esta es una ley única y Dinamarca la está copiando. En muchos países hay prerrogativas garantizadas, como España y Uruguay, pero el caso de Argentina es diferente. Y yo estaba preocupada porque una ley de género podía ser categorial, podía categorizar.

¿En qué sentido?

–¿Qué es la sexualidad sino un apunte de afinamiento con el deseo? ¿Por qué tiene que ser una categoría política? Lo es sólo por la exclusión. Lo mismo pasa con la categoría mujer: se vuelve una categoría política por la exclusión. Lo que debemos desear es que la ley no categorice a las personas porque si no la libertad promete estar conculcada por la propia ley. No podés congelar las sexualidades en las categorías. Yo creo que las sexualidades están abiertas, ¡¿qué sabemos del devenir de las sexualidades?! Ese es el punto: el Estado argentino se puso al día con derechos personalísimos y, más allá de realidades provinciales graves –¡hay edictos en algunas provincias!–, la ley de identidad de género es una gran rehabilitación de un Estado que estaba muy atrasado.

La migración, en diferentes partes del libro, aparece claramente como sujeto de denuncia de una moralidad extraña... ¿Ves que es una constante?

–Es que todo lo desconocido suena a moralmente débil. Tiene algún tipo de labilidad moral. Y esto porque el enclave de la sexualidad es tan decisivo que efectivamente la otredad carga con una noción de disparidad moral. Y si es dispar moral, algo de diferencia sexual hay: vaya a saber cómo hacen el acto sexual, qué perversiones trae, qué tipo de imaginación puede impulsarlos. Esto es lo que siguen evocando lxs migrantes, lo que se complica por la propia manifestación física. Por ejemplo, cuando alguna gente ve un negro de Senegal en Buenos Aires. Para un fascista o reacccionario, ¿qué es un negro de Senegal? Seguro que hay una agregación, una connotación sexual que es inherente a la moral. Cuando se habla de perspectiva ética, la referencia es otra: sobre la licitud de los actos, el buen cuidado, el gobierno recto de las cosas. En cambio, la palabra moral arrastra una arcilla de sexualidad.

En su Historia de la sexualidad, Foucault cuestiona la proliferación de los discursos sobre la sexualidad como forma normativa. Luego hay una idea de deseo que se desmarca de lo que vos llamabas justamente la categorización y opera a favor de los devenires. ¿Cómo pensás aquella discusión de Foucault con relación al libro?

–Hablar de sexualidades entonces era retener el esquema de la moralidad sexual. Por eso Foucault dice que hay una habilitación de la burguesía: si más hablamos, más sujetamos la sexualidad a través del control por medio del discurso. Ahí la paradoja: son las tretas de lo que podría ser lo performativo. Cuanto más hablás, más la retenés en un recalcitrante represivo. Probablemente, convenga hablar menos de sexualidad e indagar las derivas del deseo. Acá lo hacemos como parte de un camino historiográfico que incluía la censura de ciertas sexualidades. De todos modos, yo creo que el estatuto del deseo sí tiene algunas inhibiciones que no niego. Por ejemplo, sujetar sexualmente a alguien no está permitido, no está dentro de mi canon de las aperturas todavía insondables del deseo. Por eso la cuestión de la pedofilia, por ejemplo. Yo creo que esas derivas del deseo siempre abiertas se combinan con todo lo que sintoniza con la autonomía humana.

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