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Lunes, 18 de septiembre de 2006

CONTRATAPA

Cuando la balanza gana por nocaut

 Por Daniel Guiñazú

La verdadera victoria de los boxeadores no pasa por terminar una pelea con los brazos en alto. Mucho menos por ganar un título. Dar el peso pactado de antemano, ceñir el físico dentro de los estrechos límites de una categoría, desprenderse del kilaje excedente sin perder potencia para dar y recibir los golpes del rival, es el éxito que primero se busca. Y para alcanzarlo, todo sirve. Pasarse días enteros sin comer ni beber, someterse a agotadoras sesiones en saunas y baños turcos, enmagrecer el cuerpo al extremo de no poder ni siquiera caminar, recurrir a un arsenal de trampas y picardías. Cualquier recurso es útil cuando llega la temible ceremonia del pesaje.

El episodio del viernes del que fue víctima y protagonista Jorge Rodrigo Barrios es el primero en la historia de los campeones mundiales argentinos. Nunca antes un título del mundo se había perdido en la balanza. Pero salvo Pascual Pérez, cuyos 48 kilos sobraban los 50,802 límite de los moscas, o Carlos Monzón, que cuando no peleaba subía apenas cuatro o cinco kilos más que los 72,574 límite de los medianos, los 27 campeones restantes debieron soportar todo tipo de peripecias a la hora de dar el peso.

Horacio Accavallo, por ejemplo, padeció horrores cada vez que tuvo que exponer su corona de los moscas. Como todos, bajó rápido los primeros kilos que le sobraban, con entrenamiento exigente y una dieta cuidada, rica en hidratos de carbono (pastas, arroz, frutas y verduras) y pobre en grasas. El problema radicaba en los dos o tres kilos finales. Su cuerpo se encajaba entre los 52 y los 53 kilos y era imposible moverlo de allí. Hasta que su entrenador, Juan Aldrovandi, ideó un método: no darle nada de comer ni de beber en los dos o tres días previos al pesaje. Si tenía hambre, a Accavallo le daban un terroncito de azúcar para saciarlo. Si tenía sed, le mojaban los labios con un algodón embebido en agua para calmarlo. Así daba el peso, así peleaba y así ganaba el gran Roquiño. Pero era demasiado. Y pronto se agotó de tantas privaciones. Luego de tres defensas exitosas, en octubre de 1968, Accavallo anunció su retiro cuando bajar de peso ya le resultaba un calvario.

El Intocable Nicolino Locche recurrió a la picardía para no sufrir tanto. Levantaba los talones del piso de la báscula, se aferraba al caño y descargaba gramos valiosos ante la tolerancia cómplice de fiscales que miraban para otro lado. Sin embargo, su indolencia le terminó jugando en contra. Cuando viajó a Panamá para defender su corona ante el local Alfonso “Peppermint” Frazer en marzo de 1972, Locche llegó con cuatro kilos de sobrepeso a 48 horas del combate y debió quemarlos con dos sesiones de baños turcos que lo vaciaron. La consecuencia fue una derrota por puntos en 15 rounds, que Nicolino, harto de las privaciones, vivió como una liberación personal. “Llegué a odiar el bife con ensalada”, reconoció años más tarde.

Pero ninguno tuvo que vivir lo que vivió Víctor Galíndez. Meterse en los 79,378 kilos que son el límite de los medio pesados fue un tormento para un cuerpo habituado a pasarse de los 95 kilos y que consumía bebidas gaseosas con furor. En sus últimos años como campeón mundial, Galíndez llegó a estar con un exceso de 8 kilos a una semana de la pelea. Y Tito Lectoure echó mano a todo con tal de hacerlo bajar. Galíndez corría de noche arropado con gruesos buzos plásticos, dormía con la calefacción de su habitación encendida a pleno, hacía ejercicios al lado de las calderas del hotel y el día anterior al pesaje, lo mantenían encerrado en su habitación lejos de tentaciones sólidas o líquidas. El doctor Roberto Paladino llegó a hacerle una enema para que eliminase líquidos, 24 horas antes de su primera pelea contra Mike Rossman en Nueva Orleáns. Y tuvo éxito parcial: Galíndez dio el peso, desnudo y a los gritos. Pero exhausto por el esfuerzo y la tensión, resignó el título al perder por nocaut técnico en 13 asaltos, tras recibir una paliza inmisericorde.

En los tiempos modernos, fue el desparpajo de Jorge “Locomotora” Castro el que perfeccionó las trampas de Nicolino para tapar sus descuidos. Castro subía a la balanza, gritaba que había dado la categoría, se bajaba, se bebía de un trago una botella de agua mineral con gas y hacía estéril cualquier nuevo intento. O llegaba rodeado de sus colaboradores, que lo sostenían discretamente de los brazos o del calzoncillo, lo suficiente como para descartar el tonelaje que sobraba. En su última pelea ante el colombiano José Luis Herrera en el Luna Park, anunciaron un peso oficial de 81 kilos, cuando en realidad dio 88. Y se supone que nunca dio el peso justo en las cinco defensas que hizo de su título AMB de los medianos.

El campeón de los welters del Consejo, Carlos Baldomir, también tiene que bajar muchos kilos. Su peso de calle es de 85 kilos y debe dar antes de cada pelea, 66,678 kilos como máximo, límite de su categoría. Pero él no sufre demasiado. Dos meses antes de cada compromiso, se concentra con Amílcar Brusa en el gimnasio La Brea de Los Angeles, y con una preparación responsable, baja lo que necesita sin debilitarse ni flagelarse. A él no le sucederá nunca lo que a Ramón La Cruz, que antes de un combate por un título argentino en la década del ’60, debió despojarse hasta de su dentadura postiza para dar el peso. Es que a la hora del veredicto inapelable de la balanza, todo vale, todo sirve para dar el peso. Todo. Hasta el ridículo.

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