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Domingo, 25 de julio de 2004

RESCATES

Purgatorio

Reeditada por primera vez desde su primera publicación casi secreta hace más de diez años, La Purga es una de las más asombrosas novelas de Juan Filloy. Entre la ciencia ficción y el gótico político, la novela revisa todo el arte contemporáneo. A continuación se reproduce el prólogo escrito por Alfredo Prior para la editorial El Cuenco de Plata.

POR ALFREDO PRIOR

“En las aduanas del mundo actúan quizá los críticos más sensatos del arte contemporáneo. Vaya de ejemplo un fallo incontrovertible de la Aduana argentina que se opuso al despacho como obra de arte de ‘una gallina embalsamada, junto a una caja abierta que contiene doce huevos de madera’ que se pretendía sacar del país so pretexto de pintura tridimensional”, apunta en su carpeta negra de tapas vulcanizadas el primer ministro, obsesionado por su propósito de unificar el advenimiento de la plenitud del Arte Pictórico.
“¡Qué tanto respeto contra ese gran puto! Somos unos piojos en su poder y, luego de mortificarnos y jodernos mediante los artilugios a su cargo, no me cabe duda de que hará un gran holocausto con todos nosotros”, advierte uno de los 403 invitados de la Ortho Painting World Conference. Pero ya es tarde. Los participantes del Congreso (pintores, críticos, directores de museos, creators), en tren de turismo cultural y regalada vidurria, comprobarán que su estadía en un hotel cinco estrellas de una paradisíaca isla de los mares del Sur se convierte en el deambular insomne por un campo de concentración disimulado.
Este viejecillo cordobés, Juan Filloy, tatarabuelo de tres siglos, compone un combate entre vanguardistas y aduaneros del Gran Arte. Mediterráneo, si los hay, empalma la más sofisticada de las aseveraciones con la más zaina de las boludeces. Vivezas criollas, zonzadas criollas, el viejo ladino enmaraña su trama. Si un vanguardista exaltado exclama: “¡Parido por el culo! ¡Vete a pintar Nacimientos con semen y excremento!”, no faltará el Académico que le replique: “Lo que me fastidia es la audacia verbal que sirve de andamio a sus engendros; la destreza de sus argumentos, no los argumentos de su pintura”.
Escrita en 1977 (y publicada de manera casi secreta en 1990), ¿debemos leer en esta obra una alegoría de la operación masacre del Proceso? ¿Es un operador conceptual, el Jerarca Máximo, ese cruzado del exterminio, un discípulo del científico delirante de Locus Solus de Raymond Roussel? Si así fuera, tal engendro constituye la conversión de un dictador omnipresente en artista conceptual. Porque, ¿en qué derivaría el Arte Conceptual si en vez de haber sido creado por un pintor, un artista visual –nombrémoslo: Marqués Duchamp– hubiera sido la ideación de un músico, un escritor, un político, del líder de una secta de adoradores de un panóptico asfixiante?
En todo caso, henos aquí (y en Praga) batiendo castañuelas, alzando festones por este libro del Gran Sordo. ¡Goyerías! ¡Grima y ludibrio! ¡Qué chucho lo chichimeca!

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