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Domingo, 3 de octubre de 2004

LOS LIBROS DEL SIDA:

Y la banda siguió escribiendo

Desde comienzos de los ’80, de una manera más bien subterránea, la li-teratura viene registrando la irrupción del sida y sus diferentes etapas. A partir de la flamante publicación de Vivir con virus (Norma), de Marta Dillon, Radar ofrece una recorrida por los autores argentinos y mun-diales que han escrito sobre el sida con urgencia, dramatismo y vitalidad desde sus comienzos hasta nuestros días: de las crónicas fundantes de Randy Shilts (autor de esa monumental investigación Y la banda siguió tocando) y las reflexiones de Susan Sontag, a la rutina médica y la polémica reivindicación del sexo sin protección del francés Erik Rèmès.

 Por Claudio Zeiger

El destino así lo quiso: mientras se incubaba la epidemia del sida en Estados Unidos (algunos, como el periodista Randy Shilts, el principal cronista del sida en los ’80, conjeturaron que el virus comenzó a activarse exactamente en 1976), se iniciaba la dictadura militar en la Argentina. Desde fines de los ’60 Estados Unidos veía crecer imparable la liberación sexual, algo más que alejado del panorama de absoluta represión en nuestro país. Fueron años de incomunicación y aislamiento. Si a los mismos norteamericanos les llevó varios años salir de la negación colectiva de la enfermedad que se iba expandiendo por todo el territorio, aquí nada se hablaba y bien poco se sabía de lo que inexorablemente iba a ocurrir más tarde o más temprano. A pesar de todo y sin que corriera la noticia por Internet, sin foros de discusión ni chats, la globalización le llegó al sida exactamente el 2 de octubre de 1985, la mañana en la que murió Rock Hudson. La estrella amiga de Nancy y Ronald Reagan (el gran responsable de los recortes del presupuesto de salud que tantas víctimas cobraría en pocos años) había reconocido públicamente la enfermedad muy poco tiempo antes de su muerte.
Aquí, muy primitivamente, se empezó a hablar de “la peste rosa” y otras incorrecciones políticas hoy inconcebibles, como la teoría del castigo bíblico. Para bien o para mal, con paranoia y desinformación, con Rock Hudson el sida salió definitivamente del closet y dio la vuelta al mundo. Y pronto comenzarían a producirse los primeros libros que buscaban entender lo inentendible.

Tiempos sombríos
Randy Shilts fue el único periodista norteamericano que cubrió los avatares de la epidemia desde el momento cero y vivió lo suficiente (murió en 1994, él también víctima del sida) para contarlo casi todo –desde la denuncia política a las discusiones internas de la comunidad gay– en la monumental crónica Y la banda siguió tocando (inspiradora de la película de Roger Slotiswoode con Richard Gere), hoy reconocido como uno de los textos centrales sobre el sida y que, de paso, funciona a la perfección como un aceitado thriller médico sanitario. “La gente se moría y nadie le prestaba atención –escribió–, porque a los medios de comunicación de masas no les gustaba cubrir historias de homosexuales y les espantaban particularmente las cuestiones relativas a la sexualidad gay. Los periódicos y la televisión evitaron polemizar sobre la enfermedad durante mucho tiempo, hasta que el toque de muertos fue demasiado estridente para ignorarlo y las víctimas dejaron de ser sólo marginados. Pero de pronto, en el verano de 1985, cuando se diagnosticó la enfermedad a una estrella de cine y los periódicos no pudieron evitar hablar de ella, la epidemia del sida se hizo palpable y la amenaza asomó por todas partes. Lo más significativo fue que se vislumbró por primera vez que aquella extraña palabra iba a formar parte del futuro para siempre.”
A mediados de los ’80 el sida empezó a ser un tema literariamente interesante y dramáticamente ineludible. Hacia 1988, cuando se publicaron las crónicas de Shilts, también salió al ruedo Susan Sontag actualizando su ya legendario La enfermedad y sus metáforas ahora reconvertido en El sida y sus metáforas. Este ensayo es muestra de la absoluta impotencia de esa etapa: el pensamiento crítico chocando contra la muerte y el desconcierto. Limitada al análisis de las metáforas bélicas de la enfermedad (el virus como un ejército que avanza sobre los linfocitos, los anticuerpos como la resistencia, etcétera), a refutar los peores excesos de la derecha neoconservadora y religiosa (el sida como un castigo divino, venganza de la naturaleza, consecuencia de la decadencia moral y los derechos civiles), Sontag, en su desesperanzado ensayo, da con una importantísima clave que el tiempo confirmó plenamente: “Al igual que los efectos de la contaminación industrial y el nuevo sistema de mercados financieros globales, la crisis del sida pone en evidencia un mundo en el que nada importante puede ser regional, local, limitado; en el que todo lo que puede circular, circula, y en donde todo problema es, o está destinado a ser, mundial”.
La fuerza con la que el sida golpeó a la comunidad de intelectuales y artistas queda reflejada con laconismo y tristeza en un testimonio del novelista Edmund White de 1991. White cuenta que hacia 1979 un grupo de escritores amigos se reunía en una especie de taller en el que intercambiaban relatos y comentaban borradores. “Abandoné el grupo en 1983, cuando me mudé a París. Cuando regresé a Estados Unidos en 1990 el mapa literario había sido borrado. George Whitmore, Michael Grumley, Robert Ferro y Chris Cox estaban muertos; Vito Russo estaba agonizando. De nuestro grupo original sólo Felice Picano, Andrew Holleran y yo aún estábamos vivos. La paradoja es que el sida, que destruyó tantos escritores, ha vuelto a la homosexualidad un tema literario mucho más familiar. La grotesca ironía es que mientras tantos escritores están amenazados de extinción, la literatura gay está tan saludable y floreciente como nunca antes.”
Curiosamente (o no tanto) los escritores de ficción norteamericanos raramente habían acudido a explorar toda la dimensión ideológica del sida y sus metáforas, al decir de Sontag, prefiriendo merodear en general la cotidianidad del tema con una fuerte impronta melodramática. El sida se convierte así en algo razonable a pesar de todo: una circunstancia de la vida misma, mucho menos que un castigo divino, pero sin rastros de algo ordinario, común y corriente. Una circunstancia excepcional, una fatalidad que nos va encauzando hacia un Gran Final. Para verificarlo se puede tomar un ejemplo notable: el hoy consagrado Michael Cunningham abordó el sida en sus tres novelas: Una casa en el fin del mundo, De carne y hueso y Las horas. Pero, en general, el melodrama avanza con fervor frente a formas más reflexivas de tratar el tema, o más militantes, como el caso del estridente dramaturgo Larry Kramer (dicho sea de paso, uno de los principales protagonistas de Y la banda siguió tocando, personificado en el film por Richard Gere). Afecte a varones gays, mujeres o varones heterosexuales, Cunningham, como David Leavitt, ha seguido el tema atentamente desde la ficción: el sida ha quedado naturalizado, podría decirse, cómodamente incorporado a la narrativa, a diferencia de otras literaturas (incluida la argentina) donde todavía es un cuerpo extraño o una señal evidente de “nueva” temática.
Por otra parte, Harold Brodkey (un gran amigo de Susan Sontag) fue el encargado de dejar un testimonio especialmente lúcido poco antes de morir en 1996, sin haber llegado a recibir el tratamiento de las nuevas drogas asociadas –el cocktail– que se anunció ese año en Canadá: Esta salvaje oscuridad, la historia de mi muerte. En la primavera de 1993 Brodkey recibió su diagnóstico de HIV positivo en medio de una pulmonía por pneumocyistis. Sin mucho tiempo que perder en disquisiciones político-paranoicas, se concentró en hablar de su sexualidad y de su masculinidad. Pero en verdad, el libro de Brodkey gira en torno de la gran cuestión que empezaría a ocupar a intelectuales y estrellas y que había crecido a la sombra del gesto tardío de Rock Hudson: ¿hacerlo público? ¿Ayudar a la toma de conciencia colectiva? ¿O morir en la paz de la privacidad y del hogar? Brodkey rompió el cerco de los escritores con sida para acercarse a un círculo más amplio y controvertido: el de las celebridades con sida.

Un poco de amor francés
Dos franceses encarnaron las formas más literarias de abordar el sida como mal de fin de siglo. Al mejor estilo romántico, Hervé Guibert y Cyril Collard mezclaron la vida y el arte en sus libros. Guibert lo hizo filmando su propia agonía, escribiendo libros como Citomegalovirus y Al amigo que no me salvó la vida donde veladamente narra sus relaciones con Michel Foucault. Narcisismo y autoobservación, seducción del propio cuerpo tomado por la enfermedad, belleza y corrupción de la carne son los tópicos más salientes de un escritor un tanto olvidado hoy día pero dueño de un imaginario singular y un estilo brillante. Mientras tanto, en Las noches salvajes de Cyril Collard (cuya versión cinematográfica fue dirigida y protagonizada por él mismo poco antes de su muerte en 1993), la languidez reflexiva cedía paso a un movimiento continuo de noches de sexo duro. Inspirado claramente en Jean Genet (imaginario de puerto y muchachos árabes resignificados en la dura inmigración de los años 90 cuando los jóvenes marroquíes quedan enfrentados a los skinheads), es una de las visiones más descarnadas y malditas de la cotidianidad del portador.
Tanto en Guibert como en Collard el sida empieza a contribuir a la leyenda: la construcción del héroe malogrado, un mito donde el sexo, lejos de ser tapado bajo la alfombra o licuado en generalidades, se pone en primer plano y es reivindicado. El sexo asociado con la muerte produce fascinación. Sus libros parecen escritos en el momento de los puntos suspensivos, en el instante congelado y transparente en que la vida se lanza vertiginosamente hacia adelante. La romantización, la belleza maldita, la muerte joven, son los ingredientes de estos dos autores que brillaron con brevedad intensa en los años ’90.
La última gran novedad escandalosa también viene de Francia y se llama Erik Rèmès. Escritor, periodista y pintor, sacudió a la opinión pública con varios libros en los que reivindica la práctica del barebacking: sexo sin protección. El año pasado causó bastante revuelo y las iras de act up con Serial Fucker (diario de un barebacker) donde muestra descarnadamente a portadores que tienen sexo sin preservativo y que además hacen de esa práctica un gesto político. Más allá de las horas de debate que trae semejante asunto, posturas como la de Rèmès marcan la distancia histórica con los años ’80 y los primeros ’90: ahora la disciplina se ha relajado, la muerte se aleja del horizonte y la medicación crea el efecto de que el virus ya no es tan peligroso. Los nuevos relatos del sida serán cotidianos, extremos y vibrantes. Entre las rutinas médicas y la necesidad de reinventar el sexo, seguirán las nuevas aventuras del virus que ya lleva un cuarto de siglo entre nosotros.

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Hervé Guibert siguió los pasos de su propia enfermedad y alimentó el mito del héroe romántico.
 
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