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Domingo, 10 de octubre de 2004

EN SU úLTIMA NOVELA HéCTOR TIZóN ARMA UN RELATO UNIVERSAL DESDE EL INTERIOR PROFUNDO Y EMOCIONA CON UNA éPICA SIN ATRIBUTOS.

Belleza y austeridad

La belleza del mundo
Héctor Tizón
Seix Barral
206 páginas

 Por Claudio Zeiger

La búsqueda del silencio, la belleza y la verdad parece signar la última novela de Héctor Tizón, quizás una de las obras más entrañables no sólo de las producidas por él mismo (lo que no es poco decir tratándose del autor de La casa y el viento) sino por la más reciente literatura argentina. Entresacadas de los pliegues de La Odisea, los viajes y las vidas que aquí se cuentan no transcurren en tierras fabulosas pobladas de monstruos y mujeres de ensueño, pero no por eso es menos intenso el relato. Ni es menos intensa la feminidad de Laura, la (al comienzo de la historia) adolescente que enamora a un joven apicultor. Quizás suene paradójico, pero estamos frente a una épica sin atributos (y obviamente sin dioses a la vista), la opaca épica de las tierras duras que Tizón tanto ha frecuentado en libros anteriores.
En lo que atañe a La belleza del mundo, el narrador bien se encarga de subrayar en varias oportunidades que estamos en el grado cero de la retórica y los artificios. “Aunque siempre había sido una buena persona, no había hecho nunca nada, su vida carecía de acontecimientos para recordar; no tenía padres ni hijos, ni carrera, ni remordimientos ni ambiciones. Era simplemente alguien a quien le sucedían pequeñas cosas insignificantes. Y si la vida consiste en generar recuerdos, él no tenía nada memorable hasta hoy; había carecido de arrogancia y de melancolía; sólo le había ocurrido Laura, ya que lo anterior venía a ser como una pura prehistoria conjetural”. O, por dar un ejemplo más nimio pero más extremo aun: “no recordaba cuándo aquel perro apareció en la casa, tal vez había nacido allí; era un perro sin estirpe ni raza, casi sin color de pelo, puesto que no era blanco ni marfileño ni amarillo, y como nadie le puso un nombre, se llamaba Perro”.
Así, llamando a las cosas por su nombre, al perro perro, a la belleza belleza y al mundo mundo, Tizón nos instala en los umbrales de la relación entre la literatura y la existencia de unos seres que encuentran enormes dificultades para expresarse, pero que no por ello carecen de una aguda visión del mundo que los rodea, tan ancho y ajeno que los impulsa a viajar y a escapar siempre en fuga hacia adelante para poder captar aunque más no sea unos fragmentos del todo.
El libro arma su modesta épica alrededor de un triángulo de seres y tiempo. En el mundo transparente y quieto de Laura y el apicultor, ingresa lentamente la tortuosa figura de un joven predicador, mientras que la novela se estructura en tres partes: “Antes”, “Transcurrieron veinte años” y “Ahora”. Quizás es en la primera parte donde se juega a fondo la consistencia de la trama y donde Tizón parece mostrarse más eficaz, aunque también retoma el ritmo en la última parte. Pero quizás esta mayor consistencia tenga que ver con la materia narrada: “antes” es todavía el tiempo de las posibilidades, de la apertura a la idea de que hay una vida que vale la pena aunque no se salga aún de la pequeña comarca. Hay una resonancia a gótico sureño en esa historia triangular que transcurre en un pueblo profundo y aislado. Y hay algo enfermizo y premonitorio en las estridentes risas de Laura, quien lleva una conducta anómala de cara a la moral del pueblo y también a lo aceptable para la moral sin atributos de su propio esposo.
Los ecos de esa historia que en el fondo es bastante mínima terminan –amplificados por el tiempo– siendo formidables. Un hombre se arroja a los brazos del peregrinaje y la nueva pareja desgajada del triángulo se pierde en la noche de los tiempos. Todo eso son los efectos de lo que sucedió alguna vez, antes. Lejos del hogar, el peregrino tiene algunas aventuras que empiezan a sonar un tanto alegóricas y el relato peligrosamente se tiñe de “sentencias” de vida. Pero en todo caso son objeciones menores oparciales a una novela que logra unos niveles de despojamiento –y sí, de belleza– muy cerca de la verdad y del silencio que parece venir persiguiendo Tizón.
Asistimos a la culminación de una de las obras más rigurosas y coherentes de la literatura argentina que se produce en el interior del país. Y como aporte a la remanida oposición del interior y el centro, dígase de yapa que, desde el interior, Tizón ha escrito una novela sin la menor referencialidad localizable, netamente “universal”. La odisea de una narrativa que ha seguido los azares del exilio y el regreso de su autor encuentra en La belleza del mundo una de sus expresiones más claras y emotivas.

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