libros

Domingo, 14 de noviembre de 2004

El último caso del detective salvaje

 Por Rodrigo Fresán

UNO Esto no es lo que yo quería escribir. La idea era otra, el plan era diferente. Lo que me había propuesto era llevar un cuaderno de bitácora de 2666, un diario de lectura de la meganovela póstuma de Roberto Bolaño. Ir anotando y recopilando –como si se tratara de pies de página o de comentarios al margen– impresiones, ideas, ecos y hasta recuerdos. Una suerte de autobiografía de un lector cuya vida duraría lo que duraba el libro y, por suerte, era un libro largo. MUY largo. Pero las cosas no salieron como yo pensaba y lo que tengo para decir aquí ocupará mucho menos tiempo y espacio. Porque la verdad sea dicha: recibí las pruebas encuadernadas de 2666 y empecé a leerlas –leí eso de “La primera vez que Jean-Claude Pelletier leyó a Benno von Archimboldi...”– y ya no me detuve para anotar nada hasta la página 291; hasta el final de la segunda parte/novela de 2666. Y lo que anoté entonces –en rotundas mayúsculas– fue lo siguiente: NADA QUE ANOTAR. NADA QUE DECIR. DIFICIL ESCRIBIR ALGO SOBRE TODO. Escrito esto, ya no volví a escribir nada hasta superar la última página donde se lee eso otro de “Poco después salió del parque y a la mañana siguiente se marchó a México”.
Después –sin aliento y encandilado– me puse a escribir esto otro que no es lo que yo quería escribir, pero que es lo que hay. La verdad sea dicha: no tiene mucho sentido leer sobre 2666; hay que leer 2666.

DOS Y se me ocurre que la lectura de 2666 es consecuencia de la escritura de 2666. Me explico: la escritura nocturna y lanzada al abismo de 2666 -Bolaño jugando una carrera contra todo, noche tras noche, por alcanzar la última página de su novela antes del último amanecer de su vida– opera en el lector causando un efecto similar. No importa la hora que sea; cuando se lee 2666 uno no demora en rendirse a una suerte de trance entre sonámbulo e insomne.
En 2666, la prosa de Bolaño cautiva más que en ninguno de sus otros libros porque de lo que aquí se trata es de conseguir una suerte de summa artística, de todo armónico y al mismo tiempo disfuncional donde –por medio de epifanías de larga distancia suspendidas en el espacio o abruptas aceleraciones en el tempo enmarcadas en el formato de novela abierta, de novela exterior e interior al mismo tiempo–, lo que se persigue y se alcanza no es otra cosa que una teoría del mundo, de todo el mundo.

TRES En la página 264 de 2666, el chileno errante Amalfitano recibe la visita de una voz nocturna y espectral que le habla de algo que Amalfitano no entiende y que la voz define como “historia descompuesta” o “historia desarmada y vuelta a armar”. Y que –comprende Amalfitano aunque no comprenda– es aquello que sucede cuando “la historia vuelta a armar se convertía en otra cosa, en un comentario al margen, en una nota sesuda, en una carcajada que tardaba en apagarse y saltaba de una roca andesita a una riolita y luego a una toba, y de ese conjunto de rocas prehistóricas surgía una especie de azogue, el espejo americano, decía la voz, el triste espejo americano de la riqueza y la pobreza y de las continuas metamorfosis inútiles, el espejo que navega y cuyas velas son el dolor”. Esta voz que no está definiendo a otra cosa que a 2666 bien podría ser -así lo hacen pensar varias anotaciones a las que alude el crítico y albacea literario Ignacio Echeverría en la nota que cierra la novela– la de Arturo Belano, protagonista de Los detectives salvajes y supuesto alter ego de Bolaño. En alguna conversación, como al pasar, Bolaño se confesó tentado de que Belano acabara como una suerte de eternauta viajando a través del tiempo y transmitiendo desde el futuro. Y digo supuesto alter ego porque me parece que con Belano, Bolaño consiguió algo mucho más interesante que el habitual disfraz que utiliza un escritor paraconvertirse en personaje. Se me ocurre que, tal vez, Belano sería igual a Bolaño si Bolaño hubiera optado por ser Belano y no por ser el Bolaño que acabó escribiendo a Belano. Algo así. ¿Está claro? ¿Sí? Creo que no. Bueno, lo siento.


CUATRO En cualquier caso –otro punto que me parece interesante–, Belano es más un protagonista/espejo que otra cosa. En Belano suelen proyectarse segundos y terceros y multitudes y generaciones. Con esto quiero decir también que Bolaño fue el escritor menos autofabulador que he conocido (más allá de que contara con un amplio y convulso historial para construir en vida su propia leyenda, en caso de que esto le hubiera interesado). No hay muchos así: Bolaño era todo un personaje; pero poco y nada hablaba de su historia, de su pasado, de lo que había vivido y por lo que casi había muerto. A veces, se le escapaba algo en una entrevista y yo, después de leerla, lo llamaba para preguntarle sobre eso, y Bolaño cambiaba de tema y a otra cosa. A Bolaño le divertía mucho más fabular sobre los demás. Inventarse historias, hipótesis, teorías conspirativas abarcando desde los concursantes de Gran Hermano a la posibilidad de que Bin Laden fuera un holograma generado en los laboratorios de una agencia de seguridad norteamericana muy por encima de la CIA y el Pentágono. Esta vocación por la conjura está claramente estipulada en todos sus libros, en su visión de una realidad alternativa, en un presente al que a veces sospechaba como escrito desde el futuro: desde el imposible año/cementerio 2666 donde ya no todos serán famosos por quince minutos sino que quince minutos será todo lo que habrá para justificarse, para hacerse acreedor a una lápida noble o a un mausoleo resistente. Para Bolaño, el futuro era el exilio definitivo y el exilio posiblemente sea El Tema de la obra de Bolaño; pero a no confundirse, por favor: El exilio NUNCA fue la estrategia de Bolaño como escritor. Y eso no sólo lo honra sino que lo hace tan diferente a los demasiados autofabuladores. Como la esquiva Cesárea Tinajero en Los detectives salvajes y como el escurridizo Benno von Archimboldi en 2666, Bolaño se mitificaba desapareciendo. Y que lo busquen si son valientes.

CINCO Se nos dice también en 2666 que “Leer es como pensar, como rezar, como hablar con un amigo, como exponer tus ideas, como escuchar música (sí, sí), como contemplar un paisaje, como salir a dar un paseo por la playa”. Y he aquí –éstas son– las posibles instrucciones para hundirse sin ahogarse en esta última novela de Bolaño. Una meganovela armada y desarmada. Una playa donde pasean otras cinco novelas –La parte de los críticos (un vaudeville académico), La parte de Amalfitano (una historia de fantasmas donde todos los vivos parecen muertos), La parte de Fate (el tránsito existencialista de un periodista deportivo), La parte de los crímenes (el censo tan clínico como lírico de cientos de cadáveres de mujeres asesinadas), La parte de Archimboldi (la crónica de la deformación del soldado Hans Reitner para que se forme el escritor Benno von Archimboldi)– que se relacionan no como cajas chinas o muñecas rusas sino que parecen fundirse unas con otras proponiendo una suerte de historia alternativa del siglo XX. Y que –como su hermana siamesa Los detectives salvajes, pero con diferente polaridad– es otra crónica de los lazos de sangre, sudor y lágrimas que unen y separan a Europa de América.
Por ahí leemos que “la historia, que es una puta sencilla, no tiene momentos determinantes sino que es una proliferación de instantes, de brevedades que compiten entre sí en monstruosidad” y, sí, también de eso trata 2666.

SEIS Y si Los detectives salvajes podía leerse como un viaje de ida –como la trayectoria en miles de direcciones partiendo desde ese punto concentrado de energía que era una visión y una revisión de la revoluciónlatinoamericana pasada por el filtro de una ars poética donde el único credo posible era el verso–, entonces 2666 se propone como el Yang de aquel Yin: parte desde múltiples ciudades de Europa en busca de la revelación de un misterio mexicano viviendo y muriendo y siendo asesinado en una ciudad de frontera con nombre de santa. Y lo que aquí se discute no es el arte de la poesía neomundista, realista y visceral, sino el arte de la novela como uno de los rasgos distintivos y nobles del viejo mundo. Así, en Los detectives salvajes se iba tras la pista inframundista de la poeta Cesárea Tinajero mientras que en 2666 lo que se investiga es la prosa europea de Benno von Archimboldi. Una y otra terminan en un desierto. Uno de esos paisajes amplios –playas, cielos, océanos, cordilleras– que Bolaño siempre escribe en cinemascope y súper 8 al mismo tiempo. Lo mejor de ambos mundos.

SIETE Y en el texto de la contraportada se menciona el concepto de “agujero negro” devorando las luces de los muchos personajes que viven y mueren en 2666; pero también puede entenderse al inconfundible estilo de la prosa de Bolaño –capaz de hacer comulgar la carcajada y el espanto en una sola y serpenteante oración– como un agujero blanco: un novedoso fenómeno espacial que irradia toda esa luz que devoró durante años y que acaba encandilando a fuerza de genio y sentimiento. Está claro que aquí las intenciones de Bolaño eran formidables. Y que el resultado es magnífico. Lo que consigue aquí es la Novela Total ubicando al autor de 2666 en el mismo equipo de Cervantes, Sterne, Melville, Proust, Musil, Pynchon, Vollmann y Stephenson: hombres también empeñados en la búsqueda, hallazgo y escritura de lo que el chileno define aquí como “centro oculto” o “el secreto del mundo” mientras –como el miniaturista Borges– va construyendo y citando escritores y obras dentro de su propia obra de escritor. Otra vez, lo mejor de ambos mundos: la amplitud de la saga, la concentración de la anécdota.
Pensar en 2666 como en un colosal motor novelístico de movimiento perpetuo alimentado con el combustible de incontables relatos. Un inagotable mural mitad El Bosco y mitad Diego Rivera: todo y todos se mueven y van y vienen y se cruzan en la tierra y en el aire emparentados por rasgos artísticos (como la obsesión casi patológica por el escritor alemán Benno von Archimboldi); monstruosos (la montaña creciente de cadáveres de mujeres asesinadas en la ciudad mexicana de Santa Teresa, transparente máscara de Ciudad Juárez y cuyo mayor basurero clandestino, me parece pertinente destacarlo, se llama “El Chile”, que es un ají picante pero también un país); o culinarios (múltiples variaciones a la hora de preparar chuletas de cerdo).
Al igual de lo que ocurría con Los detectives salvajes –la otra gran novela coral y polifónica y sísmica de Bolaño–, todo intento de sinopsis es tan inútil como, finalmente, innecesario. Porque la maravilla de los detalles microscópicos de 2666 sólo puede y debe apreciarse con modales macro; dejándose llevar por el torrente de páginas y situaciones y personajes donde el lector se pierde primero para, después, enseguida, encontrarse.
Pensar en 2666 como en esa escena final de Citizen Kane: un largo y elevado travelling sobre las posesiones acumuladas por un magnate, en las tripas de su palacio, a lo largo de toda una vida. Sólo que aquí no hay Rosebud ardiendo al final del recorrido y explicándolo todo. El centro oculto y el secreto del mundo permanecen invisibles e inviolables, porque las novelas y las vidas jamás gozarán del orden impuesto por los primeros estudios y los últimos magnates a la hora de cerrar una historia.

OCHO Casi al final de Estrella distante –el primer libro de Bolaño que leí– me encontré con una frase que me impresionó y me sigue impresionandomucho. Allí se lee: “Esta es mi última transmisión desde el planeta de los monstruos”. Recuerdo que entonces no pude evitar imaginarme a Bolaño como una suerte de disc-jockey en órbita, sin optimismo ni esperanza –como en Doctor Bloodmoney, esa novela de Philip K. Dick que se contaba entre sus preferidas–, transmitiendo para los monstruos que se arrastraban sobre la faz de la tierra. Monstruos a secas. Monstruos monstruosos librando batallas que abarcaban generaciones y continentes y que masacraron a los miles de jóvenes que invoca con prosa de espiritista Auxilio Lacouture al final de Amuleto. Bolaño no como el Kurtz de Conrad sino como el Kurtz de Coppola o, mejor dicho, como el Kurtz de Brando. Alguien que ordena que arrojen las bombas y que exterminen a todos para así preservar la memoria coral de esas jóvenes multitudes épicas y desaparecidas que van siendo bautizadas a lo largo de los libros de Bolaño con diferentes nombres: “los sudacas voladores”, “los niños más lindos de Latinoamérica”, “los jóvenes envejecidos”, “los perros románticos”, “los veteranos de las guerras floridas”, “los monstruos”, “los detectives”, “los detectives helados”, “los detectives latinoamericanos”, “los detectives perdidos”, “los detectives abrumados” y, por fin, el definitivo “los detectives salvajes”.
2666 es –ahora sí– la última y atronadora pero afinada transmisión desde ese planeta que está en éste y en el que, invisible pero en todas partes, muerto aquí pero vivo en su obra, Bolaño se transforma ahora en una especie de Cesárea Tinajero o de Benno von Archimboldi y convierte a sus lectores en nuevos realistas viscerales, en flamantes archimboldianos. Porque todos los libros de Bolaño –de un modo u otro, con amor o con espanto– siempre apuntan y disparan y dan en el blanco de lo mismo: a la hora de la verdad, el escritor siempre es el verdadero héroe y el único destino posible de toda peregrinación santa o sacrílega.
2666 es el sitio al que llegó Bolaño y al que ahora invita a sus lectores a que lo sigan. Es un viaje largo, pero como sucede con las mejores travesías, avistado el puerto del final, descubrimos que hemos ganado tiempo en lugar de perderlo. Pocas veces se ha publicado una novela póstuma más vital; hace mucho que no aparece en español algo tan trascendente y asombroso como 2666; y poco y nada importa –salvo porque una página más de Bolaño siempre será motivo de alegría– el perfil inacabado de su fachada.
2666 es uno de esos monumentos que han llegado para quedarse, para permanecer. Bolaño, para nuestra felicidad, y con modales de faraón todopoderoso pero mortal y ateo, ha erigido esta pirámide que lo sobrevive y lo honrará por siempre. Pirámide frente a la que nosotros, afortunados testigos, turistas privilegiados –como suele suceder con las pirámides–, no dejaremos nunca de preguntarnos, una y otra vez, cómo cuernos fue que lo hizo.

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