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Domingo, 5 de junio de 2005

NO ES COMúN QUE HAYA NOVELAS ESCRITAS A CUATRO MANOS Y, MENOS, QUE GANEN PREMIOS MUY BIEN DOTADOS. ESO ES LO QUE SUCEDIó CON EL DúO MONTES-WOLF Y EL ALFAGUARA. Y COMO SI FUERA POCO, LA NOVELA ESTá PROTAGONIZADA POR OTRO DúO: MARCO POLO Y EL ESCRIBA.

Dos a escribirse

El turno del escriba
Graciela Montes - Ema Wolf
Alfaguara
272 páginas

POR ROGELIO DEMARCHI

Se ha escrito muchas veces que una narración avanza por descarte: cada vez que elige relatar una opción determinada, un punto de vista, una acción y un resultado, elimina todas las demás posibilidades. También se ha escrito demasiado sobre el siguiente esquema: en algunas oportunidades, el relato despierta en el lector una expectativa que luego no es satisfecha; el autor apenas si esboza, en el horizonte de lectura de su texto, una alternativa cuya función es retener al lector al costo de, finalmente, no entregarle eso que se le ha permitido vislumbrar.

Pues bien: es necesario tener presente ambos conceptos a la hora de hablar de las cualidades de El turno del escriba, novela escrita a cuatro manos por Graciela Montes y Ema Wolf y ganadora de la más reciente edición del premio Alfaguara de novela, donde compitió con otros 648 textos. No debe haber sido menuda la tarea de selección, y al jurado no le ha quedado otra opción que reconocer en el acta correspondiente que lo hizo por mayoría (no por unanimidad, como suele preferirse en estos casos).

En 1298, Rustichello de Pisa, un viejo escriba que ha estado a la orden de varias casas reales europeas, está detenido en Génova en una tétrica y decadente cárcel, en las proximidades del puerto, donde sufre todo tipo de vejámenes físicos, psíquicos y morales. Un buen día, producto de una de las tantas guerras de la época, llega a su celda un nuevo prisionero: nada menos que Marco Polo, el gran viajero, el hombre que “había viajado muy lejos, más lejos que cualquier otro hombre, galopado con los tártaros, atravesado desiertos, y visto tantas cosas, tantas, y tan extrañas”. Rustichello imagina entonces que la gloria vuelve a elegirlo: “Este veneciano que la suerte le arrojó en la celda no sólo había llegado hasta el borde del mundo, por donde se asomaba el sol, sino que había recogido allí, junto con las gemas, muchos hechos extraordinarios y noticias de gran valor que él, Rustichello de Pisa, de pronto se sentía llamado a contar. Relatos enredados que él bien podría tejer según oficio, dándoles un comienzo, un final, y bellas palabras apropiadas”.

La historia que Montes y Wolf han decidido contar arranca de ese encuentro, y el título marca el punto de vista elegido y no deja lugar a dudas: le toca el turno de viajar al escriba. El problema –por qué no, el riesgo narrativamente hablando– es que el escriba está encerrado entre las cuatro estrechas paredes, no de un estudio o vivienda (donde regiría su voluntad) sino de una cárcel (donde es vigilado por un sistema legal que tiene derecho a, digámoslo así, esclavizarlo y usar sus conocimientos en provecho propio); y que desde el punto de vista del lector la expectativa recae fundamentalmente sobre Marco Polo. No sólo porque ha sido, de ambos, el personaje “distinguido” por la historia sino porque además se sabe que la narración de sus viajes perturbó nada menos que la imaginación de Cristóbal Colón, que salió a buscar las Indias por Occidente y que en pleno Caribe escribía en su diario sus presunciones sobre cuánto le faltaría para llegar a las tierras del Gran Kan de acuerdo con la imagen de pobreza o riqueza que le transmitían los indios que encontraba.

Pero la historia que Montes y Wolf han decidido contar no es la de un viaje literal sino su versión metafórica: la escritura, el torbellino creativo es aquí el gran viaje. Y hasta hay algo del orden de la coincidencia que debería ser valorado como símbolo estructural: la pareja Montes-Wolf reproduce, en el sentido contemporáneo del término escribir, a la medieval pareja Rustichello-Polo. El relato pone el acento sobre lo que para las autoras significa, entonces y hoy, escribir: no escribe un Marco Polo sino un Rustichello; y en un sentido políticamente más fuerte, no escribe quien se limita a cronicar reproductivamente la Historia sino quien recrea un mundo en base a lo que su imaginación le dicte a partir de una plataforma medianamente documental. Tómese como ejemplo central de esta diferenciación el siguiente pasaje: “El pisano (Rustichello) consideraba que un libro de maravillas, un collar de historias peregrinas, prodigios, rarezas, costumbres asombrosas, riquezas sin medida, todo eso garantizaría el favor de los lectores de corte. El veneciano (Polo) en cambio insistía en contar su viaje paso a paso y sin apartarse del itinerario, comenzando por donde había comenzado”.

El problema es que los lectores de corte siempre han sido minoría, amén de que de un tiempo a esta parte se nuclean alrededor de la Academia y sus específicas herramientas de análisis. ¿Estamos frente a una gran editorial que se da el lujo de premiar una obra pensando en esa minoría? Porque el lector más ramplón tendrá que disfrutar de la reconstrucción del espacio genovés y del ingenio de Rustichello para, primero, memorizar los relatos de Polo y, segundo, hacerse de pliegos donde escribirlos... O renunciar a la lectura de esta novela que no entrega más que eso.

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