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Domingo, 20 de agosto de 2006

IRèNE NéMIROVSKY: SUITE FRANCESA

Escrito en el caos

La novela inconclusa de Irène Némirovsky recrea los días en que los nazis avanzaban sobre París. Una crudísima disección de la sociedad francesa al calor de los acontecimientos más terribles del siglo XX.

 Por Alicia Plante

Suite francesa
Irène Némirovsky
Salamandra
473 páginas

En 1919 Irène Némirovsky llegó a París con sus padres, rusos zaristas de gran fortuna, escapados de la revolución bolchevique. Aquella adolescente triste y solitaria, que buscó y encontró consuelo en la literatura, llegaría a convertirse en pocos años en una de las escritoras más prestigiosas y mimadas de la crítica y el público francés de entreguerras. En julio de 1942, cuando tenía treinta y nueve años y, tal como ella intuía que estaba por suceder, fue arrestada en su casa por gendarmes franceses y conducida a Auschwitz donde la asesinaron un mes más tarde.

Esta obra, que la escritora no llegó a completar –sólo contiene dos de las cinco partes proyectadas–, parece resultar de una convulsiva acumulación de sentimientos e ideas frente a los dramáticos acontecimientos que se vivían mientras las tropas de Hitler avanzaban sobre París, en junio de 1940. Desde una mirada a la vez piadosa e implacable, Némirovsky hace un corte transversal de la sociedad francesa y transforma sus percepciones personales en esta historia maravillosamente bien escrita y narrada, que recién hoy, largos sesenta años más tarde, aparece en nuestro idioma: una novela basada en hechos históricos, a la que no le faltan el humor ni la crítica más ácida ni la denuncia al enorme sector de la población que gra-dualmente se inclinó a colaborar con los ocupantes del territorio francés, especialmente a partir de la política de colaboración con el enemigo lanzada por el mariscal Pétain, que promovió la transformación de la germanofobia en antisemitismo.

La historia de Némirovsky nos instala desde el primer momento en medio de una situación caótica, confusa, marcada por el pánico y la zozobra colectiva del éxodo ante la inminencia de la ocupación. En número asombroso –tanto de arios como de judíos–, la población parisina abandonó su casa, sus pertenencias y su ciudad y se lanzó a los caminos. Nadie sabía claramente lo que estaba ocurriendo, cundían rumores contradictorios: para vergüenza y amargura de los veteranos del ’14 se decía que “acababa de firmarse el Armisticio” y, sin embargo, supuestamente, “los nuestros seguirán defendiendo la región del Loira”; simultáneamente, la peor de las noticias: “hay dos millones de soldados franceses hechos prisioneros...”. No se disponía de información fehaciente; la gente avanzaba por las carreteras sin saber adónde iba: a pie, en bicicleta, en autos cargados hasta el techo con lo más preciado, hasta que debieran abandonarlos por falta de combustible. La multitud, dice Némirovsky, parecía “una manada en estampida”, seguían adelante porque “no se podía hacer otra cosa”. Los rostros pálidos de sueño y de hambre, emparentados por una extraña uniformidad en la ropa arrugada y sucia, en los gestos iguales, en las mismas frases y preguntas.

Las imágenes de la escritora son tan intensas que arrastran al lector con ella y lo meten en los caminos y los poblados. A la vez, con delicadeza femenina, con la eficacia sutil de una sonrisa oportuna, señala la locura de la guerra, el absurdo de la violencia mediante diminutos fogonazos de belleza intercalados entre escenas de miseria humana, de dolor o de denuncia de la pequeñez y la hipocresía.

El relato del éxodo de salida eventualmente se convierte en el éxodo de vuelta, a la propia casa intacta, a la ciudad ocupada, al descubrimiento sorprendente de que “todo sigue igual”, una idea que reaparece: lo dice la amante de un banquero (“los nuevos ricos seguirán pagando por sus placeres, el amor será siempre lo mismo”); lo intuyen los campesinos, que, “como siempre”, con o sin alemanes, siguen esperando que deje de nevar y venga el buen tiempo; lo siente un herido que vuelve a París (“si le hubieran dicho que aun derrotada Francia conocería momentos felices no lo habría creído”). En realidad es de la gente en cualquier momento que habla Némirovsky, como si la guerra solamente hubiese agudizado los matices y los hubiese dejado más desnudos, más visibles: “los acontecimientos extraordinarios no cambian el alma de un hombre, sino que la precisan, como un golpe de viento que deja al desnudo la forma de un árbol”.

La lucidez de la autora, por momentos rayana en el cinismo, es puesta en varios de sus personajes, pero además nos conecta conmovedoramente con ella, con la mujer que no se movió de su casa de París sabiendo que la buscarían para matarla por ser judía, una persona que no debió ser sencilla ni lineal, ni en sus decisiones ni en su interpretación de esa realidad que la arrinconaba. Los personajes que elabora la escritora en número importante componen una galería de perfiles trabajados con gran hondura psicológica y riqueza de imágenes, cada uno en representación de un estrato social y cultural de esa Francia quebrada por la guerra. Hay ricos y pobres; la alta burguesía acaudalada que demora la salida de París esperando que el lavadero entregue las sábanas de lino, y por otro lado la clase media: la pareja de empleados de banco que se quedan sin trabajo cuando huye el patrón; los diletantes, hermosos y pedantes; los artistas exquisitos que abandonan su casa porque no soportan la vulgaridad, “el repugnante espectáculo de la gente”; los jóvenes, los heridos, el chiquilín que huye de casa para unirse a las tropas, los dedos sucios de tinta y la voz en transición; el cura, que “cuando hablaba parecía iluminarse y arder a la vez”, pero que detesta y teme al grupo de chicos a su cargo.

Pero no todos los personajes están entre los refugiados: Némirovsky se interna en los sentimientos y reacciones de la gente de los pueblos a los que llega la patética columna en busca de ayuda, comida, una cama. Allí está la aristocracia campesina, los altivos terratenientes en decadencia, aferrados a valores, costumbres y códigos que sólo comparten con sus iguales: “temían la victoria alemana pero tampoco deseaban la inglesa”; las mujeres jóvenes y solas, a cargo de los hijos, la casa, la olla..., y el teniente alemán, cortés, rubicundo, durmiendo en el escritorio del marido prisionero.

Pegados al hueso de la naturaleza humana palpitan suavemente pasiones y deseos que no se confiesan y Némirovsky perfila un retrato que nos deja el regusto amargo de una denuncia, sólo mitigado por su permanente romance con lo que ella, ciertamente, no puede abandonar: la gente.

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