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Domingo, 29 de octubre de 2006

MISTERIOS

Enigma a la mexicana

Mucho truco y algo de entretenimiento rodea el desembarco de un detective que resuelve sus casos sentado a la mesa de un bar.

 Por Liliana Viola

Los misterios de La Opera
Emmanuel Matta
Plaza&Janés
184 páginas

Hay una pregunta –¿quién es Emmanuel Matta?– que no muchos lectores se formulan, o al menos no tantos como a principios de 2006 soñó Mondadori de México, cuando dispuso ocultar un autor tras ese seudónimo. Dicen que Emmanuel Matta puede o podría ser Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez o Jorge Volpi, mientras las pistas llegan cifradas desde una oficina de marketing: es cliente de la agencia de Carmen Balcells, es mexicano o vive en México y ya hay un estudio que mediante técnicas tan poco literarias como el índice de repetición de palabras y La ley de Zipf, determina que Los misterios de La Opera tiene que haber salido, al menos en un 95 por ciento, de la cabeza de Carlos Fuentes. Más allá de la efectividad que tenga el truco para despertar a consumidores dormidos, también es cierto que el ocultarse tras un nombre de fantasía ha pertenecido desde siempre a una gestualidad típicamente literaria. Colette, Mark Twain, Rubén Darío, Anatole France, Alberto Moravia, Pablo Neruda, por ejemplo, no se llamaban así antes de ser escritores. No el nombre propio sino el nombre apropiado sirvió muchas veces para enviar mensajes de náufrago, eludir el ridículo, la censura, el prejuicio de género. Hans Christian Andersen firmó sus trabajos de adolescencia como William Christian Walter, por timidez y también por rendir tributo: William por Shakespeare, Christian por él y Walter por Scott. El seudónimo muchas veces no separa ni oculta sino que persuade a los lectores de tener algo en común con el autor, una complicidad. En el caso de Emmanuel Matta, la complicidad no llega más que a un encogimiento de hombros ante una travesura que en el interior del libro no puede transformarse en enigma insoportable. Con la vehemencia de Pessoa para el desdoblamiento, Matta fue dotado de biografía y es además el protagonista de su propia novela, el detective que descifra los seis casos policiales sin dejar de probar bocado, sentado estratégicamente en el bar La Opera. Nació en 1902 en Morelia, Michoacán, fue un niño cantor y luego tenor promisorio hasta que un dudoso accidente en plena escena lo dejó tullido. Era la década del ’40 cuando comenzó a resolver casos con no más artes que la observación, la deducción y, sobre todo, la llegada de un repertorio de crímenes sencillos, sacados de manual –una viuda engañada, un banco burlado, un barbazul a la mexicana, son algunos ejemplos–, que no compiten en complejidad. Los misterios de La Opera parece así el resultado de un juego donde un autor –consagrado o novato– se divierte como Borges y Bioy, recostando la espalda en fórmulas ya trajinadas. No hay tantos crímenes como bromas: los personajes secundarios tienen todos un distintivo físico siempre ridículo, usan un vocabulario de época, Matta, siempre a punto de eructar, elige platos típicos (los clientes le pagan con pensión completa hasta que resuelve el caso) que suenan todos sospechosamente escabrosos. Lo secunda un par de ayudantes gays, Fortunato y Jacinto, antigua caricatura de vodevil, las piernas que le faltan al pobre Matta cuando se trata de buscar indicios lejos del bar. Un policial a la antigua, a la mexicana y en clave de parodia con un autor que espera detrás del telón para decidir cuándo sale y con qué traje. La editorial planea continuar con la intriga en un próximo libro. Qué harán los lectores entonces, es el gran misterio.

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