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Domingo, 23 de septiembre de 2007

EL BUNKER DE HITLER

Los superagentes del mal

Sin grandes atisbos de autocrítica y mirando para otro lado con respecto a su responsabilidad, Von Loringhoven, ayudante de campo de varios jerarcas del Reich, recuerda los días finales del Führer.

En el búnker con Hitler
Bernd Freytag von Loringhoven
Crítica
178 páginas.
Por Mariano Dorr

Hacia el final de La caída y La secretaria de Hitler, Traudl Junge (la secretaria, en persona) dice unas últimas palabras esenciales: el hecho de haber sido joven e ignorar la existencia de los campos de la muerte no es una excusa válida; era posible saber lo que estaba ocurriendo. Unos días antes del estreno, en una conversación telefónica con uno de los realizadores de La secretaria..., Traudl Junge comentó: "Creo que empiezo a perdonarme". Murió el mismo día del estreno, sesenta años después de su incorporación al círculo íntimo de Hitler. Lamentablemente, Von Loringhoven (ayudante de campo y acompañante –en las reuniones militares del más alto nivel, en el Führerbunker– del jefe del estado mayor del ejército de tierra, general Heinz Guderian, y luego de su sucesor, el general Hans Krebs), a lo largo de su libro, no es capaz de advertir su grado de responsabilidad frente a los acontecimientos: "Jamás fui testigo de exacciones o matanzas. Sabíamos que los judíos eran maltratados en Alemania desde 1933, pero ignorábamos que se tratara de un exterminio sistemático". En el Prólogo, después de sesenta años de silencio, irrita el modo en que el ex colaborador del Führer se lava –abiertamente– las manos: "Yo no había cometido actos contrarios al derecho internacional ni tenía nada que reprocharme personalmente".

Bruno Ganz como Hitler en La caida.

El 23 de julio de 1944 (tres días después del atentado fallido contra Hitler, en el cual participó un primo de Von Loringhoven), "vi a Hitler por primera vez cara a cara: ya no era el Führer del Reich de la gran Alemania combatiendo por su destino, sino un hombre de cincuenta y cinco años con aspecto de anciano, encorvado, jorobado, con la cabeza hundida entre los hombros". Un poco decepcionado, concluye: "Me dije que el Reich estaba dirigido por una ruina humana". Tras el atentado, Wessel, el primo de Freytag, se suicida: "Con muchas dificultades, conseguí que la Gestapo me devolviera el cadáver".

Las circunstancias que rodearon al atentado del 23 de julio constituyen lo más valioso del texto de Von Loringhoven. "El Führer tuvo suerte –repite el autor–. Excepto la rotura de ambos tímpanos, no sufrió heridas graves."

El relato de lo que sucedía en el búnker de Hitler logra transmitir ese aire de ridiculez del Cuartel de Kaos, en la vieja serie Superagente 86. Refiriéndose a los desacuerdos estratégicos entre Hitler y Alfred Jodl, escribe: "Esto ponía de muy mal humor a Hitler, que pasaba varios días sin estrecharle la mano". Las manías e idiosincrasias de Hitler, su modo de gritar o de hablar dulcemente, según la ocasión –lo que se dio en llamar "el Hitler humano", después de la increíble interpretación de Bruno Ganz– abundan en el libro: "En medio de ese caos desesperado, Hitler deambulaba con paso cansino, blanco como el papel, con el brazo tembloroso, enfermo y decrépito". Un Hitler humano, demasiado humano, diría Nietzsche. Un hombre mediocre, diría, quizá, José Ingenieros.

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