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Domingo, 29 de junio de 2008

ZAFóN

Haz lo que yo digo

Fenómeno literario en España y en forma creciente en otros países, Carlos Ruiz Zafón generó una polémica al afirmar que la mejor literatura hoy en día se encuentra en la televisión. Pero a pesar de todo vuelve a confirmar que su quehacer es la novela y, en este caso, mediante una trama que indaga en los dilemas de la creación literaria.

 Por Juan Pablo Bertazza


El juego del ángel
Carlos Ruiz Zafón

Planeta
667 páginas

Libro de 800 gramos y 1.067.200 caracteres vende millón de ejemplares en España en 40 días, justo en tiempos en que, según otros números, pocos leen más de una novela al año y luego de que su antecesora, La sombra del viento, vendiera diez millones de ejemplares pero en todo el mundo. En ese contexto lo dicho por el masculino Carlos Ruiz Zafón en varias entrevistas, acerca de que la mejor literatura de hoy está en la televisión, sólo puede ser tomado en su contra, es decir, más como un autoelogio encubierto que otra cosa, un autoelogio que acaso podría formularse de la siguiente forma: hoy en día, lo más difícil no es escribir un libro bueno sino venderlo, porque según este silogismo, la masividad es la que garantiza la calidad de un libro.

El juego del ángel –la segunda de las cuatro novelas que Zafón proyecta anclar en Barcelona– tiene, en todo caso, características o condiciones bestselleras innegables: títulos altisonantes y respetuosos siempre de la seguidilla artículo + sustantivo + preposición + artículo + sustantivo; personajes exagerados que dejan la huella de sus dedos en los cristales de las páginas (como por ejemplo Isaac, el guardián del pretendidamente borgeano Cementerio de los Libros Olvidados); vocabulario profundo pero fácil (“ángel”, “eternidad”, “demonio”) y sentencias universales.

David Martín, un joven con una historia familiar bastante sufrida que tiene vocación literaria y la misma edad que el siglo XX (17 años en 1917) da sus primeros pasos en el mediocrísimo diario La voz de la Industria de Barcelona hasta que una noche se le da la oportunidad de escribir en contratapa un cuento policial. Es así que gracias a la gestión de su maestro, el eximio periodista Pedro Vidal, atraviesa –de una vez y para siempre– el portal de vivir de la literatura. Luego comienza a escribir una serie de relatos de aventuras –La ciudad de los malditos– para una editorial que lo exprime sin asco hasta que recibe el gran encargo: un libro de otras características a cambio de muchísimo dinero ofrecido por un misterioso editor francés llamado Andreas Corelli. Un asunto con olor a Fausto y Dorian Gray.

Lo mejor de los bestsellers, además del siempre mentado entretenimiento, suele ser una idea, una reflexión tan interesante como efímera que –en la mayoría de los casos– el lector debe recuperar por la desidia de su autor. La idea detrás de El juego del ángel es notable y, más allá de coquetear con pactos diabólicos, apunta a que todo escritor sería un escritor fantasma (ghost writer de la manera más directa, publicando novelas por encargo con otro nombre como el protagonista de este libro que firma Ignatius B. Samson) pero también ghost writer de un modo más profundo: ya sea por responder a un referente, al mercado, al mismísimo gusto literario personal, a una deuda de la infancia, a un fantasma, a un deseo, a un dolor o a una euforia, al inconsciente, a Dios, al destino, o bien a una desgracia, los escritores nunca estarían escribiendo con plena libertad. Incluso cuanto más libres se crean al escribir, es posiblemente cuando más esté funcionando en su escritura un mandato oculto que maneja los hilos y dirige el pulso y mueve la mano de todo escritor. Entonces, el escritor siempre es el fantasma de otra cosa.

Otra rareza de El juego del ángel es, en este caso, un problema bastante paradójico si tenemos en cuenta su extensión de seiscientas sesenta y siete páginas (apenas una más que el número de la bestia): este libro es como un rostro demasiado amplio en que, sin embargo, los ojos, la nariz y la boca están demasiado juntos, amontonados en un espacio muy estrecho. Los personajes –especialmente el protagonista, David Martín– evolucionan demasiado rápido, el tiempo del libro es tan veloz que la melancolía buscada a partir de sus múltiples dobles, repeticiones y simetrías no funciona. Tal vez por eso mismo cueste determinar si es esta una novela policial, de misterio o de terror (en el sentido de miedo). Justamente ahí es donde funciona, en el peor sentido, su lógica de bestseller; es decir, al servicio de un vértigo al que no le importa dar bruscos volantazos argumentales con tal de que el lector no se aburra, y entonces sí, nuevamente, todo lo que siempre se dice de los bestsellers: que de hecho –y eso hay que concederlo– este libro no adolece de aburrimiento, y que se lee de corrido y todo eso.

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