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Domingo, 28 de junio de 2009

La lección de anatomía

Poeta y narrador, Daniel Muxica murió dos semanas atrás. Fue editor del sello La Bohemia, dirigió la Casa del Escritor y fundó la revista Los rollos del mal muerto. Acababa de aparecer Las maravillas del doctor Tulp, su segunda novela donde la muerte, entre la historia y el sinsentido fragmentado de diversas voces sociales, es una presencia constante.

 Por Susana Cella

Las maravillas del doctor Tulp
Daniel Muxica

Mondadori
282 páginas

Al inicio de la novela, dividida en nueve partes con títulos heterogéneos (“San la Muerte”, “Ausencia del principio de contradicción”) y epígrafes de procedencias también diversas (desde Homero a Sartre), el doctor Tulp y sus maravillas, brillan, precisamente por ausencia, como una extrañeza o una expectativa. Porque abruptamente el relato se inicia con una muerte –entre inmolación y asesinato o experimento científico del siglo XIX– ocurrida en el pueblo de Timbó, donde conviven personajes portadores de distintos modos de actuar y pensar: el alcalde, el doctor, el rico afincado en su presuntuoso palacio, y un no poco importante empleado, Aurelio, cuyo Diario va a intercalarse a lo largo de todo el relato.

En medio del episodio que desencadena condenas y juicios, se insinúa la inminencia de otro hecho mortífero de mucho mayores proporciones: la guerra del Paraguay. De la sospecha a la efectiva realidad de un enfrentamiento visto nítidamente en el entrecruzamiento que significa la ubicación de un pueblo de frontera –lejos de las definitorias políticas del Imperio del Brasil o de Buenos Aires–, los hilos de la enmarañada madeja de órdenes, conveniencias, estrategias para sobrevivir, se desplazan por un territorio donde la selva con sus plantas y animales atizan el espíritu de los hombres. El pueblo parece quedar atrás cuando prosiguen los recorridos, del Mato Grosso a Buenos Aires, del puerto a otros puertos. Desde el comienzo, sin embargo, lo que va a ser materia obsesivamente recurrente está marcado. El saber de la razón y las formas de sabiduría que la desafían, el afán de conocimiento de los misterios del cuerpo y del alma con los distintos métodos en que se trata de aprehender esos esquivos interrogantes, en consonancia con el recorrido espacial, van expandiéndose cuando los avatares de la guerra propician el encuentro de personajes capaces de poner en escena estas cuestiones, así el jesuita Isaías von Singer o el indio Zozolí, hasta que tiene lugar la aparición del misterioso doctor Tulp, que agrega a las concepciones ya de por sí complejas una relación singular entre el arte y la ciencia, aludiendo precisamente al famoso cuadro de Rembrandt, y que materializa en el “teatro anatómico” –una suerte de grotesco que como tal subraya lo espeluznante– y que es parte de los actos de O Gran Circo Dodó de Campos, trashumando entre ejércitos de la Alianza y del Paraguay.

En el conjunto donde resuenan las voces diversas, las historias intercaladas, los relatos inconclusos que paulatinamente van a anudarse, la constante que no cesa es la muerte. Presente desde la primera página, el narrador nunca la abandona, al contrario, las idas y venidas de los personajes y sus padeceres tienen como núcleo último y principal su marca subyacente o francamente expuesta. “La muerte es más que una habitación polvorienta en la penumbra del miedo, más que un fantasma negro destilando amenazas. Ella pone frente a los ojos del espectador el misterio, el súbito destello que echa a andar un mecanismo que, cuando se apaga, provoca la tragedia inevitable de lo que todavía hay que perseguir y descifrar.”

Las maravillas del doctor Tulp acude a la historia y es novela histórica si por tal se entiende no un mero decorado de fondo, sino la minuciosa indagación en las experiencias de un conjunto de seres, en su particularidad, irremisiblemente atravesados por el tiempo que les tocó vivir. Por eso los hechos que aquí se cuentan se integran, en escuetas pero contundentes afirmaciones, a una incesante reflexión sobre la misma condición humana, a partir de la carne, en sus impulsos eróticos o en sus heridas y degradaciones, lo que soslaya la distancia de la abstracción, para erigirse firme aun en su caída: el cadáver. El cadáver literalmente multiplicado en los tendales de los campos de batalla.

Daniel Muxica, en su última novela, abisma los interrogantes que siempre lo desvelaron y los deja aquí, impecablemente grabados con magnífica escritura, en tensa suspensión, en imborrable imagen.

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