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Domingo, 12 de julio de 2009

Es

Despedidas > Gabriel Báñez (1951) era director del suplemento cultural del diario El Día y un escritor platense que construyó una literatura que vivía y respiraba en La Plata y que lo convirtió en un autor premiado y respetado sin mayores estridencias. Su inesperada muerte, la semana pasada, dejó una decena de libros, para muchos, por descubrir.

 Por Miguel Russo

Murió un escritor. Y eso puso de manifiesto la inexistencia, al menos en los dos diarios mayoritarios de La Plata, de la relación entre literatura y periodismo (o quizás habría que decir, mejor, entre el sentido común y la ignorancia). Una ausencia, la de esa relación, que quedó plasmada los primeros días de esta semana con la noticia de la muerte del escritor Gabriel Báñez. El Día y Hoy, esos dos diarios platenses en cuestión, tuvieron distintas formas de encarar la noticia y distintas formas de hacerla saber a sus lectores. No está de más decir que Báñez era (aunque se debería decir “es”, ya que la muerte no anula a los escritores a un pasado irremediable) platense. Nacido, criado y vivido en La Plata. Quizá no sería ocioso decir que Báñez era La Plata (y el mundo entero) como Arlt era Buenos Aires (y el mundo) o Benedetti, Montevideo (ídem). “La Plata es ensayo y Berisso es novela”, dicen que dijo. Hay que tener agallas para decir eso y seguir escribiendo en La Plata, en Berisso o en cualquier lado. Pero claro, leyendo los libros de Báñez (El Capitán Tresguerras fue a la guerra, Hacer el odio, El curandero del cuarto oscuro, Paredón, paredón, Los chicos desaparecen, Cultura, La cisura de Rolando, entre tantos), se puede comprobar que lo suyo es (basta de “era”, seguirá siendo) una cuestión de sinceridad. Otro que siempre “es”, Juan Carlos Onetti, dijo: “Escribir Hambre, a la Knut Hamsun, por supuesto, y pesar cien kilos es un asunto grave. Pergeñar endemoniados a la Dostoievski y preocuparse de los mezquinos aplausos del ambiente intelectual lugareño es motivo de desconfianza”. No se preocupaba Báñez del descrédito de los medios mayoritarios platenses. Lo vivía de manera cotidiana. Y hacía bien. Cómo preocuparse por quienes ante su muerte (ante la muerte de un escritor, el mejor de La Plata, uno de los mejores del país) ningunean la nota de la tapa, como hizo El Día (diario en el que, además, como si fuera poco, dirigía el suplemento literario). O la mandan a policiales, como hizo Hoy (creyendo que la forma en que muere un escritor, el mejor de La Plata, uno de los mejores del país, determina si va en una u otra sección).

Hace tres meses, Gabriel Báñez decidió presentar su último libro, La cisura de Rolando, premiado en el concurso internacional de novela Letra Sur 2008 (entre unos 300 originales presentados de nuestro país y del extranjero) en La Plata, en su mundo. La cita fue en el nuevo local que la librería El Ateneo puso en esa ciudad y la alegría recayó en Juan José Becerra y en mí. “Sólo voy a agradecer a tanta gente noble que me acompañó”, arrancó Báñez. Y, por las dudas, aclaró que “esos nobles son a los que yo elegí para tener a mi lado, es gente de la peor, insoportables”. Touché.

Dijo Juan José Becerra esa noche, claro, clarísimo: “Lo único que tiene sentido es lo que no funciona, lo que falla, lo incompleto, lo que no se entiende. Es un principio bañeciano que sostiene una idea general sobre la literatura: la literatura es imperfección. La cisura de Rolando es la prueba de este principio. Pero aquí la falla es biológica. Hay una cisura en Rolando, una rotura de la perfección funcional a la que Gabriel Báñez le da tratamiento artístico. La habilidad del habla, naturalizada por el hábito, se pierde de golpe mientras se va construyendo una mayor: la de la escritura, un artificio más refinado que el de hablar, un arte que, a su vez, comienza a naturalizarse de modo monstruoso. ¿Qué pasaría si todos fuésemos mudos? Sencillamente, evolucionaríamos hacia un nuevo arte del sentido, un arte del silencio en el que todos los hombres del mundo serían escritores, por lo que el sentido no se daría por supuesto: habría que buscarlo”.

Báñez realizó una intrépida y gloriosa relación entre el modo femenino de encarar la realidad y las tartas. Una relación a la que era (“es”) imposible no adscribir. Una relación que habla a las claras de lo que Báñez sabía de las similitudes entre literatura y vida.

Yo lo miraba con odio porque había empezado su novela con un tremendo “escribo porque no puedo hablar”. Un odio que provenía de mis deseos de empezar una novela con esa frase. Un odio porque ese tipo que reía a mi lado como si no hubiera pasado nada, me había ganado de mano. Sabía, yo, en ese momento de la lectura, que sólo podría remedar la frase, adoptar poses académicas, hablar de palimpsestos o, lisa y llanamente, dejar de escribir.

Hablé tres o cuatro veces con Gabriel por teléfono y lo vi dos veces. La última vez que hablé por teléfono le pregunté si era cierto que una vez no fue a la presentación de un libro suyo. Dijo, burlón, “soy un escritor desapercibido”.

Una vez escuché que la mayoría de los argumentos de Báñez viven en La Plata porque es una ciudad que carece de mitología.

Repito a Onetti, que le cae tan bien a Báñez: “Cuando un escritor pide a la literatura algo más que los elogios de honrados ciudadanos que son sus amigos, o de burgueses con mentalidad burguesa que lo son del arte, con mayúsculas, podrá verse obligado por la vida a hacer cualquier clase de cosa, pero seguirá escribiendo. No porque tenga un deber a cumplir consigo mismo, ni una urgente defensa cultural que hacer, ni un premio ministerial para cobrar. Escribirá porque sí, porque no tendrá más remedio que hacerlo, porque es su vicio, su pasión, su desgracia”.

Una lástima que algunos diarios de La Plata no leyeran a Onetti, ni a Báñez. Tienen tiempo todavía. Los buenos escritores, por suerte, no dejan de ser cuando se mueren. Y se conjugan siempre en presente.

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