libros

Domingo, 1 de noviembre de 2009

Antes de morir

Una apuesta novelística que busca capturar entre sus páginas la fugacidad de la belleza.

 Por Juan Pablo Bertazza


Las enviadas del final
Eduardo Alvarez Tuñón
Libros del Zorzal
285 páginas



Hay citas literarias solapadas que, sin recurrir a una frase o al título de otro libro, recorren como una ráfaga constante todas las páginas de una obra y la impregnan de sentido. Citas invisibles –citas a ciegas– que dejan vislumbrar la esencia de una prosa. Y la gran cita bajo el manto de Las enviadas del final, nueva novela de Eduardo Alvarez Tuñón, es El retrato de Dorian Gray. No sólo por su escritura archipoética sino también porque este libro se obsesiona con el contraste entre la fugacidad y ese contrario suyo tal vez inexistente: aquello que no tiene fin, algo que el autor ya había indagado en su volumen de cuentos Reyes y mendigos (2005).

En esta novela no hay Dorian Gray, ni un retrato marchitándose al sol, ni un encantador joven que nunca envejece. La variante es, acaso, más extrema pero, a la vez, realista: todo aquello que sucede cuando lo que envejece no es una persona sino su propia nota necrológica, esperando al acecho un traspié que haga pasar a un hombre hacia el otro lado del abismo.

Ignacio Caronti, un viejo periodista a punto de jubilarse, le encarga a un joven principiante la redacción de las necrológicas de dos artistas a los que, intuye, no les queda mucho recorrido: el músico Marcos Ruiz y el pintor Gaspar del Prado. Así como Reyes Magos y Papá Noel tarde o temprano se desvanecen, el joven se atormenta con esa pequeña atribución divina, esa ínfima trampa temporal que ejercen los diarios al redactar la necrológica antes de la muerte, algo que Caronti compara con el trabajo del embalsamador en tanto ambos necesitan trabajar a partir de la misma vida porque “se necesita de los latidos del corazón y de su impulso para que los químicos lleguen a todas las células y les den un baño de eternidad”. Pronto el joven advierte también que a los artistas los une cierta sabiduría, un marcado tono poético al hablar y la fascinación generada en cada uno de ellos por dos adolescentes parecidas pero de distinto nombre que van a visitarlos regularmente para hacerlos tan felices como desgraciados (felices de darles un último arrebato de pasión y desgraciados por sentir que ya no es posible plasmar esa emoción en su arte). Y esa emoción es la que genera la fugacidad de aquello que es rápidamente olvidado por Dios: un gesto de esas señoritas para atarse el pelo, una mirada, las noticias de los cables; todo aquello que estas musas (tan misteriosas y ordinarias como sus propios nombres, Abril y Sol) representan en contraste con la eternidad de, por ejemplo, el Stradivarius que Marcos Ruiz encierra tras una vitrina.

Con la idea de indagar sobre la muerte, el joven periodista advierte que estos artistas a punto de morir se la pasan hablando de la vida. La vida en la muerte y la muerte en la vida; el valor eterno de la fugacidad y el vencimiento que genera lo que, sabemos, durará para siempre.

Así como Las enviadas del final no explicita sus citas más profundas, éste es uno de esos libros que parecen impregnarse de su propia materia, teñirse con su propia tinta. Una novela que se postula a favor de la inspiración y la fugacidad y que, al mismo tiempo, fue escrita por su autor con un aliento agónico, como si se tratara de un último libro.

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