Mal de familia

Verónica Sukaczer

De la Flor

222 páginas

Una psicóloga hace un pacto con el diablo y se encuentra con que su suegra resucita: avatares del deseo. Tres lúmpenes asaltan el consultorio de un dentista y uno de ellos encuentra a su madre: efectos de una sobreestimulación temprana. Padres maternizados, pasados de rosca: obsesión compulsiva disfrazada. Pareja mixta, maguen y cruz: el fanatismo de las hinchadas de Macabi vs. Don Bosco. Cuando los padres ven los Ingalls: las hijas, tres hermanas, ven un reality berreta. En Nombre del Hijo, asesinatos seriales: un mal de familia. Genética, filiación y ética en la lucha de clases: una cuestión de porcentajes. Hippies mutantes, vacilaciones permanentes: qué sucede cuando papá vuelve a casa.

Tramas cotidianas, en apariencia sencillas, domésticas, adquieren una hondura carente de artificios merced a una escritura que no da respiro, quirúrgica, precisa, que parece inaugurar un estilo (¿poscostumbrismo?). Mal de familia, el primer libro de cuentos para adultos de Verónica Sukaczer, despliega en catorce cuentos una atrapante densidad que, al mismo tiempo, nunca teme y les hace muecas a la ética, a la Historia, a la burguesía. Lo que Roberto Fontanarrosa hacía de la caricatura del Macho & Futbolero, Sukaczer hace con la Madre (padre, hijos, tíos, etc.) & Argentina; donde el primero jamás denigraba a las damas, la segunda nunca demoniza a los caballeros. Lo que Fogwill compone con las miserias de las clases dominantes, Sukaczer despliega en la aparente liviandad de la intimidad doméstica. Refleja una sociedad psicologizada más allá de la obviedad explicativa, de lo que resulta el desenmascaramiento de su función ideológica: naturalizar lo peor. Por ello no precisa mentar a Lacan ni a Kierkegaard para discurrir sobre la angustia. Le basta describir lo que ocurre en el cuerpo: “Me dolía la mejilla pero también me dolía acá, en este hueco que tengo entre las costillas, acá arriba. Miré a mamá sin entender qué había hecho, como pidiéndole una explicación, pero ella se me vino encima otra vez, y yo sólo atiné a taparme la cara”.

Protagonista insoslayable en el conjunto de los relatos, el humor constituye un personaje dúctil que, al modo del coro griego, se entromete en el relato y, con el mismo ímpetu con el que refresca una atmósfera viscosa, remata una escena con un golpe trágico, inesperado. Para cada cuento, una voz narrativa distinta adquiere personalidad propia, rasgos ínfimos que la tornan irrepetible y perfilan los personajes sin dejar el menor resquicio a la confusión. Cuidado en la escritura que le permite a la autora instalar al lector en la perspectiva de un bebé, de una tarada, de un piola bárbaro, hasta de cualquiera, como el lector mismo. Ningún realismo es necesario a fin de lograr en el continuo narrativo una verosimilitud tramposa donde fraguar cierta complicidad marketinera. Por el contrario, lo cotidiano figura al modo de una escenografía variopinta cuya presencia sirve estrictamente para darles volumen a las acrobacias de las pasiones. Extrae de los clichés políticamente correctos y bienpensantes la resaca de una ética (y su ausencia) con la que Sukaczer construye figuras que van de lo tierno a lo grotesco, de la farsa a la tragedia: “... y de tanto oír que hablaba de pérdidas, supe que se había extraviado de nuevo, o tal vez no se había encontrado del todo, como cuando uno encuentra su billetera pero descubre que le robaron el dinero, y que pronto volvería a irse”.

Dispositivo que opera al modo de esos espejos deformantes de las ferias de antes que, si se los aprecia con suma atención, reflejan en su pulida y uniforme superficie que la distorsión se halla afuera.