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Domingo, 6 de junio de 2010

Alrededor de la jaula

Desde su título, el libro de cuentos de Federico Falco señala el momento crucial en que se produce la ruptura del sentido de la vida. La hora de los monos logra sus puntos más altos cuando el narrador se deja ir detrás de los personajes.

 Por Fernando Krapp

Si un lector errático abriera las páginas de La hora de los monos, leyera un solo cuento y quisiera sacar una conclusión dubitativa acerca de este libro, lo más probable es que fallara en su conclusión parcial. Y si leyera todo el libro de corrido probablemente volvería a fallar en su conclusión final. Porque el último libro del cordobés Federico Falco parece empecinarse en escapar a todos los moldes del género cuento y en su intento, como es costumbre, cae en todos, pero al caer los reformula.

En ese intento, La hora de los monos carece de una unidad formal que permita emparentar a los cuentos unos con otros. Por lo tanto, un cuento largo sobre un embarazo prematuro y las consecuencias que tiene ese hecho convive con un relato cuasi fantástico de un hombre que provoca un accidente en una playa de estacionamiento. Por otra parte, La hora de los monos parece contener desde su título una cierta proyección de unidad temática; una hora que condensaría un momento de irracionalidad, de regresión evolutiva que nos deja pasmados cuando una situación normal, cotidiana, se transfigura en algo anómalo.

Es cierto: las referencias a los animales abundan en el libro, tanto como elementos constitutivos de los relatos, como metáforas de irracionalidad, de locura, de desvarío. Pero esa unidad va a ser siempre una apariencia, y Falco lo expresa: la hora de los monos es una ilusión óptica, un momento del ocaso donde un hecho nimio desencadena en tragedia. Es la expectativa que subyace a ese hecho la verdadera materia de su literatura.

La hora de los monos Federico Falco Emecé 261 páginas

Al leerlos uno detrás de otro, se tiene la sensación de ser hipnotizado por aquello que diferencia a un escritor de otro: el estilo. Toda la búsqueda estética de Falco reside en generar un desconcierto en el lector desde la frase: “Junto con las clases empezaban los cumpleaños de quince. Yo hacía poco que había visto mi primer cadáver”. Falco parece quebrar al medio la superficie de la frase para abrir una grieta de sentido que no es otra cosa que el vacío, la ausencia del sentido. Y esa fuga al vacío repercute en las emociones de los personajes; el quiebre emocional resuena en sus acciones disgregadas. El tono seco que Falco pule al narrar la cotidianidad y sus detalles, evade el conflicto y desdramatiza los hechos: la noticia de un cáncer en el relato “Asiático” desemboca en la búsqueda de un amigo que emprende el narrador. Y en “Ballet”, la adaptación de un libro de cuentos para ballet termina en una coreografía delirante.

Paradójicamente, el mejor Falco aparece cuando se despreocupa por la forma o por evitar el efecto, y agarra a sus personajes de la mano, encuentra junto a ellos la historia en el camino y los lleva indeciso hasta un final cerrado. Es decir, cuando Falco se mete de lleno en lo que les pasa a sus personajes, y decide narrar no sólo la punta del iceberg sino todo el mar donde el hielo flota. Cuando cuenta cómo una mujer mayor se mete en las jaulas de los animales y la conmoción que esa acción produce en ella. Cuando cuenta la historia de una suerte de “triángulo amoroso” que nunca se concreta entre un bancario, su mujer y una enfermera. O cuando detalla el encuentro casual de dos desconocidos en un aeropuerto de Manaos, y cómo ese encuentro los hace vislumbrar algo distinto. Ahí, entonces, aparece la voz más original de Falco: cuando se sienta al lado de sus personajes, escucha de primera mano lo que tienen para decirle, y el escritor no hace otra cosa que contarnos después, a nosotros sus lectores, la historia de corrido, buscando los momentos tornasolados de sus propias impresiones como narrador.

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