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Domingo, 4 de septiembre de 2011

Vladimir el terrible

Vladimir Sorokin bien podría pasar por un francotirador, un escritor de ideas provocativas que lanza balas de artificio. Pero a lo largo del tiempo, un tiempo que abarca el fin del comunismo, la glasnost y la era Putin, ha demostrado ser bastante más que eso. Un narrador y dramaturgo, entre otras profesiones que supo ejercer, que echa raíces en las mejores tradiciones literarias rusas, partiendo de Mijail Bulgakov, y que suele poner en vilo a todos sus detractores por izquierda, por derecha y por el centro.

 Por Sergio Kiernan

En ese vasto mundo que es la literatura rusa, hay un país donde la ficción fantástica hace política. Ese país tiene un padre fundador, Mijail Bulgakov, una carta magna que se llama El maestro y Margarita, un abuelo rebelde, el Yevgeni Zamyatin de Nosotros, y una vecina ilustre, Tatiana Tolstoia. Es un país chicanero que hace cosas como meter al Diablo de inmigrante en el Moscú de los años veinte, que como es Mandinga anda vestido de capa, vive como un dandy en un hotel lujoso y nunca tiene que mostrarle documentos a la KGB. El truco es brillante e introduce el tema del Mal –del pecado, de la moral– en un contexto donde se supone que ya brilla la utopía y todo eso fue superado. A Bulgakov le arruinó la vida el manuscrito, que sólo fue publicado en tiempos de Kruschev.

Vladimir Sorokin vive en esa misma Rusia, pero la KGB ahora se llama FSB y no te mata si no denunciás con nombre y apellido un acto de corruptela. De hecho, Sorokin es tremendamente famoso y hace muy bien el tradicional papel de intelligenst insultante. Lo han acusado judicialmente de pornógrafo y decadente, de fascista y hedonista, de egoísta y criminal, con cada cargo vendiendo más libros y llenando más los teatros donde se estrenan sus obras en media Europa. El tipo es inclasificable –por eso le dicen posmoderno–, una anguila brillante que hasta les anda sirviendo de inspiración a los skinheads de Estados Unidos. Paradoja real, ser amenazado por los cabezas rapadas de Putin y saludado por los de Texas.

Sorokin es un ingeniero cincuentón que se arruinó la carrera por negarse a entrar a la Juventud Comunista y se dedicó a esa carrera falluta, el periodismo. Duró poco y se dedicó a pintar, con pocas exhibiciones, y a ilustrar libros, en lo que le fue muy bien. Ahí empezó a escribir cuentos que nadie le quería publicar, excepto en el exilio, como para terminar de recibirse de refusnik. Andrei Sinyavksy, editor en ruso de París y odiadísimo del Kremlin, le sacó su primer libro en 1983.

El hielo. Vladimir Sorokin Alfaguara 332 páginas

Ese libro era Ochered (La cola), y uno se pregunta por qué fue prohibido en la URSS. Visto a la distancia, es una comedia de maneras en una larga cola moscovita para comprar botas, donde la gente conversa, se hace amiga, rezonga, cuenta el dinero, se usa mutuamente, bebe de más. La glasnost le abrió el juego a Sorokin y en 1989 se vieron sus cuentos en la URSS. En 2001 fue la consagración con el People’s Booker Prize, un verdadero gesto de rebeldía de los votantes –el People’s es un escrutinio entre el público lector–, porque Sorokin ya era el autor de una de las mayores provocaciones que se vieran en Rusia, Grasa azul, donde se crea la inolvidable escena de un clon de Stalin y uno de Khruschev dándose un placentero 69. Ese fue el libro que la juventud putinista de pelo corto llevó a tribunales.

A Sorokin no le impresionó mucho el caso y en 2001 publicó esta notable fantasía llamada El hielo, un libro inescrutable en sus intenciones que puede ser considerado un pleno producto de la violencia moral de un Estado totalitario. La obra empieza cinematográfica, con horario nocturno y una dirección atorranta de Moscú donde hay un galpón vacío. Ahí llega una Ford Explorer con dos hombres y una mujer que tienen dos prisioneros, uno maduro y bien vestido, otro joven y flaquito. Los cinco son rubios y de ojos azules. Los prisioneros terminan atados a postes, con el torso desnudo, amordazados con cinta de embalar. Sus secuestradores abren una caja que es una heladera y sacan un martillo artesanal con la cabeza de hielo y empiezan a golpear al prisionero maduro en el pecho. A cada golpe, gritan “¡habla!”. El hombre muere aterrado, sangrando por la nariz. Otro martillo para el chico, más golpes. Pero el pibe no muere y su corazón “habla”, revelando su nombre secreto, que es Ural. Los secuestradores lo desatan amorosamente, le dicen hermano, lo llevan a una clínica privada. Cuando despierta, una anciana en silla de ruedas lo abraza desnuda y ambos caen en un éxtasis que dura horas y le cambia la vida al chico.

Uno tras otro, en capítulos breves que se llevan medio libro, caen tres “hermanos” en medio del tendal de rubios secuestrados y asesinados sórdidamente. ¿Una secta? Algo así: los rubios son seres semidivinos, creadores del Universo, perramente presos entre nosotros por error, reencarnando en nuestras “máquinas de carne” y atrapados en la “gran enfermedad del hombre, el sexo”. Andan obsesionados por encontrar a sus hermanos, que son 23.000, porque cuando todos se reúnan podrán volver a ser luz y el mundo terminará, disuelto. El hielo viene del famoso meteorito siberiano y es la única manera de “despertar la verdadera voz, la del corazón” e identificar hermanos.

Todo esto es contado en un lenguaje duro, documental, y el cast incluye mafiosos, cafiolos crudelísimos y funcionarios corruptos, con sexo muy duro, drogas y una lección de cómo se castiga a una puta rusa, difícil de sacarse de la cabeza. La segunda parte del libro cambia totalmente de tono e introduce una novedad inquietante: que el primero en tratar de encontrar a sus hermanos, el inventor del martillo de hielo, es un oficial de la SS llamado Bro. Para cuando termina esta sección, el lector aprendió para qué pueden servir los campos de concentración y el trabajo esclavo en Siberia, y cómo esquivar una purga. El final es de una ambigüedad tremenda, el capitalismo al servicio de la conspiración con sus víctimas hasta pagando.

El hielo le voló la cabeza a media Rusia y creó el deporte de interpretar el mensaje del autor. Sorokin, que detesta los reportajes (Andrew Graham-Yooll intentó uno para Radar y sólo logró un rechazo amable por la novedad de ser un medio argentino) se limitó a decir que “cuando era chico yo pensaba que la violencia era una especie de ley natural. Era la energía siniestra de nuestro país, que sigue siendo el mismo que fundó Iván el Terrible”.

Y después escribió dos libros más sobre el hielo, uno llamado Bro, que retrocede y cuenta la vida del SS, y otro 23.000, que termina el enredo.

En 2006, Sorokin publicó El día del Opríchnik, que en la misma vena pinta una Rusia nuevamente imperial, cerrada atrás de un muro y dominada por una KGB que festeja matar enemigos con durísimas orgías homosexuales. Alfaguara la publicó inmediatamente, antes mismo que en inglés, en una traducción todavía mejor que ésta, coloquial a la madrileña, que no impide un mensaje: Sorokin no es un provocador de una temporada, es un escritorazo que hay que descubrir aunque sea para pelearse.

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