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Domingo, 19 de enero de 2003

Quince hipótesis sin orden cronológico

“En el Paraguay yo soñaba con combates diarios. Aquí, sueño con que los indios no vengan. Raciocinio como un jefe de policía.”
Lucio V. Mansilla al ministro
Gainza, abril 23 de 1869

 Por David Viñas

Proust, Montesquiou y Dreyfus
Entre la muerte de su primera mujer –”prima hermana embarazada urgente”– y su segundo casamiento, “amelcochado refugio” (recomendado por Roca), Mansilla vive su momento libertino en París. “Mi gran desquite.” Y si Eduardo VII es el modelo condescendiente de gran turista demorado en reemplazo de las presuntas virtudes victorianas, Robert Montesquiou no sólo llega a inspirar al Des Esseintes de A rebours y al Paon de Chanteclair sino –más notoriamente– al Charlus de En busca del tiempo perdido. Proust, entonces su discípulo servicial, lo hará aparecer entre duquesas del barrio de St. Germain, discusiones políticas y el humorismo grotesco del Tiempo recobrado.
En esa escenografía es situado Mansilla, fugazmente, de perfil y con un monóculo asimétrico. El general lo imita al barón, y el francés se deja seducir. Cabalgan juntos. También andan en bicicleta. Lucio Victorio le habla de los indios, de Rosas, de la guerra del Paraguay.
Félicité (1894) y Les hortensias bleus (1896), textos “exóticos y cosmopolitas” de Montesquiou, se inscriben en una correspondencia de rápido vaivén. Mansilla le regala al barón una piel de avestruz para que encuaderne un par de ejemplares de sus libros. Esa “divisa pampeana” se convierte en motivo para una carta exprés, agradecida y decorada con las enroscadas mayúsculas dibujadas por Montesquiou. Mansilla inesperadamente toma partido por Dreyfus y por Oscar Wilde; judíos y homosexuales humillados son temas episódicos e inquietantes para él. “Los comento pero sin abundar”, anota.
En el número de Caras y Caretas correspondiente al 25 de mayo de 1910, Montesquiou saluda al centenario de la Argentina exaltando especialmente la figura de Yturri, su amante tucumano (hay foto de los dos, de pie, mirando a cámara, sin desenvoltura).

El dandysmo
Como escribir, el dandysmo también es una afectación. Y a lo largo del siglo XIX, traza una secuencia de momentos sucesivos: el estilo de Brummel es distinto al de Gautier o al de Maurice Barrés. Así como el gesto provocativo de Mansilla se diferencia del ademán estrábico de Esteban Echeverría. Es que la entonación “diferenciadora” del autor de Una excursión a los indios ranqueles resulta predominantemente militar. Un dandysmo castrense. “Entonces.” Que si empezó a cultivarlo leyendo al Vigny de Grandezas y miserias, perfeccionó en las trincheras del Paraguay: kepi ladeado, caminar escorado y, fundamentalmente, desdén por los “civilacos” que no participaban en la guerra. Además de arrastrar el sable, dejándolo caer del tahalí, con un desgano análogo al aflojar el monóculo para que le colgara encima de las solapas.

Teologías
Sarmiento tenía a Dios de su parte, arriba y a la derecha, limitándose a reclamar –como taumaturgo provinciano– una geografía, muelles, maestras bostonianas, ferrocarriles y hasta máquinas Singer de coser para las vecinas de Chivilcoy. Mansilla jamás lo encontró a Dios en las trincheras del Paraguay y mucho menos en el Desierto, sobacos de chinas cómplices, agujeros de viruela en el cuello como marcas de una perdigonada, un negro provocador, una chata monotonía. Y nada al regreso. Lugones, por su lado, se creía Dios trepado en una escenografía de montaña, torre de marfil rocosa y con brillos dorados. Un tuteo hacia arriba/en jefatura hacia los encolumnados de abajo. Plegarias y órdenes. Santo y héroe. Desde esa cumbre imaginaria fue despoblando el mundo hasta prescindir de sí mismo. Borges, en cambio, desde un sótano y casi afónico llegó a maliciar que el único Dios era su propia escritura.

Criticismo
polémico
La primera reseña desfavorable a Una excursión la ejecuta el padre Burela, un cura dominicano encargado de rescatar cautivos y que, copiosamente, distribuye regalos, alcohol, promesas y dinero entre los habitantes de las tolderías. En conflicto eclesiástico con los dos franciscanos que acompañan a Mansilla, en el texto se recorta arrinconadoentre silencios, rezongos y coros episódicos. Resulta así un personaje clandestino y maltratado. Pero se desquita prolijamente: en una carta al ministro de Guerra, después de haberlo leído a Mansilla en La Tribuna lo descalifica llamándolo “tirano”, y a Ranqueles como “una mentira escrita sólo para darse bombo”.

Civilización
y Barbarie
An la crispada especularidad mediante la que se va construyendo Una excursión a los indios ranqueles, si el coronel narrador funciona como el protagonista privilegiado, Mariano Rosas (de quien se insinúa que es hijo natural del Restaurador de las Leyes) actúa como la figura antagónica y complementaria. Mansilla y el cacique se espían, se miden, intercambian abrazos, brindis, reticencias y estratagemas. La teatralidad con sus apartes, bruscos mutis y fingimientos no son monopolios del cristianismo. Entre los dos no sólo instauran un paralelo de edificante pedagogía, sino un vertiginoso juego coreográfico. Mansilla es obstinado en sus interrogatorios administrativos, Mariano con sus réplicas sagaces o insolentes. Pero ese cuerpo a cuerpo entre el agresivo universo de los cultivos y el espacio en repliegue de las cacerías, culmina simbólicamente con un intercambio pausado. Positivismo/artesanía: Mansilla le regala a Mariano un poncho de goma de confección europea, mientras el cacique ranquelino le retribuye con un poncho pampa tejido a mano por su mujer preferida.

Milicia
Mansilla fue redactor del código de justicia militar (1879) y especialista en levas, desertores y fusilamientos. “Amaba” –textualmente– a sus soldados, pero consideraba que el pelotón de ajusticiamiento, un cura leyendo los Evangelios y el redoble del tambor conformaban una coreografía ejemplar. Cuando murió era general y en todas las guarniciones pusieron la bandera a media asta. Como causeur militar cuenta glorias (o derrotas ridículas) delante de un auditorio sin armas. De pronto, intercala señalando a uno del círculo: “¿Alguna vez usted mató a alguien?” “No.” “Entonces Ud. es una virgen.”

Emperadores
Desde Berlín, su lugar diplomático, Mansilla entrevista a los tres monarcas de los últimos imperios europeos antes de la Primera Guerra Mundial: al kaiser Guillermo II lo encara bruscamente en su palco de la ópera planteándole una disputa cortesana a través de su monóculo. El prusiano concluye ese encuentro teatral juntando rígidamente los talones y pegando un seco cabezazo: el intento de seducción mansillesco había concluido. Francisco José, más benévolo, en los cruces protocolares siempre le recuerda “el privilegio matrimonial” de Mansilla por haberse casado con “una dama mucho menor”. La fugaz complicidad entre esos dos hombres nacidos el mismo año se trenza en medio de valses danubianos, reverencias acompasadas o exhibiciones de caballos muy blancos y espectaculares. Strauss y los violines facilitaban las estratagemas mansillescas, incluso atenuaban su desabrimiento por no ser designado en la embajada de París. En San Petersburgo –”ciudad horrible y destemplada”– Mansilla se presiente el consejero matrimonial de los pequeños burgueses “imperiales, solitarios y cuchicheantes” representados por Nicolás II y la zarina. “Unicamente hablan inglés entre ellos” –consigna–, y admiran a la Argentina y a la fragata Sarmiento. Profético: Mansilla, antes de 1914 anuncia la caída de esas “testas coronadas” y el final de sus imperios. Si ha mirado de muy cerca a esos personajes, también se escrutó sus propias manos; la piel cuarteada por encima; en las palmas, fingiéndose quiromántico, descifra las líneas agotadas. “Todos somos finales de dinastías”, escribe al margen.

De Adén a Suez
Así se llama la publicación inicial de Mansilla que implica la puesta en marcha del largo itinerario culminante en 1870. La flâneire náutica de 1855 intercala las diferencias entre los musulmanes y la presencia imperial británica en el Mar Rojo con la reivindicación familiar en la Vuelta de Obligado. Un mar sangriento/un zigzagueante río de llanura. Mientras el joven Mansilla intenta rescatarse apelando a la Biblia en su querella con Mahoma: “Derrotado por el imperio pero infiel no”. Una excursión, en esta perspectiva, puede ser leída como una flânerie pampeana. Barcos a vapor, entonces, caballos patria; Lesseps y su canal/Sarmiento y el ferrocarril trasandino. Y en los dos textos, una astuta manipulación del público porteño ávido de exotismos, desde el lejano y oriental hasta el más próximo ranquelino.

Otro
plutarquismo
El caudillo y el escriba. Pareja en conflicto y superposición que Mansilla reconoce en su primer destierro en Santa Fe: “Mascarilla”, el segundo de los López gobernadores/su ministro secretario; lanza/escritura; revoleos intimidatorios/mayúsculas enruladas. El que dicta de pie; el escribiente sentado y sumiso. Mansilla presiente una secuencia en ese par de figuras: Alberdi cada vez más le pareció el paradigma indispensable y humillado: Juan Bautista y Bulnes el chileno; Juan Bautista y el general Urquiza que lo reclama como inspirador y ministro; Juan Bautista y el otro tucumano, el general Roca. Y una secreta correlación teniendo en cuenta La Moda y una finca británica revisitada: Alberdi y Rosas. Pareja que hubiera representado para Mansilla la síntesis de su dilema inaugural (y motivo de su primer destierro): entre la lectura del Contrato Social y su parentesco con el Príncipe.

Teatralidad
y teatrismo
Espectacularidad de Mansilla ya es un tópico: desafío a Mármol, trincheras paraguayas, capas argelinas y retórica de las causeries. Fregolismo como circularidad del fogón, del club y del parlamento; y el riesgo, en su envés, de que el causeur se degrade en “latero”. Pero sus dos obras dramáticas –ya como teatrista– funcionan en conjuro de la iniciación militar en “la sórdida” guarnición de Rojas. Entretejida con esta franja funcionarán Sara Bernhardt, el Politeama y los comienzos de Sacha Guitry, así como Atar-Gull y Una tía trazan un circuito corroborante entre las impregnaciones de dos dandys: el primero, populista, Eugenio Sue; el otro, Maurice Barrés, aristocratizante.
La obra inicial mansillesca es una versión filantrópica de la esclavatura en el Brasil del siglo xviii, donde el jardín de las mujeres se invierte en el bosque presuntamente masculino; y a lo largo de esas intrigas, el Mansilla dramaturgo proyecta la doble humillación rosista de su madre y de su padre, mientras el protagonista intenta vengarse entonando monólogos que clausuran los actos enérgicamente. Una tía no esmucho más que una comedia costumbrista donde corretean por el proscenio una vieja alcahueta, una porteña tilinga, la patota de señoritos del Club del Progreso y un coronel dicharachero que emite consejos martinfierristas desde su “experiencia de viejo y de hombre de mundo”. Prenunciando así al clubman Lafferrère de Bajo la garra con sus chismes feroces y el agotamiento de la causerie.

Precisiones
Una excursión no está dedicada a Santiago Arcos quien, en realidad, funciona como destinatario retórico facilitando la producción folletinesca al tensarla en los suspensos. En esta perspectiva, la totalidad del texto mansillesco se convierte en un suspenso constantemente reciclado: el encuentro con Mariano Rosas, las discusiones talmúdicas sobre el tratado y los zigzagueos de la línea de frontera, implican una permanente postergación con escamoteos o corrimientos de protocolos, compases y linderos. Las únicas inscripciones categóricas del texto son, en la primera edición la dedicatoria a Héctor Varela posteriormente eludida, y la nota al pie de página (como señal inscripta en un extenso sistema) en la que Mansilla advierte con énfasis que “nada se puede entender” de Ranqueles si no se conoce “por dentro” la situación política de la Argentina hacia 1870.

Gilded age
El palacio de Mansilla, en Olazábal y las vías del tren, alude a una insignia mayor del juarizmo y, a la vez, el apogeo político del autor de Una excursión. Es correlativo: la figura de Mansilla circula en La Bolsa de Martel, en medio de la corte del Presidente de 1890, rodeado por un círculo de oyentes fascinados por su retórica de caseur. Se trata de la puesta en escena de la literatura VIP de ese momento; un “museo” situado en el otro extremo del Fray Mocho de Galería de los ladrones famosos de Buenos Aires.
La vivienda neoclásica del Bajo Belgrano no sólo materializa la ideología de la gentry en la década del ‘80 sino que incide en el embargo patético de sus sueldos hasta 1913, año de su muerte. Es que esa casa espectacular será rematada judicialmente y los urgentes pedidos de ayuda a Lucio López, presidente del Banco de la Provincia, y al general Roca, su padrino de casamiento, marcarán con sus desabrimientos los últimos capítulos de Mansilla.
Semejante episodio corrobora, de manera tangencial, el gesto de despilfarro típico del dandysmo mansillesco: nada de pegotearse con el dinero, gastarlo espléndidamente como “un príncipe florentino”. Al fin de cuentas, si él encarnaba el relato de un caballero pródigo, Sarmiento –su adversario a lo largo de una confusa querella– había representado la acumulación con su “novela de un joven pobre”.

Un malentendido
La versión según la cual la excursión de 1870 fue una “aventura” o una “calaverada” condicionada por la espontaneidad. Inexacto. A lo largo de 1869, desde el momento en que se hace cargo de la polvorienta guarnición de Río IVº, Mansilla –de acuerdo a la correspondencia con su jefe Arredondo y con el ministro Gainza– va elaborando detallada y obsesivamente su entrada en dirección a las tolderías de Mariano Rosas. Su único confidente es el fraile Moisés Donati. Pero tantos son sus partes anunciando este “secreto”, que Arredondo se ríe sin disimulos por esa “inundación de cartas a cargo de siete secretarios”.
–Si no se escribe en este agujero, uno se suicida.

Contextos
La inconclusa guerra del Paraguay, que impregna y exaspera la apertura de Una excursión pero, sobre todo, las rebeliones del puntano Juan Saá y del entrerriano López Jordán, resultan ineludibles para evaluar la significación de los refugiados en el peculiar aguantadero de las tolderías. Así como los cuestionamientos de Mansilla a Sarmiento: irónicos en la guarnición del Río IVº, socarrones a lo largo de la marcha, agresivos a medida que se va alejando de los centros de poder, hasta llegar a los dibujos grotescos que diseña en Leubucó. Por cierto, estas diabluras de Mansilla, intercaladas con anotaciones precisas y concretos espionajes de funcionario castrense delegado, se trocarán en una violenta diatriba contra Sarmiento –con motivo de su muerte en 1888– en su correspondencia privada con Roca.

Coordenadas
1) las cartas que organizan Una excursión resultan la prolongación y el perfeccionamiento de un género victoriano definitorio en su corresponsalía desde las trincheras del Paraguay en dirección a La Tribuna de Buenos Aires; 2) por esta inflexión entre 1866 y 1868, Mansilla debe ser considerado el primer corresponsal de guerra de la literatura argentina; 3) precursor de Soiza y Reilly en el conflicto de 1914 y de Raúl González Tuñón durante la guerra civil española; 4) la colección de seudónimos utilizados por Mansilla –Orión, Falstaff, Turlourou– contribuyeron al juego de ocultamiento/infidencias que caracteriza la singularidad de unas cartas entreabiertas; 5) la lectora más sutil de los envíos de Mansilla –tanto por sus críticas como por sus desafíos– es Talala, la mujer porteña de Gelly y Obes, general mediador, ultraliberal y ministro del general Mitre; 6) Mansilla, en este género ambiguo, surge como el emergente de la secuencia conformada, entre otros, por Seeber, “Simbad” (el corresponsal del Standard), Dominguito, José Ignacio Garmendia y varios médicos militares particularmente despiadados con la dirigencia de la Triple Alianza; 7) las cartas mansillescas exhiben un estilo que por sus pliegues, ademanes y densidad, reproducen mediatamente no ya los bosques nocturnos de Cándido López, sino los rasgos de la pintura pompier en cargas, sables filosos y caballos al galope. Pero, inesperadamente, el humor naïf de las revistas populares paraguayas en cuyas caricaturas los soldados del mariscal López apuntan con el culo al globo aerostático del almirante Tamandaré, en un enfrentamiento desproporcionado y reparador entre cuerpos desnudos y máquinas.

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