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Sábado, 24 de diciembre de 2011

PROVOCAME

Hasta el año 2001, Christopher Hitchens fue un periodista, escritor y ensayista británico de izquierda tan respetado como reconocido. Con su prosa erudita, inspirada y coloquial, fue crítico de Ronald Reagan, Bush padre y Clinton, enemigo tenaz de Henry Kissinger (a quien le dedicó el brillante y furibundo Juicio a Kissinger), ateo recalcitrante enfrentado al engaño religioso (en La posición del misionero demuele la figura de la Madre Teresa) y defensor de una única deidad: George Orwell (La victoria de Orwell es prueba de ello). Con los ataques a las Torres Gemelas, se mudó a Estados Unidos, pidió la ciudadanía y se volvió un apólogo de la invasión a Irak y la guerra contra lo que llamaba el fascismo islámico. Ni siquiera un cáncer feroz diagnosticado el año pasado lo atemperó. Siguió escribiendo sobre literatura, política, actualidad (mucho recopilado en el reciente Amor, guerra y pobreza) y fundamentalmente sobre su enfermedad, la vida, la muerte y Dios: Dios no es grande y Dios no existe dan fe de ello. La semana pasada, a los 62 años, Hitchens murió. Acá, un mosaico de opiniones, recuerdos y puntos de vista sobre una figura tan polémica como inclaudicable, capaz de revitalizar el periodismo en toda causa en la que interviniera.

 Por Juan Forn

Hubo un tiempo en que el británico Christopher Hitchens fue el mejor discípulo de los grandes intelectuales de izquierda de Inglaterra (Eric Hobsbawm, Raymond Williams, Terry Eagleton, Tariq Alí). También el más renegado: cuando se cansó de morderle los tobillos a la intelectualidad de su país, tan dispuesta siempre a la “razonabilidad civilizada”, se llevó a Estados Unidos su incivilizada irrazonabilidad y encontró el espacio que necesitaba para moverse: hizo un libro contra Kissinger que sirvió para que se lo acusara de genocida en los tribunales de La Haya; contó en serie, una por una, todas las ejecuciones que se hicieron en distintos estados norteamericanos, durante dos años (por silla eléctrica, inyección letal o ahorcamiento) y consiguió que durante tres años se postergara toda ejecución de una sentencia de muerte en Estados Unidos. Lapidó a la monarquía británica en un libro, a Clinton en otro y a la Madre Teresa en otro. Chomsky, Edward Said y Gore Vidal lo apadrinaron, o escribieron libros con él. Pero en su momento de máximo esplendor (había cumplido cincuenta años, acababa de publicar una suerte de testamento intelectual de la mitad de la vida titulado Cartas a un joven disidente), vino el 11 de septiembre de 2001 y Hitchens dio un viraje de 180 grados: pasó a apoyar a Bush, a asistir a reuniones en el Pentágono, a convertirse en un auténtico cuadro de “la guerra contra el fascismo islámico”.

Famoso por agotar a oponentes y simpatizantes por igual en sus apariciones públicas (y ofrecerles a continuación su mail para que pudieran seguir la discusión), igualmente famoso por su capacidad para escribir a la velocidad que la mayoría de las personas lee (y para beber a la misma velocidad), Hitchens siguió haciendo gala de ello en su nueva encarnación, por sólo para la mitad, o menos de la mitad, del público que tenía hasta entonces. Dejó su columna quincenal en la revista de centroizquierda The Nation diciendo que por primera vez en su vida se sentía en el lugar del policía cuando estaba entre amigos. Chomsky, Said y Gore Vidal lo lapidaron públicamente. Sus ilustres amigos británicos, en cambio (Salman Rushdie, Martin Amis, Ian McEwan, James Fenton), no vieron nada que lamentar en el viraje de Hitch. Rushdie dijo que su fatwa fue la causante de que Hitchens comenzara a ver el fundamentalismo islámico como el mal encarnado, el gran enemigo de la civilización. El poeta Fenton, que militó con Hitchens en el trotskismo cuando eran jóvenes, dijo que Hitch se pasó la vida esperando el equivalente de lo que fue la Guerra Civil española para la generación de Auden y Orwell, y que creyó ver en el 11/9 su momento de tomar partido en la lucha del bien contra el mal. El propio Hitchens dijo en sus memorias que en los postreros días del fin de milenio empezó a sentir que se estaba volviendo “post-ideológico”, que estaba perdiendo el fuego de la disidencia, que prefería escribir para Vanity Fair antes que para The Nation, y que entonces vino el 11/9 y experimentó en carne propia la advertencia que se había pasado la vida haciéndoles a los demás: aunque vos no te metas en política, la política se va a meter con vos. Cayeron las Torres y, Hitchens dixit, a él se le cayó la venda de los ojos.

McEwan excusó británicamente las visitas de Hitch al Pentágono diciendo que lo que le gustaba a su amigo era “el aspecto Guerra Fría/John Le Carré de todo el asunto”. Rushdie cuenta que en una cena en la casa de Hitch en Washington conoció a Paul Wolfowitz, el halcón neoconservador que fue secretario de Defensa de Bush y presidente del Banco Mundial después de orquestar la invasión a Irak, y agrega británicamente que le pareció “de lo más sensato y agradable, contra toda evidencia previa”. El poeta Fenton recuerda británicamente algunos momentos bizarros del viejo Hitch, como cuando estuvo a favor de Thatcher y la guerra de Malvinas, con el argumento de que era para voltear la junta militar argentina. Martin Amis sugiere, luego de excusarse británicamente por semejante exceso psi, que la obsesión de su amigo con la guerra contra el mal viene de una confesión que al parecer le hizo el padre a Hitchens antes de morir: que la única vez en su puta vida que supo qué estaba haciendo fue en las trincheras, durante la Segunda Guerra.

Este estilo tan británicamente agudo de observación caracteriza también las memorias de Hitchens. Oh, qué very revoltosos éramos todos, el que no es de izquierda a los veinte es una rata y el que lo sigue siendo a los cuarenta es un imbécil, as we all very well know.

Hay un equívoco en el mundo actual: se cree que mostrar un poco de humor para verse a uno mismo es signo de inteligencia. Quizá por eso nunca fue tan escasa como hoy la distancia que va de no tomarse excesivamente en serio a convertirse en caricatura de uno mismo. Da un poco de pena ver en forma de farsa aquello que alguna vez tuvo forma de épica. Pero también da algo de morbo: yo confieso haber leído cada uno de los libros de Vargas Llosa posteriores a su defección de la izquierda con una satisfacción enferma al comprobar que nunca volvió a escribir como en sus buenos tiempos. Hitchens conservó unos cuantos lectores así: había foros de Internet dedicados exclusivamente a disfrutar cada nueva chambonada que se mandaba (“Que no se hallaran armas nucleares en Irak es precisamente la prueba de que existían: nadie deja esa clase de material a merced del enemigo”), hasta que anunció con bombos y platillos su cáncer.

No es un secreto que pertenezco a la secta de los enfermos. Creo que la enfermedad, como la desgracia, a veces afila la pluma y a veces da al corazón una sintonía fina con asuntos que hasta entonces nos superaban, nos eran olímpicamente ajenos. No fue el caso de Hitchens.

Encaró el cáncer y su progresiva cercanía con la muerte tal como venía encarando cada discusión desde su viraje invertido de mariposa a gusano: creyendo que no le quedaba nada por descubrir, que ya sabía todo lo que necesitaba saber. Era una triste manera de vivir y definió su manera de morir.

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