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Domingo, 22 de julio de 2012

Muere una estrella

Por siempre será el autor de El club de la lucha. Y por bastante tiempo puede que siga revelando zonas oscurecidas del presente o anticipando franjas caóticas del futuro. Lo cierto es que, a juzgar por Al desnudo, el pasado no le sienta tan bien al prolífico Chuck Palahniuk. Se trata de Hollywood, de una estrella en declive y de una trama un tanto negra y absurda. Razones y prevenciones de por qué Palahniuk no debería haber escrito este libro: no lo hizo mejor que Easton Ellis y Ellroy pero lo hizo, y Chuck siempre tiene algo que decir en breves aforismos envenenados.

 Por Rodrigo Fresán

La pregunta aquí –pregunta sin respuesta– es qué necesidad tenía el maldito y terrible y fatal Chuck Palahniuk de meterse con el ya tantas veces abordado y arrasado y hundido territorio hollywoodense. Porque está claro que Palahniuk –cuyas acciones suben alto cuando aúna su compulsión por el aforismo envenenado con una idea original, como en la hasta ahora insuperada El club de la lucha, o en Asfixia, Rant, Diario o Pigmeo– no tiene nada que agregar a un paisaje que ya ha sido pintado por maestros. Así, Al desnudo actúa mucho peor que El último magnate de Francis Scott Fitzgerald o El día de la langosta de Nathanael West o Los Angeles Confidencial de James Ellroy. Y ni siquiera como artefacto chismográfico e indiscreto Al desnudo se acerca a los brillos de Glamourama de Bret Easton Ellis, a la ferocidad radiográfica de las novelas con celuloide tóxico firmadas por Bruce Wagner, o la divertidísima –y aún por traducir– Me, Cheeta de James Lever.

Pero aún así –como ya sucedió con el también un tanto innecesario Snuff jadeando en el agotado mundo del porno– un libro de Palahniuk sigue siendo un libro de Palahniuk. Y, por lo tanto, sabemos que, aunque la hayamos pasado mejor con él, aquí la pasaremos mucho mejor que con tantos otros aunque comiencen a percibirse en su obra ciertos indicios de fatiga de materiales: lo próximo –ya aparecido en EE.UU.– será Damned (un tanto fácil parodia de esos best-sellers evangélicos con niña que va al infierno en lugar de al cielo) y, hace unas semanas, la versión expanded en plan elige tu propia aventura de su Invisible Monsters de 1999.

Mientras tanto, lo que aquí ofrece Palahniuk en Al desnudo no es más ni menos que un gótico paseo por Sunset Boulevard condimentado con una pizca de Eva al desnudo y otra ¿Qué fue de Baby Jane? La narradora Hazie Coogan es algo así como la ayudante todo terreno con cama dentro y “espinazo de alquiler” de Katherine “Miss Katie” Kenton, diva decadente de la era dorada del cine aficionada a drogas varias y a cirugías plásticas. “¿Acaso soy la sirvienta de Miss Katherine Kenton?”, se pregunta Hazie. “No más de lo que el carnicero es el sirviente del corderito”, se responde.

Al desnudo. Chuck Palahniuk Mondadori 188 páginas

Pero ahora es la indefinida y casi en trance década del 50 –fin del gran cine de estudios y falta un rato para la llegada de los jóvenes y revolucionarios auteurs– y el pasado parece tener mayor peso y sustancia y éxito que el descolorido y mal compaginado presente. Aun así, Hazie cuida de Miss Kathie como se cuida de una pieza de museo a la que se adora pero, también, casi sin confesarlo, se sueña con que algún día se caiga definitivamente de su pedestal y se rompa más allá de todo arreglo. De hecho, Hazie llega a creer que ella creó a la estrella y que de ella depende que esta estrella, aunque eclipsada, siga emitiendo algo de luz a través del tiempo y del espacio. Hazie es una fan y una groupie y, también, una adicta. De ahí, su manía referencial a la hora de no poder evitar el mencionar a astros de la gran pantalla y sus alrededores –con indicaciones técnicas de guión– en tipografía convenientemente resaltada para el lector que quiera saber rápido qué cosa impropia se dice de tanto nombre propio.

Y, de pronto, llega el indeseable posible nuevo marido. Un tal Webster Carlton Westward III, de intenciones más bien non sanctas. Su plan –se supone– es fraguar un accidente, que Kathie muera, y enseguida vender a buen precio el manuscrito de Esclavos del amor. Memoir de viudo, ya escrita, donde se presentan diferentes posibles versiones del THE END de Miss Kathie: aplastada por autobús, envenenada con almendras y hasta masticada por osos salvajes. Entonces –luz, cámara y acción– hay que hacer algo para impedirlo. Y todo adquiere el ritmo absurdo de un vaudeville de Almodóvar temprano o de lo próximo de John Waters, sin perder de vista que ésta es “una de Chucky”. Por lo tanto, líneas instantáneamente citables como “el grado de éxito de cada uno” dependen de la cantidad de veces que puede decir la palabra “sí” y escuchar la palabra “no”; la ya esperada inesperada sorpresa final que, en Al desnudo, no sorprende tanto, y alusiones a la vagina de Mae West o a “esa variante del síndrome de Tourette” que sufre la automitómana Lillian Hellman.

Y en lo último está parte del problema: un Palahniuk retro no es un Palahniuk al ciento por ciento. Palahniuk –como J. G. Ballard, a quien Chuck le debe más de una cena– funciona mucho mejor cuando se ocupa del instantáneamente remoto presente y del futuro inmediato señalándonos lo que no vemos, lo que jamás imaginaremos que está al caer. Y en Al desnudo, lo que nos muestra Palahniuk –en una oscuridad apenas rota por el menguante brillo de luces de neón y de marquesinas en las que les faltan varias letras a los apellidos famosos– no es más que un montón de estrellas a pisotear y a las que ya tantas veces contemplamos estrellarse contra las aceras de Hollywood Boulevard.

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