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Domingo, 5 de agosto de 2012

LEVEN ANCLAS

Michael Ondaatje es uno de esos escritores únicos en su especie: con una prosa lírica deudora de su poesía, una imaginación visual asombrosamente emotiva, un delicado manejo de la intimidad y una obra amplia (del thriller histórico-político como El fantasma de Anil a la ambición poética de Las obras completas de Billy The Kid) hilvanada por un estilo hipnótico. Ahora, el autor de El paciente inglés retoma su memoir familiar, Cosas de familia, en el punto exacto donde terminaba: con un niño abordando un transatlántico de destino desconocido. El viaje de Mina es una novela de iniciación en alta mar que merece un lugar junto a las grandes iniciaciones marítimas de los dos últimos siglos.

 Por Rodrigo Fresán

En 1982, Michael Ondaatje (Sri Lanka, 1943) publicó la memoir infanto-familiar Cosas de familia. El libro –considerado uno de los mejores modelos de la forma por la crítica y una “autobiografía ficticia” por su autor– terminaba en el momento exacto en que el joven protagonista y testigo embarcaba en un trasatlántico para dejar atrás el pasado de sus mayores y alcanzar su propio futuro.

El viaje de Mina (transformación un tanto absurda del original The Cat’s Table, y definida por Ondaatje como “ficción autobiográfica”) leva anclas en el instante en que, a principios de los años cincuenta, el Oronsay deja atrás la todavía llamada Ceilán y pone proa hacia Inglaterra. Allí, desde la poco deseable “mesa del gato”, muy apartada del codiciado sitial donde comen el capitán y sus invitados, el onceañero Mina –apodo que le viene de ese pájaro cuyo canto es un eco constante– dispondrá de veintiún días, no para descubrir el mundo pero sí para redescubrirlo. Y hacerlo con los ojos de quien –aunque no sea consciente de ello aún– vivirá para contarla y contarlo, sabiendo que “hay una historia, siempre delante tuyo”.

El viaje de Mina. Michael Ondaatje Alfaguara, 2012 328 páginas

Y –se sabe también– casi no hay novela flotante (pensar en Moby Dick y El estafador, de Herman Melville, en La nave de los locos, de Katherine Anne Porter, en Los premios, de Julio Cortázar, y hasta en la espacial Solaris, de Stanislaw Lem) cuya construcción no sea episódica y con un reparto/tripulación coral. Así, en breves capítulos, como si se tratara de episodios sueltos de un único sueño, Mina y sus amigos –el impetuoso Cassius, que devendrá en pintor de renombre, y el frágil Ramadhin, que acabará como tutor– abrirán bien los ojos e intentarán desenredar los nudos marineros de las historias más o menos complicadas de mujeres hermosas y no tanto (una tía despectiva y la bella y adolescente prima Emily que es contemplada por Mina como un pequeño Gatsby adorando a su Daisy), de un misterioso prisionero, de una narcoléptica rodeada de palomas, de un mentalista, de un magnate maldecido (uno de los mejores tramos de la trama), de un pianista de jazz, de una jugadora de bridge y de un herborista, entre tantos otros. De este modo –como trazando un mapa y un rumbo a partir de datos aparentemente irreconciliables– El viaje de Mina navega, en principio, como la obra supuestamente más plácida y sin complicaciones de Ondaatje. Y, en un mundo mejor, sería ideal compañía para lectores de raza young adult junto a títulos como Grandes esperanzas, de Charles Dickens, Kim, de Rudyard Kipling, El gran Meaulnes, de Alain Fournier, El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger o, más cerca, Vieja escuela, de Tobias Wolf. Pero –esta supuesta juvenil y fluida sencillez– es una impresión engañosa, porque de lo que en realidad trata y de lo que se trata aquí –con un maestro al timón– es de intentar y de conseguir mostrarnos cómo se mueve el crucero por siempre errante de nuestra memoria. Para ello, Ondaatje se vale de un interesante recurso estructural que recuerda un tanto a ciertos modales en esas obras más allá de todo género de V. S. Naipaul: las esporádicas y muy breves interferencias de Mina desde nuestro presente en el Oronsay desembocan en una coda actual en la que el por siempre pequeño viajero que alguna vez fue termina de comprender, ahora y desde una tierra no tan firme –y con un sentido de la casualidad y del azar muy lejos de cierto facilismo marca Auster– la vida secreta de una muerte pública y el verdadero sentido de aquella odisea iniciática.

Y como suele suceder con otros novelistas llegados de la poesía –pensar en Denis Johnson o en Roberto Bolaño– en El viaje de Mina, como todo lo que escribe Ondaatje, se impone el idioma que hablan sus imágenes y que es suyo y sólo suyo. La descripción de la llegada de una tormenta, el modo en que el vendaval arranca y se lleva una pantalla de cine en cubierta donde todavía laten las escenas del clásico aventurero Las cuatro plumas (en más de una ocasión Ondaatje ha señalado a esta novela de A. E. W. Mason como uno de los textos fundamentales para su formación), y esos tres niños atados como Ulises para no perderse tanto sonido y furia son, apenas, unos de los muchos destellos de un libro en llamas y rodeado por las aguas.

Y, de acuerdo, El viaje de Mina no tiene la ambición experimental de Las obras completas de Billy The Kid y El blues de Buddy Holden, o la épica/intimista del díptico En la piel de un león / El paciente inglés, o la rara lírica de ese thriller histórico-político que es El fantasma de Anil, o (¡qué gran película podría hacer Terrence Malick con ella!) la audacia formal y poética de Divisadero. Pero en su modestia –que no es falsa, pero que sí apenas esconde su auténtica ambición a la hora de conseguir, según su autor, “un libro un poco más normal”– Ondaatje ha logrado algo que, si no naufragamos antes, de aquí a un tiempo será considerado, con justicia, un inhundible clásico de la literatura de iniciación. Algo que, en palabras de Ondaatje, empezó apenas con “la imagen de un chico subiendo a un barco rumbo a un lugar del que no sabía nada”.

Para terminar, cualquier novela que invoque en sus páginas al inmortal espectro del cantautor Warren Zevon tiene mi admiración, mi agradecimiento, y mi deseo impostergable de volver una y otra vez a bordo; aunque (y ojalá que así sea) me sienten a la mesa del gato.

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