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Sábado, 2 de marzo de 2002

CARTAS

Querido Sigmund

La reciente traducción y recopilación de las cartas
intercambiadas por Sigmund Freud y Ernest Jones (su biógrafo inglés) y Sándor Ferenczi (su discípulo húngaro) permite leer en su densidad afectiva y conceptual un momento verdaderamente crítico en la constitución de la cultura contemporánea.

POR JORGE PINEDO

Unidas y distanciadas por el emblemático Danubio, las ciudades de Viena y Budapest supieron albergar a dos fervorosos entusiastas del género epistolar; Sigmund Freud (1856-1939) y Sándor Ferenczi (1873-1933). Conectadas y a la vez divorciadas por el gélido Mar del Norte, asimismo las lenguas alemana e inglesa contaron con corresponsales que dieron testimonio de los avatares culturales de buena parte de los inicios del siglo XX: el inventor del psicoanálisis (otra vez) y Ernest Jones (1879-1958), biógrafo y único de sus discípulos que jamás posó su nuca en el diván del Maestro.
La reciente publicación de las voluminosas correspondencias completas (Madrid, Síntesis, 2001) del descubridor del inconsciente con Jones y Ferenczi marca un acontecimiento que rebasa con holgura la mera curiosidad cholula por el diálogo entre el círculo intimísimo de los fundadores de la cura por la palabra. Son 942 páginas de cartas con el inglés y seis volúmenes de epistolario con el húngaro suficientes a fin de corroborarlo. Es conocida la tendencia de Freud por mantener una surtida correspondencia con sus discípulos, amigos, seguidores y aún detractores: el volumen de sus cartas se equipara, cuando no supera, a sus ya frondosas Obras Completas. Ya a los diecisiete años, el ilustre vienés recomienda a su amigo Emil Fluss “conservar estas cartas, atarlas, guardarlas bien, nunca se sabe...”.
Para Freud, la labor de la escritura resulta una tramitación de los restos tóxicos remanentes de la escucha a sus pacientes (“Tengo que descansar del psicoanálisis trabajando, porque, de lo contrario, no aguantaré más”), no menos que un oasis en el fárrago de la vida cotidiana (“Durante todo este tiempo estaba triste y me calmaba escribiendo, escribiendo, escribiendo...”). Por eso mismo, sus corresponsales dan testimonio no sólo de las contingencias de la construcción de un cuerpo teórico, de una práctica, de un trabajo. También resultan activos espectadores de la cocina de entrecasa de semejante faena, de las marchas y contramarchas, vacilaciones, hallazgos y vías infértiles en la que todo pensamiento prospera. De tal modo las Briefe emergen al modo de un balcón privilegiado sobre el modo de producción integral, en la acción y en las ideas, en lo histórico y en lo social, de la burguesía intelectual sacudida por los tiros de 1914.
La correspondencia entre el húngaro Ferenczi y el vienés transcurre a través de un millar y medio de intercambios producidos entre el 18 de enero de 1908 y el 4 de mayo de 1933, en tanto las cartas con Ernest Jones abarcan ocho centenares entre 1908 y la muerte de Freud, en 1939. Como las capas de la cebolla y el inconsciente mismo, las cartas de Freud y sus corresponsales bocetan peripecias personales articuladas a una Europa colonial que ve precipitarse a sus aristocracias entre momentos de bonanzas, lapsos de intensas hambrunas, esplendor artístico y sangrientas batallas.
Eran otros momentos para la comunicación: el teléfono llegó a Berggasse 19 de Viena (el domicilio de Freud) poco antes de que culminara el siglo XIX, el Orient Express cruzaba el canal de la Mancha y atravesaba la Mitteleuropa con idéntica eficacia a la del K. und K. Post und Telegraphemamt de Austria o el Royal Mail de Inglaterra que, a más tardar en dos días de una ciudad a otra, llevaban las valiosas piezas postales. En esos envíos iban las crónicas sobre los calambres en las manos que a Freud le impedían escribir (¡!), el anuncio del cáncer de paladar en 1923, así como preciosistas descripciones de los lugares de congresos a parajes de vacaciones.
Apoteosis sistemática del chisme sexual, infantil y reprimido, el psicoanálisis debatido en las cartas oferta praderas para alimentar ese espíritu de doña tapialera que husmea tras el muro a fin de detectar el traspié de la vecina. Los tormentosos affaires amorosos de Ferenczi conElma Pálos o de Jones con Leo Kann dan pasto abundante donde unos psicoanalizan a otros, cometen sinfín de infidencias, desatan intrigas bovarianas, contrariando todas y cada una de las reglas de discreción y abstinencia que, a partir de entonces, comienzan a regir los tratamientos. A tal punto que, en semejantes dimes-y-diretes Freud se ve obligado a implementar la Metapsicología, donde se suplanta el relato de confesionario por una economía de lugares a fin de evitar, de paso, el cotorreo indiscreto.
También paroxismo de las miserias humanas en las que quedan plasmadas las envidias, maledicencias y zancadillas, incluyendo a un Freud indignado porque Ferenczi había programado unas vacaciones sin él. Fue con el húngaro y con Carl G. Jung con quienes Freud viajó a los Estados Unidos, a cuyo arribo, desde la borda del barco, se produce la célebre escena en que el vienés habría sentenciado (según el chisme poco confiable recogido por Jacques Lacan): “No saben que les traemos la peste”.
Una vez desaparecidos los corresponsales, los respectivos epistolarios se desperdigaron en universidades norteamericanas, la Biblioteca del Congreso, la Biblioteca Nacional de Austria en Viena, los Archivos Sigmund Freud de Nueva York, la Asociación Psicoanalítica Internacional, sin contar a los descendientes y albaceas de los protagonistas. Esto dio lugar a disputas entre herederos y pesquisas de los investigadores (espléndidamente sintetizadas en los sendos prólogos a las ediciones de Síntesis), que recién ahora se resuelven en favor del lector voraz.
Como podrá comprobarse en este epistolario, la historieta de aquel muchacho de Tebas que en un cruce de caminos mató a su padre, se acostó con la mamá y finalmente se sacó los ojos resulta una metáfora light frente a los enredos amorosos de los pioneros del psicoanálisis. Gizella Altschul es la amante que triunfó y se convirtió en esposa de Ferenczi, pero a la vez es la madre (en un matrimonio anterior) de Elma Pálos, paciente a la vez que enamorada de Ferenczi: padrastro, analista, amante de la madre, etcétera. Zafarranchos triangulares en los que el inventor del psicoanálisis se zambulló de cabeza por su propia posición. Luego del asunto con Breuer y Ana O., en la que la paciente se enamora del analista (un clásico: “La transferencia es una cruz”, le escribe al pastor Pfister ya en 1910), se desata la histoire d’amour entre Jung y Sabina Spielrein, la tan mentada entre Jones y Leo Kann, el affaire semiincestuoso ElmaFerenczi, descartando los rastreros rumores entre el mismísimo Sigmund con su cuñada Minna o con Lou-Andreas Salomé. En varios momentos, Freud manifiesta a su biógrafo oficial su pesadumbre “por saber que se ha metido usted en nuevas dificultades con una mujer”, más aún, agrega, “me apena mucho que no domine esos apetitos tan peligrosos”.
Freud es paternalista, por lo general, con sus corresponsales. Por más que muestre sus propias debilidades, hipocondrias y achaques, no alcanza para evitar el tonito del que sabe que su escritura ha de permanecer grabada en algún libro de historia. Jones, Ferenczi o cualquiera de sus corresponsales (tal vez acaso con la sola excepción de Martha Bernays cuando era su novia y luego cónyuge o de Lou-Andreas Salomé) queda en una situación de auditorio, funcional a la autoridad que emanaba carismáticamente del Maestro. Sin ser precisamente esclavos, en ningún momento Jones o Ferenczi llegaban a funcionar en tanto pares. Freud extrae de sus bodrios personales, conceptos. En estos casos, nada menos que los de transferencia y contratransferencia, es decir aquello por lo cual el paciente le otorga un saber al analista y aquello por lo cual este último queda intoxicado por el primero.
Recorrido por el camino sobre el que una ciencia paso a paso se construye, libro de estampas, relato de viajes, crónica histórica, mitología moderna, panfleto, melodrama, la correspondencia de Sigmund Freud con Sándor Ferenczi y Ernest Jones excede el interés del mundillopsi para abarcar, en tanto fuente insoslayable, el ámbito de la reflexión en torno de la producción cultural.

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Sándor Ferenczi y Sigmund Freud
 
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