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Domingo, 21 de diciembre de 2014

EL LADO DE LA SOMBRA

En los últimos años, tanto los talleres de escritura como los modos de edición se han multiplicado en prisiones e institutos de menores, a punto tal de llevar, la semana pasada, a convocar el primer Encuentro Nacional de Escritura en la Cárcel, que se llevó a cabo en la Biblioteca Nacional, para intercambiar experiencias, impresiones y perspectivas sobre la ley, el delito y las penas. Cómo pensar un espacio que no sólo tiene un efecto de fuerte conmoción sobre los que padecen el encierro, sino que también plantea interrogantes y desafíos acerca del status de la escritura en la industria cultural y la enseñanza de la literatura.

 Por Luciana De Mello

Los que se encuentran en la situación que eufemísticamente se llama “de encierro”, en la pena de ese encierro, y el probable pero no necesario encuentro con la literatura, no constituyen lo que los estudiosos suelen llamar “un objeto de estudio”. La literatura es un objeto de creencia. Los que estudiamos literatura creemos poseerlo como lo dado, lo prestigioso, y hasta evidente en su propia aura de prestigio cultural. Un objeto. Para los recluidos, en cambio, más allá de su propio encierro, más allá de la certeza inconcebible de su propio encierro, no hay ningún objeto. Lo que los encerrados tienen de su lado es la azarosa posibilidad de un encuentro. Y la literatura oscila, relampaguea, se extingue como una llama o un llamado, por ser ese encuentro mismo. Los encerrados y los desposeídos de todo sólo poseen la posibilidad de un encuentro. “La literatura como posibilidad de encuentro”, así lo definía Jorge Panesi, en agosto de 2011, durante una charla titulada “La resistencia de la palabra: escritura en la cárcel”, organizada en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.

Tres años más tarde, el caudal de los talleres de escritura y espacios de edición en contextos de encierro (donde se producen libros, revistas, periódicos y folletos, publicaciones que circulan –adentro y afuera– con tapas pintadas a mano, encuadernación artesanal, ediciones de imprenta o directamente en hojas de fotocopia) se ha expandido de tal forma que llevó a celebrar el I Encuentro Nacional de Escritura en la Cárcel en la Biblioteca Nacional. Este crecimiento no habla, sin embargo, de una mayor cantidad de textos producidos en el encierro en comparación con otras épocas, ya que al estar continuamente asediados y destruidos por las requisas, los traslados o la propia salida en libertad, esta imposibilidad de “rescate”, publicación o salida a la calle de la totalidad o al menos de una cantidad significativa de lo que se escribe intramuros se revela como una de las tantas condiciones de producción dentro de la cárcel. El aumento de los espacios donde se produce escritura dentro de cárceles e institutos de menores sí da cuenta de la profundización de una política que pretende darle mayor visibilización a esta “literatura del resto”, a esta escritura a mano alzada que, en un intento desesperado de supervivencia, vuelve a darle a la literatura su sentido y designio de fisura en el muro, de pliegue donde el lenguaje se hace otro y propio a la vez, posibilitando así la supervivencia de la propia literatura acechada –como anotó Panesi– “desde su propio interior, en cuanto ella sólo es lo que los mediadores, los sacerdotes, los profesores quieren que sea”.

Es por eso que la palabra escrita tiene un valor especial en contextos de encierro. Así como llena expedientes, legajos y oficios, atraviesa muros y distancias en forma de correspondencia; deja su trazo en paredes talladas con púas o facas; pasa de mano en mano, vuela o se descuelga de una ventana a otra como paloma, establece sanciones y penas, condena, insulta y verduguea, también la palabra se convierte en una herramienta no sólo creativa sino de resistencia frente a lo que desde la academia y la crítica entendemos por literatura. La escritura en el encierro pone en jaque e interpela las perspectivas, los marcos teóricos, las legitimidades de los que trabajamos con literatura. Y este acontecer de extrañamiento frente a lo que se tiene por dado –proclamado tantas veces muerto junto con las vanguardias– sucede día a día en los pasillos y subsuelos de la reclusión. Así como Néstor, uno de los participantes del Centro Universitario de Devoto, explicaba cómo había llegado a escribir ficción ese año (“No sabía lo que significaba la palabra, pero cuando me llegó el papel ofreciendo el taller de narrativa pensé: es algo vivo”), Rudy, en su propia definición de escritura, afirmaba: “Narrar es como jugar al póquer: todo el secreto consiste en parecer mentiroso cuando se está diciendo la verdad”. La tarea, entonces, de quienes trabajan con literatura en contextos de encierro es propiciar el encuentro con la experiencia propia y ajena sobre ese lenguaje nuevo que apenas se vislumbra en cada texto que se escribe a mano alzada, donde la letra marca el pulso del que tiene algo urgente para decir.

En este primer Encuentro Nacional de Escritura en la Cárcel: “La ley, el delito y las penas”, se buscó abrir un espacio de debate sobre la palabra escrita y su vínculo con las lenguas, tramas y políticas que atraviesan el encierro, entendiendo por escritura toda inscripción, sea escrita, grabada o simplemente dicha, de la que quede un registro, marca o huella en algún tipo de soporte o material: papel, cinta, película, cuadro, recuerdos, memoria. Ya que, como resalta Juan Pablo Parchuc, coordinador del Programa de Educación en Contextos de Encierro de UBA XXII: “Hasta ahora, estos materiales han sido reunidos y discutidos especialmente por sus protagonistas. Y el interés académico que han despertado puso el acento en el desafío a prácticas de docencia e investigación que no siempre son reconocidas por su interpelación a las concepciones hegemónicas de lo literario o lo estético, tanto en la universidad como en la industria cultural. Por su parte, las editoriales y los medios dominantes suelen ocuparse del tema cuando los que firman adquieren el estatuto de ‘autor’, fuera de sus condiciones colectivas de producción”.

La pregunta es qué y cómo, hasta dónde intervenir el material que se produce. Y cuesta, desde un primer momento, coincidir en los criterios. Cómo leer la sintaxis rota, las palabras inventadas, la reformulación del género policial en un género delictivo, escrito desde la perspectiva de quien está del lado de adentro del crimen, no ya contado ni perfumado para las productoras de cine ni para las turísticas crónicas del margen, sino desde una narración donde lo que opera es la reapropiación –ficcional– de los hechos. Los coordinadores se preguntan: ¿De qué está hecho el lenguaje, qué lo legitima, cómo apropiarse de él si se lo desconoce, cómo encontrar la propia voz aprehendiendo estructuras que nunca se oyeron, que no representan, cómo avanzar con esa nueva lengua sin caer en condescendencias y/o exclusiones? Se hace necesario plantear entonces otros parámetros para escribir y leer con una nueva lente que se va armando entre todos. La lectura de ese material debería así afirmarse dentro de lo que Barthes reconoce como la esencia de cualquier texto: “Un texto está formado por escrituras múltiples, procedentes de varias culturas y que, unas con otras, establecen un diálogo, un parodia, una contestación, pero existe un lugar donde se recoge toda esa multiplicidad, y ese lugar no es el autor, como hasta hoy se ha dicho, sino el lector: el lector es el espacio mismo en que se inscriben, sin que si pierda ni una, todas las citas que constituyen una escritura”. Es en el espacio de la lectura, entonces, donde se produce el primer encuentro y donde todos los que participan de él se encuentran en las mismas condiciones de perplejidad frente a la palabra.

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