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Domingo, 19 de abril de 2015

CRIMINAL MAMBO

Autor de una obra vastísima e inabarcable, admirada por Cocteau, Genet y hasta Walter Benjamin, Marcel Jouhandeau fue también antisemita y colaboracionista. Devoto y voluptuoso, católico pero pecador –estaba casado con una bailarina, pero buscaba hombres en Pigalle–, es el autor de Tres crímenes rituales, en el que expone minuciosamente tres casos profusamente cubiertos por la prensa francesa en los años ’50. Breve y malsano, es un estudio del horror y el secreto humanos en dos direcciones: hacia afuera, con la descripción de los crímenes, y hacia adentro, con la exposición de su amargo punto de vista, intenso y diseccionador.

 Por Mariana Enriquez

En el notable prólogo que escribió para la edición en castellano de Tres crímenes rituales del francés Marcel Jouhandeau (1888-1979), Eduardo Berti –también traductor del libro– recuerda el ensayo Escritores delincuentes de José Ovejero y apunta que ahí se investiga “la atracción, a veces identificación, entre intelectuales y delincuentes, más si estos últimos son cultos o muestran cierto refinamiento ideológico”. Y luego ubica a Tres crímenes rituales en la tradición de Souvenirs de la cour d’assises de André Gide o L’affaire Dominici de Jean Giorno, “crónicas judiciales que no excluyen un examen de las posibles motivaciones de los delincuentes”. A la tradición podría agregarse, como ejemplo más contemporáneo, El adversario de Emmanuel Càrrere, crónica de los asesinatos –de su esposa, sus hijos, sus padres– del mitómano burgués Jean-Claude Romand que durante años fingió ser médico investigador en la OMS.

Tres crímenes rituales. Marcel Jouhandeau Impedimenta 105 páginas

Pero hay algo diferente en este breve y malsano libro. Son tres los casos expuestos de manera escueta aunque minuciosa. Todos los crímenes habían sido cubiertos profusamente, en su momento, por la prensa roja francesa de los años ’50. El primero lo comete Denise Labbé, que ahoga a su hija de dos años en un recipiente para lavar la ropa supuestamente por orden –en un pacto sacrificial– de su novio, Jacques Algarron. El segundo –del que también escribió Marguerite Duras– es el asesinato de Márie-Claire Évenou, esposa de un respetado médico, Yves Évenou, quien le habría ordenado la ejecución a una de sus pacientes, Simone Deschamps. El tercero es el más impactante: un cura de provincias, Guy Desnoyers, asesina a su amante embarazada de nueve meses, Regine, le arranca el hijo del vientre y le desfigura la cara además de apuñalarlo. Jouhandeau asiste a los juicios, fascinado, y ubica un elemento común: los llama crímenes rituales. Se complace, con saña, en los detalles –es escalofriante y demuestra el poderío de Jouhandeau como narrador la descripción del cura degollando al bebé– y en cada línea queda claro eso diferente que pone a Tres crímenes rituales en un lugar distinto dentro de la tradición: el autor es un hombre obsesionado con el pecado, con el Mal. Es un católico que peca, un místico que encuentra elementos escabrosos en el éxtasis. “Como el cielo, sin duda, siempre sentí debilidad por los culpables”, escribe, y también está hablando de él mismo, que en su vida fue devoto y voluptuoso, eufórico y suicida. Casado con una bailarina, tenía relaciones con hombres en boliches de Pigalle y se enamoraba de varones con frecuencia. Fue acusado de antisemita y colaboracionista y escribió un libro cuyo título dice todo: El peligro judío (1937). El y su mujer denunciaron a varios judíos y resistentes y hasta fue invitado por Goebbels a un congreso en Weimar. Su obra, vastísima e inabarcable, contiene más de 130 libros y fue admirada por Cocteau, Genet y hasta Walter Benjamin. Se especializó en los relatos sobre Chaminadour –un pueblo inventado pero idéntico a Guéret, el suyo– y la vida de provincias pero lo hizo de manera cáustica, chismosa, también fotográfica. La misma que usa para la descripción de los crímenes, especialmente en la cobertura del juicio al sacerdote con los escalofriantes diálogos de la sala de audiencias. Son los horribles asesinatos del cura los que más fascinan a Jouhandeau, por lejos. Escribe: “He notado a menudo que la fe y el pecado no se excluyen necesariamente. Se puede ser el más abyecto de la tierra y, al mismo tiempo, el más convencido de todos los creyentes”. No sólo excita particularmente su fascinación el brutal choque de lo piadoso y lo criminal en el caso del cura asesino: es que en los otros casos las asesinas son mujeres y la misoginia de Jouhandeau es tan pronunciada (¡aunque él la niega en un párrafo!) que ni siquiera puede adjudicarles la diabólica atracción del Mal, o sólo puede hacerlo en sorprendidas ráfagas. De Simone Montespan, que acuchilló a la esposa de su médico siguiendo una orden dice “su cuerpo delgaducho tiembla en presencia de los jueces, desprovisto de toda personalidad, casi de toda existencia. Uno se pregunta cómo fue que pudo él, por un rato, convertirse en un personaje fastuoso, fabuloso”. También lo horrorizan las mujeres del jurado, no las cree aptas para la tarea: las llama Erinias “cuya sed de castigo es prácticamente insaciable”. También quiere que sean sancionadas las mujeres que dan testimonio “por la violencia que a menudo aportan”. Los periodistas, sin distinción de género, caen también bajo su censura. Para Jouhandeau hay una regla que debe adoptar cada juicio por jurados –y en este punto su libro excede la aparente intención de crónica–: “Si el objetivo profundo de la literatura, el único que justifica plenamente su existencia, es el conocimiento del ser humano, y si tomamos en cuenta que en ningún sitio esto puede estudiarse mejor que en una sala de audiencias, ¿no sería conveniente que, a modo de principio general, la conformación de todos los jurados incluyera a un escritor?”. Tres crímenes rituales es, entonces, un estudio del horror y el secreto humanos en dos direcciones: hacia afuera, con la descripción de crímenes teatrales y terribles, y hacia adentro, con la exposición de la amargura infinita del autor y su punto de vista intenso y diseccionador. Como escribe en su crónica del juicio a la joven filicida, “no recorremos esos senderos que bordean los abismos sin despertar ciertos poderes malignos que ignorábamos tan a nuestro alcance” y no se refiere, únicamente, a los crímenes que documenta.

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