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Domingo, 23 de agosto de 2015

ANGELA CARTER

EL SEXO DE LAS HADAS

Narradora, periodista y poeta, Angela Carter escribió, entre otros muchos libros, una recopilación de cuentos que se inspiraban o bebían de fuentes –más o menos cercanas– como los cuentos de hadas, vampiros, hombres-lobo y otros monstruos de popular y gótica estirpe. Y lo hizo no meramente para entretener o asustar sino para escenificar el filo político de estos géneros, remarcando la lucha de poder entre los sexos, y particularmente el rol femenino que, apelando a la fuerza y la energía, sacara a la mujer de una posición pasiva e indefensa. La cámara sangrienta se publica en una lujosa edición que hace justicia a un libro pionero en materia de literatura popular y feminismo.

 Por Mariana Enriquez

Angela Carter detestaba que se llamara a los cuentos de La cámara sangrienta “versiones” de cuentos de hadas, y le gustaba todavía menos el término elegido por su editor norteamericano: cuentos de hadas “para adultos”. Su malhumor estaba justificado y resulta obvia –y asombrosa– la transformación radical del género en la reciente, lujosa edición que le dedicó editorial Sexto Piso, con ilustraciones de la chilena Alejandra Acosta: los relatos son relecturas de algunos cuentos de hadas donde Carter tuerce los roles de género asignados en estos relatos tradicionales. “Me propuse indagar lo que había por debajo”, y lo que había era sexo”, decía.

Inglesa, periodista, narradora y poeta, Angela Carter vivió apenas 51 años –murió en 1992 de cáncer de pulmón– y dejó una cantidad apabullante de trabajos: nueve novelas, seis colecciones de cuentos, guiones, libros para chicos y una decena de trabajos de no ficción, incluyendo impresiones sobre los años que vivió en Japón y el famoso The Sadeian Woman and the Ideology of Pornography, ensayo editado el mismo año que La cámara sangrienta y en el que leía al Marqués de Sade en clave feminista: entre otras cosas afirmaba que había sido uno de los primeros en no pensar a la mujer como mera reproductora de la especie, en darle un lugar a su deseo.

Es el deseo lo que impregna los relatos de La cámara sangrienta y con el reconocimiento de ese deseo, el desbarajuste de los roles de género. Dos años antes de publicar este libro Carter, que también era traductora, publicó en inglés The Fairy Tales of Charles Perrault de modo que tenía a los cuentos de hadas muy leídos y muy cercanos. Destruir sus reglas por dentro y crear heroínas poderosas es bastante habitual en la cultura pop hoy –como apunta la escritora Kelly Link en su introducción a la reedición de los cuentos en EE.UU.– pero en 1979 esa relocación resultaba subversiva. Sobre todo porque está acompañada de un pulso mórbido, lánguido, decadente –un poco de gótico, otro de simbolismo y magia y algo del ímpetu de las novelas de aventuras–. Y, además, está su escritura: Angela Carter lleva al límite moderno los excesos del gótico y el romanticismo en un estilo recargado pero diáfano: “Su belleza es una anormalidad, una deformidad”, escribe en “La dama de la casa del amor”, “porque ninguno de sus rasgos exhibe ninguna de las enternecedoras imperfecciones que nos reconcilian con la imperfección de la condición humana. Su belleza es un síntoma de su trastorno, de su carencia de alma”.

Los diez cuentos de La cámara sangrienta se inspiran en fuentes muy variadas: a veces incluso la repiten –hay dos, por ejemplo, vagamente basados en “La bella y la bestia”–. Y también varían en largo: van desde la nouvelle hasta el microrrelato. Lo que no cambia nunca es la operación subversiva que empieza con una relectura de Barbazul en La cámara sangrienta, la nouvelle de apertura. Una chica de 17 años, pianista, se casa con el hombre más rico de Francia y no lo hace por amor. Dice la protagonista, después de que el novio le regala una gargantilla de rubíes heredada: “Por primera vez en mi inocente y limitada vida, descubrí en mi tal potencial para la corrupción que me quedé sin aire”. El castillo donde viven está en Normandía y cada vez que sube la marea queda aislado, en obvia referencia al célebre Mont Saint-Michel. La época del relato está corrida: aunque no se dice explícitamente, ocurre a fines del siglo XIX y los gustos del hombre, que es un empresario, tienen mucho que ver con el decadentismo reinante: colecciona aguafuertes de Felicien Rops, el dibujante belga obsesionado con el Mal, el sexo y la muerte que fue amigo e ilustrador de Baudelaire; en un atril tiene abierto Lá-bas de J. K. Huysmans como si se tratara de un libro de oraciones; guarda cuadros del simbolista Gustave Moreau; la recámara donde conserva los cuerpos mutilados de sus esposas asesinadas recuerda mucho a las torturas y los goces de la condesa Báthory según Valentine Penrose. En este ambiente suntuoso y mortuorio, carnal y macabro se mueve la pianista, hasta aquí próxima víctima del asesino esteta. Pero no se dejará matar tan fácilmente: la chica seduce al afinador del piano del castillo pero él no puede ayudarla: es ciego. Llega, finalmente, para salvarla, su propia madre, una mujer con un pasado de violencia y aventura. Y los tres, la joven viuda, el ciego –que no oficia de príncipe al rescate: es bastante inútil y casi un objeto sexual– y la dura mujer mayor, heredan la fortuna del perverso refinado.

La reconfiguración continúa con “El cortejo del señor León”, la primer recreación de La bella y la bestia. La historia, en tercera persona y en tono de “había una vez”, empieza de manera bastante convencional: un padre se ve obligado a “entregar” a su hija a la Bestia –un hombre-león– como castigo por abusar de su generosidad cuando le roba una rosa blanca mágica de su mansión. Pero si al principio Bella tiene miedo de la bestia y parece estar atrapada en la casa solitaria, de a poco ella se vuelve la más arriesgada de los dos, la menos miedosa, la que se va a vivir a la ciudad sin miedo a las represalias; y la Bestia se convierte en la princesa solitaria que se deja morir en la soledad de su Torre, olvidada por Bella, que goza de la vida mundana. Recién pueden estar juntos cuando Bella ve la debilidad de la Bestia y la Bestia reconoce la potencia de Bella. Recién entonces, vulnerable y a punto de morir, la Bestia se convierte en hombre.

“La novia del tigre” es otra recreación de La Bella y la Bestia pero va más lejos, especialmente desde el punto de vista erótico. El Tigre-Bestia jamás se transforma en humano y la Bella –que cuenta en primera persona y es seca, clara, autoconsciente: “Mi padre decía que me quería pero apostó a su hija en una partida”; “Yo miraba con el furioso cinismo propio de las mujeres que se ven obligadas por las circunstancias a ser testigos mudos de una locura”– descubre, en sus escarceos con la Bestia, su propia animalidad: “Y cada caricia de su lengua me arrancaba una capa nueva de piel, todas las pieles de una vida en el mundo, dejando atrás una incipiente pátina de brillantes pelos”. Ella está siempre en control; ella es objetivada por su padre pero lo sabe y lo rechaza; no será la bella ni el tesoro de nadie más que de sí misma.

El tono cambia en “El gato con botas”, un relato satírico narrado por el gato en cuestión, verdadera picaresca llena de sexo extenuante –entre animales y entre humanos, aunque no entre especies–, chistes de doble sentido y una joven encerrada en una habitación-torre, casada con un anciano que le repugna tanto y le importa tan poco que, cuando muere, tiene sexo, abandonado y febril, al lado del cadáver. Angela Carter juega con el gran clisé de la princesa prisionera para destruirlo: esta joven aguanta el encierro esperando la muerte del marido, la herencia y la llegada de un amante joven. Es fría, es pícara y es virgen, porque el anciano es impotente. Es el único relato humorístico de la colección.

El siguiente relato, “El rey de los trasgos”, no tiene una referencia tan clara: se basa, vagamente, en el mito del espíritu del bosque, del rey de los elfos (“erl-king”), un ser que suele aparecer en los relatos de los hermanos Grimm. Tradicionalmente es un ser que engaña y atrapa a los jóvenes para matarlos. Pero en el relato de Carter, la mujer que se le entrega es parcialmente cómplice, como la joven pianista de “La cámara sangrienta”. Le atrae ese ser que “es el tierno carnicero que me enseñó hasta qué punto es el amor el precio de la carne” y la “despelleja como a un conejo” cuando la desnuda. Todo el bosque, sin embargo, es una cárcel: los árboles como barrotes son espejo de las jaulas que tiene en su guarida el Erl-King, llenas de pájaros que, en realidad, son mujeres metamorfoseadas. Es justamente cuando la amante despierta de la ensoñación del amor romántico que puede reconocer y liberar a las mujeres que cayeron presas de la misma ilusión y salvar su propia vida.

Le sigue “La niña de nieve”, un microrrelato adaptado de los Grimm absolutamente cruel, donde dos condes, en invierno, salen a cabalgar, “crean” una niña en la nieve y, finalmente, cuando la condesa la percibe como una amenaza, la mata. Y el conde tiene sexo con el cuerpo. Es una viñeta terrible y sorprendente, escrita con cruel elegancia, que parte el libro en dos. La “segunda parte” se ocupa de monstruos tradicionales: vampiros y hombres lobo. “La dama de la casa del amor” es una adaptación de un guión de la propia Carter para radio, “Vampirella”, la historia de una joven vampira que espera en su castillo a jóvenes de quienes beber y encuentra a un joven soldado inglés poco antes de la primera guerra mundial: ella funciona como anticipo de la muerte para recordarnos que hay cosas mucho peores que chicas vampiras en castillos cubiertos de musgo. “El hombre lobo” es una relectura de Caperucita roja durante la noche de Walpurgis: la niña, lejos de la inocencia, está acostumbrada a la brutalidad de vivir en el frío rural de un país del norte de Europa; carga un cuchillo, sabe usarlo, reconoce que su abuela es una bruja y se aprovecha de eso. Es un cuento extraño, sugerente, con el tono del mito y la superstición.

“La compañía de los lobos” es una de las pequeñas obras maestras del libro. Llevada al cine por Neil Jordan (El juego de las lágrimas) en 1984 es un clásico de los relatos de licantropía –si no el mejor de todos–. Los lobos son el peligro de la noche, los voceros del Mal y del peligro; son la peste y el contagio. Vuelven con forma humana cuando se los cree muertos. El relato tiene un tono admonitorio y susurrante, lleno de consejos: “Antes de convertirse en lobo, el licántropo se queda totalmente desnudo. Si ves un hombre desnudo entre los pinos, debes correr como alma que lleva el diablo”. No hace falta subrayar lo amenazante y lo erótico que late en esta advertencia. Después de esa introducción, vuelve la historia de Caperucita pero aquí ella no sólo acepta al lobo: no le teme. “La muchacha sabía que ella no era carne de nadie”, escribe Carter. Y después, la niña –que acaba de tener su primera menstruación– acaricia la cabeza del lobo y se come sus piojos, en una salvaje ceremonia de matrimonio.

El último y más extraño de todos los relatos, llamado “Wolf Alice” en el original y “Lobalicia” en la traducción, es totalmente anfibio: con algo de la Alicia de Carroll y mucho de la más escatológica tradición de horror –incluida una especie de Nosferatu que roba y come cadáveres–, la niña lobo ha intentado ser domesticada por monjas, sin éxito. Y ahora vive con este conde monstruo, como sirvienta. Pero se ve en un espejo y aunque no se reconoce –cree que es otra loba– aprende sobre su cuerpo, sobre su aspecto, sobre ella misma. “Lobalicia” también está basado en los casos de los niños salvajes que en los ‘70 ocuparon muchas páginas en la prensa: el par naturaleza-cultura es un tópico de La cámara sangrienta que en este extraño y oscuro relato final se hace explícito.

La cámara sangrienta. Angela Carter Sexto Piso Ilustrado 178 páginas

La edición de lujo de SextoPiso rescata y le hace justicia a este libro pionero que usó antes y mejor a los cuentos de hadas como el lugar para explorar las relaciones de poder entre los sexos, el aspecto corrupto de la pareja, la identidad femenina, el poder del deseo; y también subvirtió los roles femeninos establecidos no sólo en la narrativa tradicional del cuento de hadas sino en la novela gótica para dejar atrás a las damiselas en apuros. Angela Carter eligió estos géneros para escenificar la ruptura por una razón comprensible: están entre los más codificados de modo que la introducción del quiebre y la diferencia resulta obvia e impactante. Estas protagonistas poderosas que rompen con los arquetipos son el tipo de personajes que todavía hoy se le sigue reclamando a la ficción popular, mujeres que cuando toman el control de su destino son más verdaderas que cualquier princesa encantada.

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Illustración de Alejandra Acosta para la cámara sangrienta
 
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