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Domingo, 10 de agosto de 2003

RESEñA

El espía que llegó del calor

El fantasma de Harlot
Norman Mailer

trad. Rolando Costa Picazo
Anagrama
Buenos Aires, 2003
1296 págs.

por Rodrigo Fresán

Hay gente muy mala que todavía hoy no vacila en afirmar que Norman Mailer (New Jersey, 1923) es “el más promisorio de los escritores norteamericanos”, o que “se parece a uno de esos actores infantiles de éxito que no soportan crecer”, o que se trata de “el más genial de los pésimos novelistas”. Más allá del sarcasmo, una cosa está clara: Mailer siempre ha sido su peor enemigo (pero también su mejor camarada) a la hora de no conseguir los laureles que hoy ostentan magistrales e incontestables contemporáneos como Bellow, Roth y Updike, para conformarse –o haber optado por– una carrera donde todo puede suceder: exploraciones iniciáticas de la guerra, retratos íntimos de Cristo, novelas “cinemascope” sobre tiempos faraónicos y curiosas formas de fiction non-fiction donde el verdadero protagonista siempre es él. Un escritor injusticiero con las peores taras publicitarias de Hemingway a la hora de la vida pública mientras que, en la intimidad, sigue en busca de esa Gran Novela Americana.
Ese espejismo que –como Moisés con la Tierra Prometida– parece tener siempre en la punta de los dedos pero a la que no termina de llegar nunca. Por el camino, se sabe, Mailer protagonizó tremendos papelones, fracasó en su carrera política, apuñaló a una esposa y desafió a un round de box a todo aquel que se acercara al ring de su vida. Irving Howe alguna vez dijo que Mailer corría el riesgo de convertirse en “un rehén de sus tiempos”.
“Un rehén voluntario”, aclaró Martin Amis años después.
El fantasma de Harlot (publicada en Estados Unidos en 1991, que ya conoció una traducción en Emecé y que ahora es reeditada por Anagrama a propósito de los ochenta años de la bestia) fue la última oportunidad en que Mailer intentó volver a intentarlo. Y –teniendo en cuenta que las más de mil páginas concluyen con un “continuará...”– todo hace pensar que todavía quedan balas en la recámara para rematar y cerrar su obra y, al mismo tiempo, esta historia íntima de la CIA (un largo flashback desde 1984 que se detiene en 1964, apenas superado el magnicido de JFK) con aspiraciones de quedar como la Novela Total de Espías, para que aprendan esos Le Carré, Ambler, Greene, Deighton y todos los que fueron y lo que vendrán.
El modelo aquí, está claro, es Balzac. Y la premisa es buena: una saga literalmente underground de la vida americana con un agencia gubernamental como telón de fondo y –al frente– el siempre eficaz recurso de la novela de aprendizaje donde Harry Hubbard es el joven Lancelot, Hugh Tremont “Harlot” Montague es el crepuscular King Arthur y la bella Hadley Kittredge Gardiner funciona como la conflictiva y sensual Guinevere, entre el novato y su maestro. Así, una formidable bibliografía consultada, un intimidante aparato de datos y cameos de personas/personajes y episodios/acontecimientos históricos no consiguen disimular lo que para mí es una buena noticia: más allá del peso de este libro en las manos del lector y en la cabeza de Mailer, El fantasma de Harlot no es otra cosa que una simple historia de amor en tiempos complejos. El amor por el oficio elegido y por la mujer que te elige o te descarta. El fantasma de Harlot es, también, una de las mejores novelas “puras” de Mailer –no hay aquí trucos metaficcionales ni periodísticos de ningún tipo–, que se vuelve todavía mejor si se opta por leerla como lo que se conoce en EstadosUnidos como “best-seller de calidad” (mucho mejor pensado y escrito y tantas veces más divertido e inteligente que el por estos días tan celebrado The Company, éxito de ventas de Robert Litell también con la CIA como alma mater) antes que como otro admirable y fallido asalto de este Ahab enloquecido que, arpón en mano, se ha pasado gritando toda su vida aquello de “La Gran Novela Americana es mía y mía y mía”. Alguien que en su Advertisements for Myself de 1959 lo escribió claro y sin dudar: “Si yo tengo una ambición por encima de todas, es la de escribir una novela que Dostoievski y Marx, Joyce y Freud, Stendhal, Tolstoi, Proust y Spengler, Faulkner y hasta el viejo y mohoso Hemingway se acerquen a leer sabiendo que en ella encontrarán todo lo que quisieron y no pudieron contar”.
Hay gente muy mala pero –para bien o para mal, por suerte o por desgracia– también hay gente como Norman Mailer.

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