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Domingo, 1 de febrero de 2004

perfiles > Joaquín Giannuzzi: 1924-2004

 Por Martín Prieto

En 1986 empezamos a hacer Diario de Poesía. Fue Jorge Fondebrider quien llegó con la novedad de los poemas de Joaquín Giannuzzi, de quien publicamos un reportaje y poemas en el segundo número de la revista y que, en poco tiempo más, se convirtió en una especie de numen para algunos de nosotros, que hicimos lo que Harold Bloom llamaría una “lectura errónea” de sus poemas. Seguramente obnubilados por títulos como Museo de Ciencias Naturales, El cuerpo objeto, Hipótesis sobre objetos o Mis objetos, entendimos que Giannuzzi era, sin más, un poeta objetivista y le reclamamos como una falta lo que en verdad era toda la otra mitad de su programa: una subjetividad machacante, armada alrededor de un personaje llamado J.O.G. Pero además, esa lectura errónea funcionó, en ese momento, como un concepto, como un enorme catalizador que nos permitió comenzar a pensar en una poesía por afuera de la pura subjetividad y de todas sus enfermedades: sentimentalismo, regodeo autobiográfico, facilidad de palabra. Digamos que nosotros leímos a Giannuzzi como si fuese un poeta eminentemente cerebral y dejamos de lado, programáticamente, todo lo que se armaba en sus poemas alrededor de la palabra “corazón”: puntadas en el pecho, silbidos, anginas, síncopes, ataques. La poesía de Giannuzzi parecía también –y nosotros no lo vimos– un tratado poético de cardiología.
Conversando electrónicamente con un amigo a propósito del guión de una película, que yo consideraba que no terminaba de decidirse por el registro realista o por el de la fábula de la ensoñación, mi amigo me escribía: “Yo creo que la decisión tendría que haber sido no ir hacia uno de los lados sino hacia los dos al mismo tiempo. Yo descubro que cada vez me interesan más las películas en que los registros se sobresaltan mutuamente todo el tiempo y nada es seguro. La homogeneidad es un valor que sólo encuentro puro en el pasado; y los que tratan de resucitarlo siempre corren el riesgo del academicismo”. Ahí, en esa conversación, y como sucede casi siempre con la verdad, que se revela hablando de otra cosa, descubrí la potencia real de la poesía de Giannuzzi: no un registro que somete al otro, pero tampoco una “mezcla homogénea” de ambos, sino la intermitencia entre uno y otro, entre lo frío y lo caliente, entre la cabeza y el corazón, donde una composición impecable de largo alcance (versos, sintaxis, y un ceñido repertorio lexical) cumple la función de una especie de disyuntor “al revés”, que en lugar de interrumpir la variación anormal de intensidad, la resalta y la deja ver. Por eso los personajes de Giannuzzi están al borde del infarto: porque el circuito de retroalimentación de sangre entre la cabeza y el corazón está todo el tiempo interrumpiéndose, y en esa intermitencia reside su extrañeza y su valor.
Joaquín Giannuzzi murió el lunes pasado. Tenía 79 años, y una pequeña legión de lectores que ahora mismo deben estar leyendo en voz alta algunos de sus poemas excepcionales para que sus propios versos, como una plegaria, lo acompañen allá, como nos acompañaron ellos a nosotros acá, durante los últimos 50 años.

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