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Domingo, 1 de julio de 2007

EL EXTRANJERO › ONDAATJE

Arte y verdad

Los libros de Michael Ondaatje despiertan fervores y rechazos con igual intensidad y el motivo principal es el embriagador lirismo de su prosa. Divisadero, su nueva novela, no va a cambiar las cosas, pero sus seguidores lo van a agradecer.

 Por Rodrigo Fresán


Divisadero
Michael Ondaatje

Knopf, 2007
273 páginas

Advertencia: ésta no es una crítica de Divisadero, la nueva novela de Michael Ondaatje, sino una crítica de Divisadero hasta la página 107; que es exactamente la parte por donde voy ahora y el punto preciso donde cerré el libro para escribir esta crítica que, como se ve, no es una crítica al uso. Tampoco quiere serlo.

En la página 107 de Divisadero sucede algo muy importante (Claire se reencuentra con Coop varios años después de un día terrible); pero no es por eso que hice un alto para escribir esto. Porque en todas y cada una de las páginas de cada una y todas de las novelas de Ondaatje (Sri Lanka, 1943, canadiense por opción desde hace años) sucede algo importante y ese algo es la prosa de Ondaatje.

Yo dejé de leer ahí porque –de tanto en tanto– la prosa de Ondaatje te obliga a dejarla por un rato para que así uno pueda disfrutar del placer del reencuentro.

Dicho esto, añadiré aquí que –me consta– muchos lectores que respeto no pueden soportar la prosa de Ondaatje. Se les hace cursi, alambicada, artificiosa y, sí, poética en el peor sentido de la palabra. Está claro que no comparto su opinión, pero la respeto y hasta la entiendo. Y es que la prosa de Ondaatje (también poeta y autor de un ensayo sobre Leonard Cohen, otro sobre Claude Glass y una brillante memoir titulada Running in the Family que se lee y se disfruta como si se tratara de cualquiera de sus ficciones) no es para cualquiera como no son para cualquiera las canciones de Rickie Lee Jones o el cine de Wong Kar-Wai (que bien podría hacer una gran película con Divisadero). La de Ondaatje es una de esas prosas que, desde las primeras líneas (y las primeras líneas de Divisadero son “When I come to lie in your arms, you sometimes ask me in which historical moment do I wish to exist. And I will say Paris, the week Colette die...”) parece empeñada en buscar a un lector preciso que sepa apreciarla por lo que quiere hacer y por lo que finalmente hace. Es una prosa que, luego de hablarnos de la semana en la que murió Colette como efemérides perfecta, un poco más abajo pero en la misma página, cita a Nietzsche afirmando que “tenemos el arte para no ser destruidos por la verdad”. Y supongo que los que nunca leyeron a Ondaatje ya se van haciendo una idea del tipo de escritor al que me refiero.

La prosa de Ondaatje ya nos ha regalado dos novelas que algunos calificarán de “experimentales” (The Collected Works of Billy The Kid: Left Handed Poems de 1970 y Coming Through Slaughter de 1976) y cuatro novelas que los mismos que etiquetaron a la anteriores como “experimentales” acaso cataloguen como “no tan experimentales” (y que yo –como ya lo hice con esta crítica– prefiero considerarlas “novelas no al uso” o “poco usuales”).

La primera de ellas es una obra maestra (Con la piel de un león de 1987). La segunda de ellas es otra obra maestra (El paciente inglés, de 1992, que ganó el Booker Prize, hizo famoso a su autor y resultó en una magistral y traicionera en el mejor sentido de la palabra adaptación de Anthony Minghella, ganadora de muchos y muy merecidos Oscar). La tercera de ellas es una obra maestra fallida (El fantasma de Anil del 2000). Y la cuarta es esta Divisadero (que publicará Alfaguara en el 2008) y es otra obra maestra de la que llevo leída hasta la página 107.

En la primera, la segunda y la cuarta novela aparece, en persona o aludido, el ladrón Caravaggio (en Divisadero es su hijo, Rafael, quien lo evoca y continúa con la tradición de sustraer nombres pictóricos); pero esto, aunque importa y emociona, es lo de menos.

Lo auténticamente trascendente es que Divisadero es otra novela del romántico Ondaatje (otro romance, con el nombre de una calle de San Francisco que apenas se menciona un par de veces) donde los cuerpos se juntan y se separan, los paisajes pasan para permanecer (el sur de Francia retratado con la misma reposada pasión que la Italia en guerra de El paciente inglés), el tiempo transcurre para detenerse, la literatura está en el aire (aquí representada por el misterioso escritor Lucien Segura) y todo parece iluminado (con el resplandor fosforescente de los casinos de Nevada donde transcurre parte de la acción y donde los jugadores profesionales conversan sobre Tolstoi y hay dance-clubs para performers llamados The Stendhal) como si se tratara de la escenografía de una ópera íntima y al mismo tiempo universal.

Divisadero es uno de esos libros por los que uno no duda en jurar en su nombre.

Uno de esos libros que uno quisiera que nunca se terminaran, pero que, en su final, en el llegar allí, también hay un placer único y un privilegio irrepetible y, afortunadamente, los libros de Ondaatje donde la elipsis y la sugerencia es el método y son los modales (no es casual que también haya firmado una larga conversación con el elíptico Walter Murch, compaginador de cabecera de Coppola y de Minghella) aguantan sucesivas relecturas porque ahí están todas esas frases, una detrás de otra, esperando, esperándonos a que volvamos a ellas.

Uno de esos libros que, para ir cerrando –y ésta suele ser una de las críticas negativas que más frecuentemente se le hacen a Ondaatje– nunca cierran del todo (aunque yo prefiero decir que no es que no cierren sino que nunca se cierran).

Uno de esos libros que te producen unas incontenibles e impostergables ganas de ponerte a escribir sobre ellos mientras los estás leyendo y no después de haberlos leído.

De ahí esta crítica que no es tal y de ahí que aquí deje y aquí los dejo para regresar con Claire y con Coop y con Ondaatje y página 108 y arte y verdad, aquí, luchando en el mismo bando, juntos, en este libro indestructible.

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