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Domingo, 17 de julio de 2005

Duro como el diamante, suave como el corazón

Por Edward Albee


Hay algunos escritores –aunque esto ocurre únicamente entre los más destacados– cuyo destino consiste en ser descubiertos, mimados, estimulados, elogiados, y luego abandonados a sus propios recursos en cuanto todo el mundo da por supuesto que la nueva y brillante estrella ya ha quedado establecida de modo permanente en el firmamento literario. Después de lo cual cambian las modas, disminuye el interés del público, se reducen las ventas, los editores saldan sus fondos, y el autor que antes triunfaba se encuentra con que sus obras no vuelven a editarse, que se ha vuelto invisible y que, si tiene suerte, se convierte de nuevo en un nombre pendiente de ser descubierto otra vez.

Todos nosotros –todos los que escribimos con la mayor seriedad de la que somos capaces– nos encontramos periódicamente en horrorosas fases en las cuales nuestra obra ha desaparecido de las librerías. Es una experiencia penosísima, bastante parecida a la impotencia repentina, y superarla puede ser la prueba que demuestra si valemos o no.

Cuando, en la década de los cincuenta, James Purdy empezó a publicar sus obras, resultó evidente, para todo aquel que quisiera reflexionar sobre la cuestión, que se trataba de un escritor de enorme talento. Efectivamente, recibió una serie de elogios públicos tan exagerados –la extravagancia del entusiasmo–, que no sería de extrañar que aquel fenómeno sembrara la envidia y el rencor en los corazones de muchos de sus colegas.

Recuerdo todavía mi experiencia de los primeros libros de Purdy, y la encuentro muy parecida a la que tuve con motivo de mi primer encuentro con los textos de John Updike y Eudora Welty (y, más recientemente, con los de Ann Beattie). Comprendí que me encontraba en presencia no sólo de un nuevo talento –porque talentos hay muchos– sino de un talento muy especial. Hay escritores que nos emocionan por sus cojones, otros por su cerebro, y siempre deseamos que estas dos cualidades estén un poco más equilibradas. De vez en cuando –y esto es lo que crea la diferencia– nos encontramos ante un escritor capaz de unirlo todo; un escritor que no solamente nos hace disfrutar de su valentía e inteligencia en las proporciones correctas, sino que además nos enorgullece de ser miembros de una profesión capaz de dar a luz semejantes maravillas.

Purdy fue todo esto para mí, y di por supuesto (¿acaso nunca llegaremos a aprender?) que una carrera tan bien y merecidamente lanzada, seguiría su curva ascendente con la sola ayuda de sus propias fuerzas. Que este libro, reedición de las primeras obras de Purdy, sea necesario, es un hecho muy triste; que exista, me llena de alegría.

Son cuatro las cosas de la obra de Purdy que más atractivo ejercen sobre mí, que mayor agradecimiento me inspiran: su ingenio, su erotismo, su prosa personal y mordaz, y su peculiar ternura.

La mayor parte de los escritores más importantes del siglo XX –Joyce, Stein, Proust, Beckett, Nabokov, Borges– son profunda y tristemente divertidos, y la callada sonrisa, la risilla entre dientes, la carcajada que de vez en cuando provoca el malicioso ingenio de Purdy, resultan profundamente satisfactorias.

El rasgo verdaderamente erótico no es tan frecuente en literatura. Se trata de una cualidad táctil; notamos el olor almizcleño, oímos la respiración, nos roza suavemente la piel de lo descrito. En manos de Purdy, la sensación llega a ser regocijante y perturbadora.

Como estilista, Purdy es un fenómeno muy curioso. Su prosa, su vocabulario, su puntuación son muy individuales, y parecen existir en un mundo propio. De vez en cuando tropezamos con alguna frase, una extraña elección de vocablo, pero sólo para comprender, finalmente, que la exactitud parece con frecuencia, a primera vista, caprichosa o arbitraria. Purdy es un narrador verdaderamente original y, como tal, cuenta sus historias a su modo.

El amor que siente Purdy por todos sus personajes –incluso por los más necios, condenados, mendaces, desesperados, fracasados– procede de un sentimiento profundo que tiene que aparecer en el momento mismo de la escritura. No es una de esas cosas que, como el estilo o el tema, pueden elegirse, y es posible que sea ésta la cualidad que diferencia al hombre del muchacho.

Purdy es lo bastante realista –a juzgar por su fantasía– como para no dejarse engañar por este “nuevo descubrimiento” de su obra. Es posible que este libro se agote algún día; espero que no sea así, pero ya puede el lector aferrarse a su ejemplar: contiene una obra tan dura como el diamante y tan suave como el corazón.

Prólogo a la edición de Malcolm publicada por editorial Anagrama en los años 80.

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