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Domingo, 21 de mayo de 2006

Roberto Arlt o el sacrificio del intelecto

Extraído de El pecado original de América, recientemente distribuído por el Fondo de Cultura Económica

 Por Héctor A. Murena

Por decisiones que estaban más allá de él mismo, era un héroe. Para entenderlo, sin haber leído una sola línea suya, sin conocer una sola de las circunstancias de su vida, basta con ver dos fotografías, separadas por casi veinte años que acotan el período de su misión. Todos los resortes de la energía están plegados en la primera, listos para saltar, encubiertos por un aire de serena expectativa que hace que ese rostro irradie sin cesar la loca persuasión de invulnerabilidad que distingue al héroe. Es el hombre “tan fuerte que puede reírse y apiadarse de todo”, pero es también el que desvirtúa y enmascara los datos de su existencia real, de su nacimiento, y el que simula fabulosas relaciones tranquilas con ladrones, con peligrosos delincuentes, otra vida, porque entre las primeras cifras del heroísmo se anotó siempre la de no tener origen, ser milagroso, no deberse más que a sí, y la de poder aguantar sin temblar la continuidad del mal. Pero, ¿cómo logrará realizarse un héroe en la ciudad, en la gran ciudad de la mísera existencia cotidiana, en la quieta ciudad, tan extraña a toda batalla, que sólo al deporte concede la posibilidad de pálidos simulacros de victoria? ¿Cómo hará este héroe que para mayor ironía está destinado al espíritu? Será héroe del fracaso, en lugar de serlo del triunfo: será mártir, ya lo sabemos. De todos modos, el héroe y el mártir constituyen las dos caras de una misma aspiración: la de ser más hombre, la de cumplir hasta el extremo el mandato que la vida significa. Pero cuando esa intensa voluntad brota en alguien que es un artista, un narrador, debe entonces traducirse en la que no por azar es la característica más destacada de Arlt, en un osado ejercicio de la invención, de ese riesgoso privilegio del hombre, que es capaz de arrastrar a tormentos peores que los de cualquier máquina, de cualquier combate. Para subrayarlo, igual que esos estigmas un poco groseros que sirven para señalar a los elegidos a las miradas menos despiertas, aparecen sus grotescos y fervientes proyectos de inventos materiales, de flores eternizadas mediante baños metálicos, de armas supereficaces, etc. Pero esas fallidas empresas no constituyen en definitiva más que el impuro sobrante, la ganga, de la imaginación enorme que surca, llena, sacude y mantiene siempre vivas, por sobre los grandes defectos, a sus novelas, a la Novela, quizá sea mejor escribir, porque a ese número de narraciones, que –si se piensa– permiten ser agrupadas en una sola, es posible que en el futuro la crítica convenga en denominarlas así por constituir en cierto sentido uno de los antecedentes principales de la novela argentina. Pues, ¿acaso no es la novela –bizantinismos aparte– lo no común, el evento extraordinario e impresionante? Es tornar verosímil un hecho que rompe el orden vulgar, maravilloso, y agreguemos que cuando se cae en lo inverso, en querer exponer lo maravilloso que hay en lo vulgar, cuando se persigue la psicología, la caracterología y la verdad, o sea cuando se practica el llamado realismo, se logran naturalmente plausibles resultados sociales, descriptivos, poéticos, filosóficos, pero se confiesa al mismo tiempo un impotente desdén para lo que es esencial en la novela. Así como el hombre significa lo no natural entre la naturaleza, constituye la bestia profética, la novela es también la irrupción de lo profético entre lo cotidiano, de lo fabuloso y distinto de la imaginación del hombre. Y si la novelística de un país se mide en rigor por lo que sus novelistas han imaginado, en la nuestra, que a través del historicismo, el naturalismo, el folklorismo y el nacionalismo se había resignado a humillar la imaginación ante la mera realidad. Arlt figura entre los primeros. Tal fue su ingenuo heroísmo; imponer al mundo el sello de su humanidad, reconocer el sentido sobrenatural de la imaginación. A su modo, con tanto mayor violencia cuanto más embrionaria fue su actitud, señaló la diferencia radical que ha mediado siempre entre los escritores proféticos y el resto, entre los que sienten la palabra y la imaginación como dones no naturales, religiosos, que deben prevalecer sobre la tierra, y los que los consideran como elementos comunes entre lo común, los que se avienen a someterlos a la simple descripción de lo real, en suma, la diferencia que media entre Dostoiewsky y Zola, para decirlo con una contraposición violenta pero expresiva. Y aunque hoy vayamos perdiendo cada vez más y más la capacidad para percibir la blasfemia que encierra el querer ahogar a la imaginación bajo la realidad, esa blasfemia se vuelve incesante y peligrosamente contra nosotros. Piénsese sólo en los recientes narradores norteamericanos, quienes, para lograr un lenguaje original, una forma que les asegurara el ser, extremaron la seductora fórmula realista de suprimir la presencia del autor, de dejar hablar al mundo tal como es; piénsese en ellos, en cualquiera de sus obras, y se recordará por sobre todo la punzante tristeza que exhalan. Es que el mundo en las novelas no puede ser tal como es, sino como se lo imagina, y lo que en estas obras entristece es la falta del ser verdadero, el hecho de que esté reemplazado por ese ser negativo logrado mediante la eliminación del novelista, del hombre imaginador. Porque el arte, desde lo cómico hasta lo trágico, es la alegría por el triunfo de la invención sobre lo natural, por el desagotamiento del dolor del hombre a través de las formas que impone en el caos mecánico de las cosas en bruto. Y esa prueba de fuego de la alegría la pasa Arlt a cada momento, porque sus patéticas y truculentas historias están siempre aureoladas por el contagioso entusiasmo de una energía en marcha, pero más que nada salva esa prueba porque él fue el extrañísimo hombre capaz de exclamar entre nosotros a un camarada, en un subterráneo atestado, con humilde maravilla: “¡Qué suerte la nuestra, hermano! Nosotros somos creadores, inventamos cosas”. Eso se paga caro. La primera debilidad con que tuvo que cerrar la puerta de su fortaleza fue la de rechazar la cultura, por presentir en ella al enemigo más insinuante, más persuasivo y mas avasallador de su coraje. Y si se quiere una nueva prueba del carácter ético, santo, de su misión, adviértase que, careciendo del sentido estético de las palabras, aunque la literatura era el objeto de su vida, prefirió sacrificarse literariamente antes que ceder un ápice de su impulso profético. Se lo criticó, se lo escarneció, se lo postergó, se lo silenció. El se defendió con orgullosa amargura: “Se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de su familia”. La verdad es que en sus obras a una vivacidad y un interés para siempre vigentes se suma un carácter de ilegalidad de grado por momentos máximo. De todos modos son esos viriles errores los que constituirán en el futuro la base para los aciertos de otros novelistas. Y que irrisorias, que mezquinas suenan ahora, a los pocos años, esas críticas a las palabras, al estilo de un hombre que estaba creando a golpes de mazo, en la única forma posible, le lenguaje de un espíritu. Pero un nuevo espíritu se paga caro. Esas ansias de ser sin atenuantes ni ayudas de ninguna especie lo impulsaron a aferrarse a lo único que es solo de cada uno, al sentimiento; lo arrastraron a confiar en el dolor como lo único capaz de infundir certidumbre al propio ser. Tuvo que desembocar en Erdosain, en el funesto y desdichado Erdosain de Los siete locos, que sólo hundiéndose se siente aparecer. Pues –como equivocadamente lo señalan los que destacan en sus criaturas la influencia de Dostoiewsky– lo que Arlt, al afrontar el problema general de la vida, descubrió en sí y transmitió a sus personajes, a semejanza de Dostoiewsky, fue que los argentinos, los americanos, como los rusos, sienten una especie de ilegalidad vital, una desautorización de sus existencias en el ámbito nacional, como si esa justificación estuviera reservada sólo para el occidente de Europa, una ilegalidad que con la búsqueda de la intensidad del sufrimiento, de los apretujones del dolor, se intenta superar. Y cada una de las marcas del precio de ese heroísmo, cada una de tales difusas aunque terribles cicatrices, atraviesa la segunda fotografía; se rastrean en ella la angustia de la lucha con una materia desconocida, las flagelaciones de la duda respecto a sí, los golpes, las bofetadas del fracaso, el intolerable desconcierto ante la tarea de recomenzar; en fin, las graves enseñanzas del silencio de los que debíanentenderlo. Pero el rostro total de este hombre, su coraje y su martirio, la humildad y el orgullo del apego a lo estrictamente suyo, ese heroísmo del fracaso, compendian un sino común: el sabor de cada calle de Buenos Aires, el gesto íntimo de cualquier porteño, el rostro de la ciudad entera, ese rostro secreto que la ciudad alza de noche en alguna parte para decir con palabras próximas a él, próximas a todos: Señor, Dios, dame fuerzas para poder seguir sufriendo, haz que no evite con engaños el dolor, para que pueda ser lo que debo.

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