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Domingo, 22 de julio de 2007

Sin el temblor del poeta

 Por Miguel Angel Bustos

La palabra primera (pronunciada cuando el Verbo era un mundo tangible y por lo tanto análogo a la piedra, esa eterna visión de lo estático para la visión y el canto) se transformaría con el tiempo en piedra de magia comparable al sortilegio del gran universo subterráneo: símbolo de unión del cielo y de la tierra.

Desde entonces, las cosmogonías, los relatos de lejanos países poseedores de piedras encantadas, las innumerables hazañas de mensajeros celestes cruzando la tierra en tránsito de custodia o redención. En la América anterior a la conquista, el poeta fue el forjador de infinitas piedras preciosas, de piedras capaces de portentosas proezas alquímicas, de prodigiosas metamorfosis. Hoy, otro poeta americano canta a Las piedras del cielo. Nacido en un siglo en el que la piedra es sólo meteorito, y olvidando el planeta que nos lleva (ese gran meteorito fantasma), Neruda traza su enigma de topacios, de esmeraldas y rubíes en el escenario angosto y en todo mecánico del “cancionero” que inventó y llamó –por paradoja de confusión– Odas elementales.

Con el comienzo de esa serie, al parecer inacabable, Neruda visitó con occidental humildad el sueño minucioso e infinito que nos atrapa devastadoramente. Y a la humildad añadió una verdad, ahora sí, “elemental”, inexistente en los objetos cantados. Con Las piedras del cielo acude a la retórica de organillo soñoliento que llevan sus Odas, tocando con visión de ciego un posible cantar de delirio y profecía. Su poesía no realiza ni cumple la búsqueda del origen de las fantásticas gemas, de las erráticas piedras.

El libro, que intenta ser un solo poema dividido en treinta cantos, arrastra las acostumbradas presencias: Quevedo, en la página 48, en el último verso, por ejemplo. Además de un eco general del Siglo de Oro español. Pero esto no constituiría defecto en sí mismo: es inevitable que la palabra contagie a las palabras. Pero el poeta cae en su propio vacío: la torpeza de emplear figuras que fueron hábitos necesarios en otro creador. A esta trampa antigua hay que sumar el deseo, quizás ingenuo, de realizar la escatología de las piedras, apocalipsis verborrágica que en continua enumeración de lujos sonoros acaba por aniquilar el universo de las mismas palabras.

Ya en un libro anterior, La espada encendida, que lleva una cita de la Biblia, Neruda había transitado ese camino que, entre abismos, conduce al poeta a imaginar el poema como el acto religioso por el cual el mundo de los hombres del mundo de las piedras es creado. Una obra semejante es empresa que exige un temblor de profeta y un verbo que, si habla del universo de las piedras, deje de ser verbo para hacerse piedra parlante, iluminadora.

Es posible que ya haya pasado, que vaya muy lejana, en otras lenguas, la primavera que hubiera permitido a Pablo Neruda el verbo de esas vastas cosmogonías que él, en su invierno, busca con fiebre y anhelo en libros construidos en su petrificada escuela interior, mientras las celestes piedras de la altura yacen selladas por el enigma.

(Nota sobre Las piedras del cielo de Pablo Neruda, publicada en Panorama el 16/2/1971.)

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