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Sábado, 16 de julio de 2011

Una obra brillante

La Embajada de Brasil en la avenida Alvear acaba de ser restaurada con precisión y decisiones acertadas, recuperando el brillo del Palacio Pereda, una de las mejores piezas del patrimonio argentino.

 Por Sergio Kiernan

Esta ciudad tan peculiar tiene sus fiebres, que vienen y pasan, y una de las más recordables fue la de los palacios. Roca mandaba cuando se alzó el primero, de la familia Miró y en la ahora inexplicable ubicación de Tribunales. Alvear era presidente cuando se levantaron los últimos, ya un reflejo tardío en medio de la moda del departamento. Estas grandes mansiones fueron como un hermoso paréntesis, una exageración en eso de acumular belleza e importar patrimonio que pronto cayó ante la piqueta. Hoy quedan exactamente dos en manos particulares, una en la avenida Alvear y otra en Basavilbaso, mientras que el Estado preservó alguna que otra como edificio público.

Con lo que los porteños les debemos a las embajadas de varios países que todavía tengamos parte de este patrimonio que no supimos conservar. Y últimamente le debemos una muy especial a la de Brasil, que acaba de completar un año de restauración muy exacta, rigurosa y pensada del hotel particular de la familia Pereda, en la primera cuadra de Alvear. El edificio es un tesoro que contiene tesoros y que ahora rebrilla con nueva luz.

La historia del palacio Pereda refleja buena parte del proceso de acumulación de belleza protagonizado por dos generaciones de argentinos. El pater familiae, Don Celedonio, nació en 1860, en la Argentina Vieja donde, como escribió Roca, nadie se había dado cuenta de qué pobres que eran. Todavía muchacho y estudiando Medicina, Celedonio vio la explosión argentina, que en veinte años le dio a este fin del mundo el octavo PBI per cápita –y no absoluto, como se mitifica hoy– del planeta. Como se sabe, este enriquecimiento tuvo su lado de proyecto a futuro: había que acumular patrimonio cultural, aumentar el índice de belleza y valor. Con lo que estos argentinos se dedicaron a comprar e importar objetos de arte y talento. Parte de la fórmula fue medio siglo de arquitectura de primerísimo nivel.

Para cuando Celedonio y su mujer María Girado decidieron construir el palacio en la primera cuadra de la avenida Alvear, en 1920, ya eran grandes y cabezas de una familia abundante. Los Pereda sabían elegir arquitectos –Alejandro Bustillo les construyó el notable casco de Villa María– y fueron directamente a esa otra notable importación, el francés Luis Martin. Autor de varias mansiones y departamento impecables, y del muy notable Jockey Club de Tucumán, Martin hizo parte de los diseños, pero terminó excusándose del proyecto: no quería terminar peleado con los Pereda, pero no estaba del todo de acuerdo con sus ideas.

Con lo que aparece en escena el ya jubilado Julio Dormal, un belga que le debía su carrera y ascenso social a la Argentina de un modo muy peculiar. Dormal había llegado a la Argentina como ingeniero y terminó amigo del presidente Sarmiento, que le dio trabajo –buena parte de la realización material del Parque Tres de Febrero es suya– y un consejo filial: que estudie Arquitectura. Dormal le hizo caso, volvió a Europa, consiguió su segundo título y se volvió a estos pagos. Se lo recuerda por haber terminado el Teatro Colón como tercer arquitecto y como diseñador del Salón Dorado, además del afrancesamiento general del edificio. Y se lo recuerda por una larga cadena de edificios particulares y públicos, y por ser un entusiasta temprano de la estructura metálica, que por algo era ingeniero.

Para cuando Pereda lo llama, en 1920, Dormal se dedicaba a una agradable vida social de amigo del quién es quién porteño. No se niega al pedido del amigo y así arranca la obra. Pereda tenía más que en claro qué casa quería y el trabajo comenzó hasta con la foto de un edificio que ambos, cliente y arquitecto, conocían bien: el Hotel André en el boulevard Haussmann de París. André y sobre todo su mujer madame Jacquémart eran formidables coleccionistas de arte y mobiliario histórico, con lo que su residencia puede visitarse hoy como museo.

Quien lo haga sufrirá un déjà vu fortísimo, porque el parecido exterior de los edificios es total. Ambos tienen el mismo basamento con entradas en los extremos, ambos se retiran para dejar una promenade privada a la altura del primer piso, ambos articulan sus frentes con pilastras monumentales, ambos se restringen con paños laterales que se proyectan, ambos ganan movimiento con su volumen central curvado y ambos rematan sus mansardas con ángulos bajos y una cúpula achatada. De hecho, las adaptaciones son al terreno, con una escala algo menor que forzó un cierto estrechamiento, pero el concepto es idéntico.

Por supuesto, hay una gran diferencia material entre un palacio francés del Segundo Imperio y una residencia argentina estrenada en 1924. El original es de piedra, el porteño exhibe ese material sólo en el basamento, con el resto en nuestro típico cemento símil piedra. Y donde los interiores parisinos abundan en mármoles, los porteños son un homenaje tridimensional al dominio del estuco. La fachada posterior es también diferente, con una escalinata mucho más importante que la parisina y un diseño distinto.

La reciente restauración llevada a cabo por los brasileños se concentró en el corazón de la residencia, el acceso y los maravillosos salones del primer piso. Entrar al palacio significa encontrarse en un vestíbulo que atraviesa el edificio hasta el jardín, completamente realizado en un símil piedra muy cálido, con muchos ornamentos, un cañón aplanado de bóveda y unas columnas de cuerpo verde y fuste metalizado que evitan la monocromía. De allí se accede al hall de acceso, de un color tabaco claro y completamente realizado en estucados magistrales, con pavimento de buena piedra clara. Luego se sube por una escalinata alojada en un tubo amplio, luminoso, elegante, completamente recubierto de estuco, con una baranda francesa de primera agua.

Esta procesión ascendente lleva a una suerte de cielo, que es el gran hall del palacio, un ámbito realmente notable y seguramente único en esta ciudad. El trabajo de decoración de interiores de la casa Jansen –fundada en París en 1880 y con sucursal argentina desde 1905– es un impecable caso de dieciochismo adaptado. Aquí los estucos van del crema pálido al verde con fuertes venas marrones, en una perfectísima imitación del mármol. Abundan los oros discretos y hasta hay máscaras, ese motivo ornamental tan raro en los interiores argentinos. Pero la joya se encuentra al levantar la vista.

Arriba espera el vértigo de Los equilibristas, la notable tela de ese gran artista catalán que fue José María Sert. Pereda seguramente vio el ambiente que el catalán ornamentó para Matías Errázuriz –su peculiar regalo de 18 años, que se conserva recientemente restaurado en el Museo Nacional de Arte Decorativo– y se sabe que vio la exposición de Sert en el Jeu de Paume en 1926. Fue entonces que entendió quién podía completar realmente su idea de palacio. Es que el André-Jacquémart tiene cielorrasos de gloria, pintados hasta por Tiépolo, y a su versión porteña no podía faltarle lo mismo. Pereda le encargó a Sert cinco telas para instalar, a la manera de un maruflage, en los salones del primer piso.

Es imposible pensar en describir estas piezas, pero las palabras pueden arrimarse a la sensación que crean en su instalación en el contexto. Los equilibristas tiene una perspectiva tan peculiar que el gran hall parece de una altura eterna, con 78 figuras en violento escorzo volando por el aire o mirando el show. La Diana Cazadora hace que el salón dorado sea único, un artefacto cultural sin precio. El aseo de Don Quijote transforma el comedor, con su severa boiserie, en un aire libre esdrújulo, mientras que la sala de música y el segundo comedor, más pequeño, tienen una Telaraña y un Agujero celeste bastante lisérgicos. Las telas forman un conjunto único y ponen a Buenos Aires en el mapa Sert de esta tierra, que tiene paradas como sus frescos para el Rockefeller Center de Nueva York. Es notable encontrar arte de semejante potencia visual y conceptual en un contexto arquitectónico.

Las pinturas siguen coronando salones hoy impecables. La restauración fue guiada por un criterio realmente maduro, de limpieza, consolidación y cuidado que no lleven “a nuevo”. Quien mire de cerca los estucados verá las microfisuras, pero sabrá que el material está firme y listo para muchos años más. Las muchas maderas de los salones siguen la misma idea de limpieza y arreglo, sin pretender que están de estreno. Este criterio llevó a varios ajustes del tono de los muchos oros presentes, hasta lograr un elogiable efecto de luz y color que parece completamente natural.

Entre brasileños, el Pereda es una de las embajadas favoritas, junto a la de Roma, por su garbo y elegancia. La historia de cómo la adquirieron es también llamativo: en 1935, el presidente Getúlio Vargas fue invitado de los Pereda durante una visita oficial y quedó encantado con el edificio. Diez años después murió Don Celedonio y sus herederos ofrecieron la casa a Brasil, que tenía una embajada olvidable en la avenida Callao. El trato se cerró enseguida, por canje –la embajada vieja y varias toneladas de hierro en barras, material inhallable por la guerra– y con inventario completo, lo que explica que la embajada conserve tanto mobiliario y arte europeos comprado por los Pereda.

En fin, una obra sabia que valoriza una pieza de lo mejor del patrimonio argentino. Obrigado Brasil!

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