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Domingo, 13 de diciembre de 2015

FAN › UNA ARTISTA ELIGE SU OBRA FAVORITA: ANA CLARA SOLER Y “AMARILLO, ROJO, AZUL” DE VASILI KANDINSKI.

LA SENSACIÓN FLOTANTE

 Por Ana Clara Soler

Corre el año 2010, un poco por trabajo y un poco por casualidad estoy viajando por primera vez a Nueva York. Mientras camino atentamente por la inclinada pasarela del Guggenheim, me enfrento con una puerta que conduce a una pequeña habitación dedicada (casi por completo) a mi adorado, y por ese entonces olvidado, Vasili Kandinski. La sala es perfecta, chica, bien iluminada y acogedora; la mayoría de las pinturas colgadas son pequeñas o medianas, ahí, todas juntas, como si mi viejo libro de Taschen se hubiese materializado. Sola y sorprendida, el tiempo me había alcanzado, el cinismo se rompió. Esas obras que amé y amo estaban siendo descubiertas por mí en una forma completemente nueva, que no era la original, sino una copia de esas reproducciones en un viejo libro.

Fue duro y liberador al mismo tiempo ver a centímetros de mis ojos la total libertad y soltura con que fueron pintadas esas obras: zonas desprolijas, con deficit de capas donde se ve la tela sin cubrir, pinceladas pasadas del límite de la línea, veladuras despreocupadas y trazos peludos. Todo tan ajeno y distante a la obsesión de las muchas “copias” o inspiraciones que realicé mirando esas mismas obras. ¿Tanto tiempo estuve equivocada?

La historia de ese libro es muy anterior: la recuerdo vagamente mientras trato de googlear exactamente qué y cuando pasó, lo extraño es que mis poderes detectivescos en internet tienen un límite, y aparentemente la sección de “muestras internacionales en los noventa en Buenos Aires” es bastante gris, o poco documentada. Lo único que tengo es mi recuerdo, un poco mezclado con otros, como un sueño, algo parecido a esto:

Soy chica, aunque no tanto, pre adolescente, me gusta mucho dibujar y pintar y tengo bastante estudiado todo libro, catálogo y tapa de disco que circula por mi casa. Una tarde mi mamá me propone ir a ver una exhibición (para mi es en el Palais de Glace, o el CC Recoleta) una retrospectiva colectiva de pintura rusa. La muestra está integrada por varios artistas, Franz Marc, August Macke, Gabriele Münter y Vasili Kandinski entre otros. Este último llama mi atención particularmente, esa sensación flotante, lírica, exuberante… la vida de esta persona tiene que haber sido completamente fantástica, pensé.

Recuerdo poco la muestra, en parte porque el acto de comprar el libro de Taschen de Kandinski a la salida (el mediano, ni chico ni grande) eclipsó todo lo demás. A partir de ese momento ese libro se volvió mi objeto más preciado, tocado, revisado y copiado. Cada vez que lo recorría, encontraba algo nuevo, pocas veces observé con tanto detalle una cosa. En esa ocasión adquirimos también una copia de “El punto y la línea sobre el plano”, también de Kandinski; lo leí y traté de entenderlo, con poco éxito.

Comencé a pintar fuerte y lo único que hacía era emular a Kandinski todo el tiempo, al menos, la idea que tenía de sus obras. Estaba obsesionada con los bordes, el límite, la prolijidad y más que nada con que los planos fueran parejos. Pedí que me compraran óleos por primera vez, pero el óleo era lento y difícil de manipular y en mi imaginación las obras de Kandinski eran preciosistas y perfectas. Todo esa concepción de su pintura aprendida a través de un libro impreso en España en 1993.

Lo cierto es que las fotos de las obras achatan los colores, dejando todo en el mismo plano, liso y definido, imposible adivinar lo que de verdad ocurre en la tela. Soy parte de una generación que aprendió pintura a través de los mismos libros y reproducciones por años. El objeto estudiado nunca estuvo ahí, pero si otra cosa, lejana al original, pero cercana a nosotros.

Crecí, empecé la universidad, estudié historia del arte, conocí muchos artistas contemporáneos, puse en duda todos mis estilos y encontré otros eslabones en esa cadena de inspiración, mientras enterraba a Kandinski junto a otros muchos (o al menos lo intenté).

Siento que estoy un poco de vuelta y eso significa, por momentos, una suerte de pacto y de amistad con una joven Ana. Con algunas obras de arte, y con algunos artistas me pasa lo mismo que con discos y canciones que escuché hasta el hartazgo: me avergüenzo un poco de mis gustos, de mis debilidades pop y de mi tendencia por absorber la industria cultural. Luego ocurre lo de siempre, me encuentro hermanada y orgullosa de todas esas elecciones que vuelven a tener total sentido con los años, con el eterno retorno a esos lugares formalmente sensibles, un color, un sonido que es imposible no reconocer como propios.

A pesar de todo, creo que mi obra favorita de Kandinski sigue siendo el libro de Taschen. O quizás, mejor, la obra que ilustra la tapa (figura solo el fragmento derecho). Se llama Amarillo, rojo, azul y es de 1925, es un óleo sobre lienzo y es parte de la colección del Pompidou, en París.

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