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Domingo, 9 de abril de 2006

FAN › UN DRAMATURGO Y ACTOR ELIGE UNA PELíCULA: ROSTROS, DE CASSAVETES POR ALEJANDRO CATALáN

La cámara lo ama

 Por Alejandro Catalán

Soy un fan de Cassavetes. Un prejuicio intelectual me impidió hasta hoy decir esto. Pero si un fanatismo se manifiesta en la posibilidad de afirmar que su ídolo, líder o profeta es el mejor, yo creo que Cassavetes es el mejor. El mejor. Hay muchos directores de cine singulares, pero Cassavetes tiene una singularidad tan radical que hasta me hace ver el rasgo común que comparte todo el resto del cine. No me importa que parezca exagerado. Hoy puedo ver que lo que el intelectual disfrazaba con razones positivas era la verdad revelada. Recuerdo que, entonces, evitaba su endiosamiento como artista restringiendo a tres las películas donde se encontraba más afirmada y depurada su excepcional práctica cinematográfica: Rostros, Maridos y Torrentes de amor. Tomemos algunos ejemplos de la primera.

El inicio de Rostros produce desconcierto: la textura de la imagen tiene una extraña crudeza. Cassavetes pareciera proponernos una relación que podríamos llamar “táctil”. Sin embargo, lo que nuestros ojos y oídos van “tocando” no se acomoda a nuestras expectativas narrativas. En los primeros minutos de Rostros tenemos una secuencia paradigmática. Dos hombres y una mujer (John Marley, Fred Draper y Gena Rowlands) salen de un bar, suben a un auto, andan a los tumbos y llegan a una casa. Cuando ese trío borracho y divertido pase la puerta, nuestros ojos verán una hipermerquinética y continua sucesión de conductas tontas, infantiles e inconexas, mientras nuestros oídos escuchan un palabrerío permanente que potencia el caos con risas, cantos y gritos. Nuestros sentidos estarán adheridos a algo que no terminamos de entender y que no parece interesado en explicarse. Pero cuando uno de esos hombres se detenga, muestre una incómoda seriedad y plantee que se quiere ir, confirmaremos algo fundamental: en ese caos estaba sucediendo lo que nos parecía que sucedía; efectivamente, había allí un sutil proceso de competencia entre los hombres, potenciado por una espontánea y creciente afinidad entre uno de ellos y la mujer. A partir de allí aceptamos que lo que la película cuenta acontece en el orden de lo que percibimos. A eso alude Cassavetes cuando habla de un espectador “adulto”. A esta manera de configurarnos se debe la potencia y diferencia fundamental que nos brinda la experiencia de su cine: la percepción es la productora y destinataria del relato cinematográfico. Para ello el contacto “táctil” va a evitar recursos de guión, estilizaciones fotográficas, opiniones musicales y provocaciones. Es como si el cine se hubiese olvidado de sí mismo saliendo a filmar sin ninguna de sus presiones narrativas, técnicas, estilísticas y económicas, al punto de ni siquiera alardear con su simpleza, realidad, rusticidad, bajo presupuesto, marginalidad, documentalismo, experimentación, localismo y otros valores “artísticos” que suelen sustituir con manierismos a la potencia dramática.

Pero, ¿qué es lo que hace el cine de Cassavetes para prescindir de todo eso?, ¿qué cuenta?, ¿cómo cuenta?, ¿cómo trabaja desde la percepción nuestra percepción? La cámara se mete y se adhiere en unos seres que tienen un trabajo muy difícil: convivir con ellos mismos y con los otros. La cámara muestra el acontecer subjetivo de ese doble trabajo. Porque para Cassavetes ese acontecer es la fuente misma de las dinámicas con las que conduce nuestra percepción. Su cámara baila (con su encuadre y posición) la danza gestual, parlante y kinética en la que se configura el recorrido subjetivo que los actores están ficcionalizando. En Rostros, como su nombre parece indicar, el primer plano es el recurso fundamental, como también lo es en todo su cine. Los ojos y bocas son generadores de ficción. En Rostros el primer plano registra el lugar desde donde la película está surgiendo.

Cassavetes es actor, sabe hacer actuar y sabe lo que la actuación puede contar. Al afirmarla como condición de creación puede evitar todas las soluciones restrictivas que se aplican en este “rubro” (parodia, realismosdesafectados, no actores, guiones estrictos y “profesionalismo”). Y aquí está la cualidad que hace singular y radicalmente diferente al cine de Cassavetes: el vínculo creador entre la cámara y el actor. Algo con lo que se coquetea mucho pero que muy rara vez se afirma con plenitud. Y, quizá, lo más difícil que existe para el cine. Y él lo hizo. O, mejor dicho, él lo mostró posible. Sus películas son una invitación abierta para todos aquellos que acepten el desafío de afirmar la potencia creadora de ese vínculo.

Empecé como un fanático y terminé como un apóstol. Si me vieran el rostro...

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Rostros (Faces, 1968) fue la película en la que el director norteamericano que había debutado en 1959 con Shadows empezó a establecer su virtual compañía de actores, así como el territorio al que volvería una y otra vez: el de las vidas interiores de esos nuevos hogares que se constituyeron tras la Segunda Guerra. John Marley y Lynn Carlin interpretan al desdichado matrimonio protagónico; Gena Rowlands a la joven amante de él; Seymour Cassel al “gigoló” con el que se involucra ella. Se cree que Cassavetes recurrió a una buena dosis de improvisación sobre la base de un sólido guión escrito por él mismo, aunque también se ha dicho que ese aspecto “jazzístico” del director es un mito.
La trivia de la película indica que Steven Spielberg trabajó durante dos semanas como asistente de director (sin acreditar) en esta película.
Filmada en 1968, Faces tardaría tres años en estrenarse, al punto que en un momento pareció que jamás llegaría a los cines. “Se convirtió en algo más que un film”, dijo Cassavetes a raíz de la postergación interminable; “se convirtió en un estilo de vida”.
 
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