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Domingo, 26 de octubre de 2003

MúSICA

El nombre de la banda

Treinta años después de su balbuceante lanzamiento, una completísima reedición de The Modern Lovers –disco punk de antes del punk– repone en primer plano la voz resfriada y el genio romántico de Jonathan Richman, un retoño artístico de la Velvet Underground que a fuerza de rudeza callejera, looks espásticos y brutalidad hormonal profetizó sucesores tan notorios como David Byrne, Violent Femmes o They Might be Giants.

Por RODRIGO FRESÁN

Hay un momento entre conmovedor y ominoso en que un grupo de muchachos que tocan en el garaje de sus padres enchufados a instrumentos eléctricos –leerlo en biografías, verlo en películas– se miran entre ellos y se preguntan cómo cuernos se va a llamar la banda que acaban de conformar. En esta escena y en este capítulo de ese instante no hay dudas: suena el año 1971 y el adolescente de rostro adolescente (en realidad, técnicamente, ya no es un teen, porque el chico ya ha cumplido los veinte años, pero no importa: su rostro que seguirá siendo adolescente treinta años después) les explica a sus hermanos de voltios David Robinson, Jerry Harrison y Ernie Brooks que tenía varios nombres posibles para la banda. La banda podría haberse llamado The Rockin’ Roadmasters (“Un lindo nombre, ¿verdad?”) o The Highway Dance Band (“Porque me encantan las autopistas y me encantaría estar al frente de una de esas orquestas para baile de los ‘50”) o The Modern Romantics (“Porque después de todo yo soy una especie de romántico”). Pero la banda responderá –final e inequívocamente– al inmejorable mote de The Modern Lovers. “Porque lo que yo quiero hacer toda mi vida es escribir canciones modernas de amor”, explicará entonces Jonathan Richman. Para, más de tres décadas después, agregar: “Yo armé una banda porque me sentía solo y supuse que así podría hacer muchos amigos”.

UNO Y hay algo todavía más conmovedor y ominoso en el hecho de que el primer disco de una banda –una vez resuelto el asunto de cómo se va a llamar la cosa– lleve por título el espartano y ascético y definidor nombre de la banda. Suele ocurrir con ciertos debuts seminales e influyentes. Ocurrió con The Velvet Underground and Nico en 1967, con Talking Heads ‘77 en ese año, con Violent Femmes en 1983 y con They Might Be Giants en 1986. Ocurrió, sí, con muchos otros; pero elijo estos tres ejemplos porque todas estas bandas –todos estos nombres de bandas, de cosas que en su momento fueron nuevas– están claramente ligadas a la figura, obra y leyenda del combo de Jonathan Richman.
Se sabe –investigarlo en detalle en la muy buena biografía que Tim Mitchell publicó en 1999, There’s Something About Jonathan, título que aprovechaba el tirón comercial experimentado por la figura de Richman a raíz de su participación como trovador-comentarista en el film There’s Something About Mary, de los Farrely Bros– que el chico, nacido en Boston en 1951, llegó a Nueva York obsesionado por Lou Reed y la Velvet, y que los seguía como un cachorro a todas partes. Y que de la costilla del sonido del combo patrocinado por Andy Warhol nació el sonido de The Modern Lovers, con esa voz inconfundiblemente richmaniana bien al frente: una voz que se piensa dueña de la rudeza callejera de Reed pero que, en cambio, recuerda sin demoras a las de un niño cantando con la nariz llena de mocos y de resfrío.
Y está claro también que el look espástico y vocal y nerd de David “Talking Heads” Byrne (por otra parte, Jerry Harrison, tecladista de estos primeros y fundacionales amantes modernos, acabaría como tecladista de los Talking Heads) y el grito primal y hormonal de Gordon “Violent Femmes” Gano y la idea de la canción-como-juguete-irrompible de los gigantes hipotéticos John Flansburgh y John Linnell salen directamente de los espasmos escénicos, la estrofa-jingle que te lava y te plancha el cerebro y los blues de eterno corazón solitario de ese Jonathan siempre en busca del amor de sus vidas.
Lo que no queda del todo claro es cómo a un chico tan bueno y tan dulce como Richman le cabe hoy la etiqueta de haber sido responsable de lo que para muchos es el primer disco punk de la historia.

dos Empieza así, empieza gloriosamente absurdo: esa voz cargada de genio y de genioles diciendo “1, 2, 3, 4, 5, 6” y después una avanzada de guitarras-órgano-bajo-batería de carretera a la hora de la mejor canción jamás compuesta sobre el placer de conducir un auto a toda velocidad mientras en la radio suena la canción de tu banda preferida. Lo que se conoce como un rock-anthem, un himno pop, un instante perfecto donde casi se grita que “No me siento tan solo porque voy con la radio prendida”. James Joyce no hubiera vacilado a la hora de definirlo como una epifanía. La canción se llama “Roadrunner” –“Correcaminos”– y fue grabada unas cuantas veces en takes ligeramente diferentes. Y en estos días vuelve a oírse, tan veloz como entonces, en esta nueva reedición de The Modern Lovers –con cubierta virada al violeta coloreando esos labios acorazonados– que acaba de lanzar el sello Castle. Se supone que es la versión definitiva del asunto: el disco reúne out-takes y aproximaciones alternativas y cinco tracks más que la primera reedición láser de Rhino/Beserkley, de 1989.
La historia del disco es compleja y evoca ese tartamudeo adolescente que a menudo Jonathan Richman utiliza al cantar lo suyo y que recuerda tanto al Woody Allen corriendo por las calles de East Side para alcanzar a su nueva novia y a su nueva ex novia. Primero, en 1972, se grabaron unos demos para la Warner producidos por Kim Fowley en California y recién editados en 1991 como The Original Modern Lovers. No pasó nada. Después el velvetiano John Cale produjo el disco y tampoco pasó nada. El público de Boston y Manhattan los adoraba, algunos ejecutivos de discográfica creían en Richman como si fuera lo más revolucionario que ocurría en USA desde Buddy Holly; pero a la hora de la verdad, el proyecto y las cintas se archivaban. Se entiende: The Modern Lovers sonaban transgresores y contraculturales y garage y prepunk; pero lo verdaderamente intrigante –e inquietante desde un punto de vista del marketing– eran las letras de Richman. Una mezcla freak de moralina e ingenuidad donde se predicaba la grandeza de Pablo Picasso (canción posteriormente versionada por Cale, que toca el piano en este track, y recientemente reinventada por David Bowie en su flamante Reality); el placer de llegar a ser digno y viejo y “legal”; los peligros sin retorno de las drogas; y los placeres y dolores de entregar el corazón a chicas americanas que, vaya a saber uno por qué, prefirieron a un hippie sucio y de pelo largo. Todo esto mientras, en vivo, Richman se movía y se arrodillaba –según un testigo de la época– “como una cruza de Buddy Holly y Mick Jagger y el Dustin Hoffman de El graduado”. Y –detalle importante– a menudo Richman se ponía a llorar en la mitad de una canción, embargado por la emoción de sus propios versos. No se lo puede ver pero sí oír en el arqueológico Precise Modern Lovers Order: Live in Berkeley and Boston, que el sello Rounder lanzó en 1994.
Para cuando The Modern Lovers llegó a las disquerías, en 1977, la banda se había desbandado –el mismo Richman cuenta el crack-up con gracia y nostalgia en “Monologue About Bermuda”, del disco Having a Party with Jonathan Richman, de 1991–, y nuestro chico dorado había dejado de lado la electricidad por la delicadeza acústica de un Peter Pop Pan. No le interesaba la escena underground y una groupie había muerto de una sobredosis en la casa de Boston donde todos vivían juntos. Sus amigos pensaron que se había vuelto loco al negarse a ocupar el lugar que le correspondía con justicia y por talento en las novedosas playas donde rompía la New Wave, y lo dejaron solo. Así, Richman ya no tocó en antros cult-universitarios de medianoche sino en asilos para ancianos y colegios primarios, y a menudo cerraba sus conciertos con el tema de la película Moulin Rouge de John Huston. Y sus canciones ahora versaban sobre ser un pequeño aeroplano o un pequeño dinosaurio y sobre el éxtasis de oír acercarse al camioncito del heladero y sobre el placer de tener tres años y, por supuesto, sobre el amor moderno del cazador cazado que sólo quiere casarse. Y así nacerían muchas nuevas generaciones de The Modern Lovers. Pero ninguna como ésta. Un par de intentos de volver a invocar la viejamagia no dieron buen resultado: Richman ya estaba en otra, lejos, muy lejos, en su propio y pequeño mundo. Donde –como ocurre en El principito– sólo cabía él.

TRES, CUATRO, CINCO, SEIS Y ahí sigue viviendo Jonathan Richman, repitiendo una y otra vez que lo esencial es inaudible para los oídos y por eso esas canciones en voz baja sobre las importantes cosas pequeñas. Treinta años después de todo esto, Richman ha llegado a grabar un disco country y un disco en español donde destroza rancheras y temas propios por el solo placer de ver si puede armarlos otra vez. Treinta años después de todo esto –arropado por un número cada vez mayor de anthologies y bests of... y greatest hits–, el último disco de Richman se llama Her Mistery Not of High Heels and Eye Shadow. En una de sus canciones más lindas –la monologante “Springtime in New York”–, Richman nos cuenta que va caminando por las calles de N.Y. y ve cómo tiran abajo un edificio viejo y cómo el aire “se llena del olor de 1890 mientras todo se viene abajo”. En otra, nos aconseja con un “las parejas deben pelearse para ser felices”.
Treinta años después de todo esto, Richman viaja por el mundo sólo acompañado por su guitarra y un percusionista que toca de pie con un set de batería mínimo e infantil.
Yo lo vi dos veces, en Barcelona.
En la primera estaba de mal humor, como si le hubieran negado un helado, y no tocó ninguno de sus clásicos y se fue del escenario rápido y temprano y enojado. Acababa de divorciarse de su mujer histórica, explicó alguien.
En la segunda parecía un niño en la mañana de Navidad y abría sus canciones como si fueran regalos –desgarrando el papel y admirando sus propios moños: Jonathan ha vuelto a enamorarse, aclaró un fan, y señaló a la sufrida afortunada entre el público– y tocó todo lo que le pidieron y mucho más.
Y claro: le pidieron “Roadrunner” pero él sonrió y se hizo rogar hasta el final. Y al final se fue y volvió varias veces y, en la última entrada y con las luces encendidas, dijo: “Voy a cantarles una canción que acabo de componer en el camerino”. Y arrancó: “1, 2, 3, 4, 5, 6”.
Y todos saltamos y corrimos por el lugar como poseídos y gritamos con el puño en alto el triunfal mantra “Radio On!”.
Ayer me compré esta nueva encarnación de The Modern Lovers por el solo placer de volver a abrirlo.
Treinta años después de todo esto, todavía no se ha inventado coyote que pueda ganarle a este correcaminos.

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