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Domingo, 4 de enero de 2015

PERSONAJES EL PODERíO DE TAYLOR SWIFT, LA ESTRELLA POP (DEMASIADO) PERFECTA

LA VIDA ES SUEÑO

 Por Micaela Ortelli

Esos labios dibujados por Durero fueron de una niña que vio cielos tan despejados como sus propios ojos. Taylor Swift se crió en Cumru Township, Pensilvania, en un campo de árboles de Navidad donde había caballos y un pony flequilludo. Iba a una escuela al aire libre (de las que se construyeron a principios de siglo XX para combatir la tuberculosis) y durante la temporada ayudaba a desprender los huevos de langostas de los árboles para que los bichos no nacieran en los livings de los clientes. Conoció la textura de una montura al mismo tiempo que la de la cuna, y la equitación fue su actividad preferida hasta que a los nueve años, cuando la familia se había mudado al pueblo vecino Wyomissing, se interesó por el teatro musical. Entonces los padres –que no son granjeros: él es asesor financiero del banco de inversiones Merril Lynch y ella trabajó en marketing y la llamó así porque un nombre andrógino es efectivo en una tarjeta personal– la llevaban a clases de actuación y canto a Broadway. Después, cuando se fanatizó con la música country y sus divas (Patsy Cline, Loretta Lynn, Dolly Parton, pero la que la hacía fantasear era Shania Twain), la acompañaban a cantar a karaokes, ferias y concursos locales.

Como muchos niños, Taylor subió de peso antes de pegar el estirón; además usaba aparatos, tenía el cabello frisado y era buena alumna, pero mala en los deportes (cantaba el himno en los partidos de béisbol). Y como en las películas –ahí donde se juntan Todd Solondz y una comedia romántica–, los compañeros se le burlaban, almorzaba sola y el chico lindo gustaba de otra. Lo bueno era que al volver a casa podía escribir canciones sobre todas esas desdichas. Tenía doce años y practicaba hasta sangrar los tres acordes que le había enseñado un reparador de computadoras, tan convencida de su pasión que los padres contrataron un manager y así arrancaron sus viajes a Nashville, Tennessee, ciudad estratégica para desarrollarse. Como último y definitivo empujón, la familia se trasladó a ese estado, a una casa frente al lago Old Hickory en Hendersonville. Todo amorosamente y sin presiones: “Nos mudamos porque nos gusta la zona, no te preocupes”, la tranquilizaba el padre, que al no prosperar el contrato con el gigante RCA porque los directivos querían cajonearla hasta que cumpliera 18, compró parte de un sello independiente que con ella descubrió un apetitoso mercado: country-pop para niños, adolescentes y enamorados del amor.

“Tenía 14 y sentía que me estaba quedando sin tiempo. Quería capturar esos años de mi vida en un disco mientras las canciones que tenía todavía representaran lo que me estaba pasando”, dijo en 2009 al diario inglés The Telegraph, convertida ya en figura internacional. Su primer disco, Taylor Swift (2006), fue un éxito a la vez discreto y letal; el segundo, Fearless (2008), la consagró antes de los 20: fue el más vendido del género y la rankeó como la artista más joven en ganar un Grammy por el álbum del año. En el interior, Taylor –ya sí del tamaño de una supermodelo, acabados rulos dorados y look entre Heidi y Lana Del Rey– explica que ser

fearless (valiente) significa afrontar los miedos y las dudas, volverse a enamorar a pesar de los desengaños, pelear por lo que se quiere, saber decir adiós, permitirse llorar y seguir adelante, pero sobre todo creer en las historias de amor, los príncipes encantadores y los finales felices: “Por eso escribo estas canciones, porque para mí el amor es valiente”, termina. El video de “Love Story” –un señor hit que se canta solo durante días– retrata todo eso: Taylor camina por el campus y al ver al chico que le gusta se imagina un cuento de hadas, con atuendos y baile de época, correteadas y besos en la pradera. En “You Belong with me” está enamorada de su vecino, que sale con la mala y popular del colegio (ella misma con peluca lacia morocha), pero al final se queda con la Taylor verdadera: la linda y buena. Cuando en los VMA 2009 subió a recibir la estatua por ese video, Kanye West irrumpió en el escenario, le quitó el micrófono y dijo que el de Beyoncé –que competía en la terna– era mejor; la escena despierta instinto maternal: dan ganas de darle un revés al rapero y abrazar a Taylor para toda la vida.

Respetada por eminencias como Kris Kristofferson, Neil Young o Stevie Nicks, en ocasiones su ñoñería todavía alimenta socarrones comentarios como en la primaria. Sus expresiones de sorpresa cuando gana premios, por ejemplo: “Pero, ¿no es loco ganarse un Grammy?”, entiende ella, que ya cuenta siete de esos (Speak Now –de 2010– y Red –de 2012– vendieron un millón de copias en una semana: es la única mujer en la historia que logró ese record). O la costumbre de escribir abiertamente canciones a sus ex: Joe Jonas (Jonas Brothers), el actor Jake Gyllenhaal, el pichón de sinvergüenza Harry Styles (One Direction), entre otros muñecos de alfombra roja. Enamoradiza y orgullosa como toda persona que fue amada y no tuvo grandes problemas, correcta y educada como la nuera ideal, digna y multimillonaria, Taylor lanzó en octubre su quinto disco, 1989, el año de su nacimiento y la década que la inspiró en el último tiempo para componer, lejos del banjo y el ukelele, a puro beat y sintetizador.

Contra los pronósticos de la discográfica por el cambio abrupto del sonido, la primera semana en bateas 1989 vendió más que cualquier otro álbum en los últimos doce años. “Todavía se compran discos, pero sólo algunos, los que llegan al corazón, los que te hacen sentir fuerte o menos solo. Hoy no es tan fácil lograr un disco de platino, pero como artistas eso mismo debería plantear un desafío y motivarnos”, había escrito en julio en The Wall Street Journal, para meses después –como terminante demostración de poder y amor propio– quitar todos sus discos de Spotify, la principal plataforma para escuchar música online (tiene 40 millones de usuarios, es legal porque paga regalías, y gratis para los escuchas de sangre fría que pueden soportar sus anuncios; Taylor puede vivir sin ellos: simplemente no concibe que no se pague por la música). Fiel a su naturaleza, en los nuevos videos se la ve mucho más sexy, pero no transformada en sex symbol; le sigue cantando al amor, pero a nadie en especial esta vez: “Puedo volver buenos a los chicos malos por un fin de semana”, dice en “Blank Space”, número 1 en la lista hot de Billboard. Con 25 años recién cumplidos, Taylor vive con sus dos gatas en la ciudad que siempre creyó la abrumaría (“Welcome to New York” abre el disco) y, adorada por sus fans (es su propia community manager, como debe ser), es hoy una estrella impecable. “Soy tan feliz que vivo con miedo. ¿Cuándo se va a salir el otro zapato?”, confesó hace dos años a la revista Vogue, todavía de largos y esplendorosos bucles. Pisando 2015, lo más probable es que la fantasía del apocalipsis ya no la atormente, que haya ganado suficiente valor y autoconfianza como para –llegado el remotísimo caso– seguir adelante descalza, y acaso conocer así, a la salida de una fiesta, a ese chico encantador con el que todavía sueña.

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