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Domingo, 22 de febrero de 2015

EL MAESTRO DE MÚSICA

PERSONAJES Había empezado a frecuentar las radios aun antes de ser llamado a la colimba en plena dictadura militar. Ya en democracia, fue uno de los primeros convocados por Daniel Grinbank para lanzar la Rock & Pop. Desde entonces, Bobby Flores no sólo se convirtió en uno de los más importantes musicalizadores y conductores –“hombre de radio”, como se suele decir–, sino en un verdadero educador de generaciones que enseña a escuchar música y a tomarla muy en serio, incluyendo sus trabajos como disc-jockey. Ahora, completa la tarea con la publicación de 120 discos que deberías escuchar antes de que tus oídos dejen de recibir órdenes del cerebro (Editorial Octubre), una suma de excelentes lecciones (no son, en rigor, 120, sino poco más de treinta) del maestro Flores para quienes quieran seguir apasionándose con el blues, el soul, el rock y otros estilos de los tiempos gloriosos.

 Por Salvador Biedma

“En realidad –dice Bobby Flores–, yo quería estudiar Psicología.” Pero no lo hizo. Se interpuso el servicio militar obligatorio. Empezó la colimba en febrero de 1978. En plena dictadura. Un día le tocaba hacer guardia, no quiso hacerla y se fue. Ya había tratado de escaparse un par de veces. “Cosas de chicos”, explica. “Tenía dieciocho años, pero esos animales no entendían que uno era un pibe.” Lo metieron un mes en el calabozo de granaderos por desertor, extendieron el plazo que debía pasar en el Ejército y, también como castigo, lo destinaron a la morgue del Hospital Militar Central. Cuenta que en sus fotos de la colimba aparece con delantal blanco. Que hasta hace poco tenía pesadillas con la morgue. Y necesitó borrar muchas cosas de su cabeza.

Retomar la vida en octubre de 1979, casi dos años después de haber entrado en la colimba, fue complicado. “Volví al barrio y mis amigos no estaban, mi novia me había dejado, el club ya no era lo mismo, el boliche para escuchar música se había convertido en una fiambrería...” La idea de estudiar en la facultad quedó enterrada.

Bobby se había iniciado como disc-jockey en febrero de 1977, en un club de Villa Ballester. Pocos meses más tarde había sumado el trabajo como musicalizador en Maipú 555, donde funcionaban tres radios que compartían discoteca: Antártida, Mitre y El Mundo. Al año siguiente le tocaba el servicio militar y nadie lo iba a tomar para un empleo fijo.

En su casa siempre hubo música. El padre escuchaba tango y jazz. A los trece, Bobby tuvo por primera vez sus propios discos. Año 1973. Fue a la disquería con la intención de comprar Caravanserai, de Santana, pero no lo tenían. Le ofrecieron otros que acababan de salir. Así fue que volvió a su casa con Artaud, de Pescado Rabioso, y The Dark Side of the Moon, de Pink Floyd.

Ahora acaba de publicar un libro en el que cuenta lo que significó encerrarse en su habitación y escuchar durante horas, uno detrás del otro, con los oídos casi vírgenes, esos dos discos. Su mundo cambió para siempre. Dice que los casi cuarenta años que lleva con los discos se los debe, en buena medida, a aquella experiencia.

El nuevo libro de Bobby Flores se llama 120 discos que deberías escuchar antes de que tus oídos dejen de recibir órdenes del cerebro. Sin duda, ese título contiene una referencia –irónica– a guías al estilo “1001 discos que hay que escuchar antes de morir”. No bien inicia el prólogo, aclara que es mentira, que no hay 120 discos ahí. Hay 36 capítulos, cada uno dedicado a una producción discográfica, que muchas veces funciona como excusa para hablar de un estilo musical, de una época o de la carrera de un músico. “Si ponía 36 discos en el título no lo iba a comprar nadie”, dice.

El libro plantea un recorrido muy personal, que va de Marvin Gaye a Piazzolla, de Television a Jobim, de James Brown a Serrat, de Neil Young a Pappo’s Blues. Surgió a partir de las columnas que Flores publica en El Planeta Urbano y está escrito en tono de charla, de conversación. “No tengo un estilo que pueda sostener a lo largo de un libro. Entonces, lo escribí como si fuera una carta a un amigo.”

La selección no pretende ser rigurosa. En el prólogo, comenta que simplemente eligió “discos que me han abierto la cabeza”. La enorme mayoría se editaron en los ‘70 y los ‘80. Comenta que muchas cosas de los ‘90, por ejemplo, le suenan a música que ya se había hecho y opina que entre 1971 y 1977 se grabaron discos fundamentales, que dejaron una marca en todo lo que surgió después.

¿Esa visión no está marcada por la época en la que empezaste a escuchar música?

–Es una idea más bien intuitiva, que no podría fundamentar. Busqué discos de los ‘90 y lo que no me sonaba a The Clash me sonaba a Dr. Feelgood. También entiendo que para mi hija, por una cuestión generacional, puede ser mucho más importante Nirvana que The Police, por ejemplo. Ella escribirá su libro dentro de veinte años. A mí me pasó esto.

Cuando salió el libro, ¿empezaste a decir “uh, no metí tal disco”?

–Sí. Uno de T. Rex, por ejemplo.

PASENLO EN LA RADIO

Cuando salió de la colimba, volvió a trabajar como disc-jockey y musicalizador. Con el final de la dictadura, encontró en las radios cables pelados que colgaban de las paredes: los militares habían arrancado los aparatos para robárselos. Hechos como ése (y peores) generaron en la primavera alfonsinista una suerte de movimiento “unido desde el espanto”, define.

Pasó entonces a Radio Belgrano, dirigida en aquel momento por el editor Daniel Divinsky. Ahí estaban Aliverti, Dorio, Caparrós y había muchos programas de gremios, sindicatos y colectividades. Bobby, por ejemplo, musicalizaba un programa para la comunidad armenia y otro que apoyaba la Revolución Sandinista y que sólo pasaba canciones nicaragüenses.

Debutó como conductor un sábado a la tarde. Había quedado un espacio libre en la radio y él justo estaba ahí con Luca Prodan (se habían cruzado en la calle). Juntos hicieron un programa que duró apenas tres emisiones. Entre otras cosas, daban recetas de cocina. Cuando el padre de Bobby Flores murió, encontraron unos casetes con esos programas grabados.

En 1985, Bobby fue uno de los cuatro musicalizadores convocados por Daniel Grinbank para fundar la Rock & Pop. “Daniel tuvo la visión para agarrar a cuatro tipos que venían de palos distintos y se armó un abanico muy interesante.” Por primera vez en Argentina, había una radio dedicada exclusivamente al rock. Además, Rock & Pop empezó a grabar las tandas, en vez de hacerlas con locutores en vivo.

“Varias radios, como La 100, copiaron el formato y tenían mejor sonido, así que les iba mejor. Entonces, empezamos con los programas. La referencia que teníamos eran los programas de AM porque no existían los de FM. Y ahí entraron Mario (Pergolini) y un montón de pendejos nuevos.” Flores estuvo hasta 2006 en la Rock & Pop, con diversos programas, en distintos horarios.

En los inicios, Juan Carlos Mareco le había recomendado que no le hablara “al mundo”, sino que pensara en alguien, que le hablara a su pareja, a un amigo, a quien fuera, porque así se llega a los oyentes de otro modo. Bobby todavía sigue ese consejo. A veces habla pensando en una persona con la que se cruzó la noche anterior. En cierta época, hacía un programa los sábados a la noche y se ponía delante una foto enmarcada de la francesa Isabelle Adjani para mirarla, para hablarle a ella.

Cuando dejó la Rock & Pop, pasó por otros dos proyectos de Grinbank en FM: Spika y Kabul. Después, estuvo cinco años fuera de la radio, mientras dirigía los canales de música del grupo Turner. Ahora es una de las voces de FM Malena (junto a Horacio Pagani, Javier Calamaro y Adriana Varela), tiene un programa en BitBox (Flores Power, de lunes a viernes de 10 a 14) y otro en AM 750 (Moriré sin conocer Disneylandia, de lunes a viernes de 17 a 18).

Además, está muy entusiasmado con el proyecto de un programa sobre música beat argentina. “Es una música genial –comenta–, y jamás se pasó en serio, siempre se la toma en joda.” Enumera ejemplos de bandas (Pintura Fresca, Trocha Angosta, Juan y Juan) y canciones (“Zapatos rotos”, “Yo en mi casa y ella en el bar”, “Estoy hecho un demonio”). La idea es hacer ese programa en una AM.

Plantea una clara distinción entre los sonidos de AM y FM: señala que una canción de U2 pierde mucho en AM, pero Chabuca Granda o un terceto de jazz suenan especialmente bien. Lo toma en cuenta a la hora de elegir qué temas pasa en Moriré sin conocer Disneylandia, por ejemplo.

También considera el horario de los programas que hace. Dice que a la mañana, “con el quilombo del tránsito, los horarios, los bancos”, no da para pasar “Riviera Paradise”, de Stevie Ray Vaughan. “Hace varios años que no puedo poner ese tema y me estoy volviendo loco”, asegura.

Por eso, entre otras cosas, le gusta cambiar de horario después de un tiempo. Ya está pensando en dejar la mañana, aunque él mismo pidió ese horario, aunque sabe que a la noche diría: “Puta, no puedo poner Dr. Feelgood”. Y asegura que en todos los horarios ha sentido lo mismo: “Vas empujando la piedra por la montaña, parece que no va para ningún lado, hay momentos de tedio, hasta que un día ves que la piedra llegó. Entonces, te relajás un poco y, como Sísifo, empieza la bajada. Ese proceso no puede durar más de tres años. Si dura diez, me pego un tiro en los huevos”.

Entonces, no entiende que haya conductores que llevan más de una década en el mismo horario. Y elige sumarse a proyectos que están empezando, como Malena o BitBox, porque no le gustaría ser “el nuevo” en una radio donde otros llevan quince o veinte años haciendo un mismo programa.

NO ESPERES TENER UNA BUENA NOCHE

El último libro de Bobby Flores se centra en un concepto en vías de extinción. El objeto antes llamado disco, según ironizó Café Tacvba. Ya prácticamente no existe el ritual que implicaba para muchos comprar un vinilo, un casete o un CD, tomarse el tiempo para escucharlo y repasarlo, observar con cuidado el arte de tapa. “Siempre me impresionó que unos pendejos alocados fuésemos capaces de quedarnos cuarenta minutos o más en un sofá escuchando un disco con atención zen, sin hablar, sin nada.” De algún modo, 120 discos... rinde tributo a ese ritual.

El libro también muestra la importancia que tiene para el autor –tal vez más que su trabajo en la radio, en la televisión o en la prensa gráfica– la experiencia como disc-jockey. Habla de eso en varios momentos y surge naturalmente cuando conversa. Para explicar algo, por ejemplo, compara las reacciones en Brasil y en Argentina, cuando él ponía música de Barry White en los boliches. O explica que, en cierta época, los temas de Bob Marley despertaban el mismo fervor en Palladium y en un club de barrio. “Claro que no podías poner Kool & The Gang en ciertos boliches, pero, si en el club de barrio no lo ponías, te cagaban a patadas. Y eso te ayudaba a abrir la cabeza. Había que tener diferentes valijas de discos para los distintos lugares. Aparte, existía riesgo físico: ¡a mí me han tirado botellazos!”

Cuando tenía alrededor de treinta años fue a pasar música a Rosario. La noche anterior lo habían aplaudido muchísimo en el Soul Café. Se confió, llevó los mismos discos. No tomó en cuenta la distancia. Se acercaban a pedirle música para bailar y él contestaba “¡estoy pasando Jamiroquai, loco!”, pero Jamiroquai o Wet Wet Wet todavía no habían pegado en los boliches rosarinos. Se fue con la cabeza gacha, pidió que no le pagaran. “Si le cagás la noche a la gente, no tenés perdón de Dios”, apunta. El disc-jockey del boliche le comentó que era genial la música que había pasado, pero no para ese lugar. Y copió la lista de temas para ir incorporándolos de a poco.

Muchas veces, los públicos fieles a ciertos estilos desdeñan a alguien que se relaciona al mismo tiempo con el soul, el jazz, el rock, el tango. Aunque el sello Blue Note haya elegido a Bobby Flores para compilar una serie de ocho discos en 2005, no faltan los jazzeros que lo miran mal porque viene del rock. Del mismo modo, en el festival Pepsi Music le han gritado: “¡Puto, ahora pasás jazz!”. Y algo parecido ocurre con el tango. Sin embargo, cree que entre los supuestos puristas del jazz están los más cerrados: “Unos energúmenos, se creen poseedores de un secreto”.

Algunos parientes se burlaban de él durante sus primeros años como disc-jockey, cuando se levantaba de la mesa y agarraba “la bolsita de los mandados” con los discos para ir a pasar música. El padre le decía: “No les des bola a éstos, son unos resentidos. Andá y hacé la tuya”. Afirma que el padre fue el único –y remarca: el único– que siempre lo apoyó. Tanto que él aspira a criar a sus tres hijos “con la misma libertad”.

En ese vínculo, la música fue un puente de comunicación. Había mensajes que su padre no le iba a transmitir en forma directa, pero que subyacían en los tangos y milongas que le hacía escuchar. Canciones como “Tortazos” o “Mi Buenos Aires querido”. En 120 discos... cuenta que lloró más de una vez escuchando “Adiós, nonino”. Y claramente, explica, está asociado a su padre.

¿Qué otros temas te hacen llorar?

–Hay uno de Chocolate Genius que habla de la madre y dice todo el tiempo “she don’t remember my name”. Ella le quiere hablar, pero no recuerda cómo se llama él.

Relacionás la música que te hace llorar con tu papá y con una madre.

–Sí, sí.

¿Cuándo murió tu papá?

–A los 57. Yo voy a cumplir 56, así que es un momento bravo. Encima, soy muy parecido a él. Voy al barrio y los amigos que no veo hace diez años me dicen: “Estás igual a tu viejo, boludo”. Por momentos me pregunto hasta dónde llegará el parecido; tal vez me quede poco más de un año. Aparte, a esta edad, perder la referencia... Hasta ahora sé cómo era mi viejo; si sigo, dentro de un par de años no voy a saber.

Bueno, puede ser una gran liberación.

–Obvio. Por eso también lo tengo muy presente. A veces pienso: qué me voy a andar haciendo problemas, si capaz me queda un año...

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Imagen: Nora Lezano
 
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