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Domingo, 23 de noviembre de 2003

HOMENAJES

El día del maestro

A diez años de la muerte de Alberto Breccia, la revista de artes plásticas ramona decidió convocar a más de 40 escritores, dibujantes y guionistas de diversas generaciones para homenajearlo. Con nombres como Fontanarrosa, Juan Sasturain, Caloi, Rep, Nine, Sábat, Langer, Caloi, Solano López y Max Cachimba, entre otros, el número especial dedicado íntegramente a homenajearlo saldrá a la venta la semana que viene. A manera de anticipo, Radar reproduce el texto de Guillermo Saccomanno y un fragmento de la entrevista que le hizo a Breccia junto a Carlos Trillo.

La clase de Breccia

POR GUILLERMO SACCOMANNO

En el ‘68, a propósito de la megamuestra de la historieta en el Di Tella organizada por Jorge Romero Brest y Oscar Masotta, los autores Alberto Breccia y Héctor Oesterheld coincidían en que si el género ingresaba en los salones de la crítica y la vanguardia, este rescate significaba su partida de defunción. Su lugar natural era y sería en los quioscos. Aunque luego, a mediados de los setenta y en un breve tramo de los ochenta, el género alentó un potente renacimiento, hoy la producción local está, cuando no esterilizada, prácticamente destruida. Y la furtiva obra de calidad que se genera, se publica en el exterior. La opinión de Breccia y Oesterheld con respecto a aquella muestra del Di Tella recobra vigencia ahora, cuando una revista de crítica plástica decide homenajear a un artista del género, estimándolo como uno de los valores locales más fuertes.
Breccia se asumía, con una modestia un tanto sospechosa, como un laburante del tablero. Porque en el fondo se sabía un artista. Hay una anécdota que lo planta a Breccia. En una de las muestras de los setenta que se hacían en Córdoba, convocadas en buena medida por el grupo de la revista Hortensia, había sido invitado Antonio Berni. El público se arrojaba sobre Berni para pedirle un dibujo. Mientras Berni trazaba un ranchito con un arbolito y ponía la firma, Breccia empezaba a acaparar la atención. En un instante bocetaba, a pedido, sus personajes, Vito Nervio, Sherlock Time, Mort Cinder. Breccia era capaz de componer en un instante figuras humanas, cuerpos en tensión. Al rato, el público se había olvidado de Berni. Y Breccia ocupaba el centro de la escena.
Desde su formación intelectual, en la que brillaba permanentemente la referencia literaria, y en particular la literatura inglesa cruzada con la picardía criolla, Breccia se las ingeniaba para transmitir alguna lección. Hubo un período, durante la primavera camporista y el fervor de las revistas humorísticas y de historietas, en que toda una corriente de periodistas, escritores y dibujantes nos juntábamos en un barcito de San Martín al 900. Allí estábamos, entre otros, Alberto Bróccoli, Lorenzo Amengual, Carlos Marcucci, Alejandro Dolina, Roberto Fontanarrosa, Cristóbal Reynoso, Luis Scafatti, Osvaldo Soriano y Breccia, siempre frente a un whisky con hielo. Ninguno imaginaba la noche que se avecinaba.
La revista Crisis había llamado ahora a Breccia y a Oesterheld para seguir el Mort Cinder. Oesterheld había pensado en revisionar La diligencia de John Ford y Breccia ya estaba tomando apuntes para ese western, que nunca llegó a concretarse.
En esos años, todavía en democracia, con Carlos Trillo habíamos recibido el pedido de reportear a Oesterheld. Lo entrevistamos durante todo un mediodía, una tarde y una noche. Poco más tarde, Oesterheld era secuestrado y “desaparecido” en un chupadero de la dictadura. También poco más tarde, el gran amigo de Breccia, el dibujante Oscar Conti (a) Oski, moría en un hospital. Breccia se sumía en el bajón. Y para aliviarlo prefería –lo deduzco ahora– reunirse con jóvenes antes que con contemporáneos. Luego de una intervención quirúrgica, sin poder salir de su casa, Breccia empezó a pintar al óleo. En menos de un mes juntó una gran cantidad de pinturas en las que reflejaba, con su expresionismo piadoso, viejas de confitería. Lejos de conformarse con el encierro prescripto, Breccia expandía su obra colmando de pinturas las paredes. Cabe consignarlo: este Breccia no era menos artista que el dibujante de historietas. Para Breccia no había escisión entre el dibujante de historietas, el ilustrador y el artista plástico.
Reportear a Breccia nos impregnaba de un cierto sentimiento “histórico”. Desde este presente, a casi treinta años de entonces, es fácil presumir de una conciencia que, si la tuvimos, no fue tan transparente. Se dice que hay un maestro donde hay un discípulo. Pues bien, de esto se trataba. Elreportaje, empezado en Lobos, siguió semanas después en la casa de Breccia, en Haedo. Y más tarde, un sábado largo en la casa del dibujante Horacio Altuna, en Ramos Mejía. Mientras Galíndez boxeaba por un título de campeón, en Reno un gangster mataba a perdigonazos a Ringo Bonavena. Me acuerdo: la tele era en blanco y negro. El miedo impregnaba el viento y la llovizna en las calles de la provincia. Pero era bueno estar con Breccia, escuchándolo hablar siempre desde la experiencia, proponiendo su teoría del arte: artista es aquel que transforma las limitaciones en posibilidades.
Cuando volvimos en tren a la ciudad, al caminar por los andenes de Once, con Trillo teníamos la sensación de que esa tarde pasada con Breccia era un mensaje encerrado en una botella. La voz densa y grave de Breccia perduró en los casetes que desgrabamos y, me gusta creerlo, la escucho ahora otra vez al revisar el texto que se publica sin modificaciones en ramona. Cero ánimo de prolijar lo que fuimos. Es cierto que en nuestras notas de entonces predominaba el ditirambo. Una reflexión: en aquel entonces el reportaje iba a ser publicado, además de en una historia de la historieta que estábamos preparando, en una revista del género, donde colaboraba Juan Sasturain. Los artículos y las historietas que publicaba la revista aludían elípticas a la realidad bajo la dictadura. Aquella revista, mirada hoy, resulta tímida en su sátira de lo cotidiano. Es que lo cotidiano entonces era el terror. Sin embargo, esas páginas se leían “críticas”. Imagínese cómo sería el terror que una humorada costumbrista era subversiva. Quizás así se justifique la forma rimbombante de nuestra prosa de entonces. Al enfrentar la censura, lo que buscábamos, por contraposición, era elogiar con desborde aquello en lo que creíamos. Así, apelando a guiños, se establecían códigos con los numerosos lectores cómplices.
Años después, con Sasturain, Breccia integraría otra dupla fenomenal realizando Perramus, serie que tuvo el reconocimiento de Amnesty. Peor ahora es todavía la noche final de este reportaje, cuando bajamos del tren en Once, por la vuelta, y con Trillo sentimos que en la tarde de invierno que quedó atrás había sucedido una experiencia que no volvería a repetirse. Es algo que ahora dejamos librado al lector de esta nueva publicación. Y conjeturo que su efecto, un efecto Breccia, se activará en quienes al leerlo vean su obra.

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