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Domingo, 2 de agosto de 2015

ALGO

 Por Juan Carlos Kreimer

A veces no es Algo escuchado sino leído en medio de otra historia. En La última palabra (Anagrama), Hanif Kureishi viene hablando de los locos que su padre llevaba a su casa cuando escribe: “Papá nos animaba a seguirles la corriente en sus delirios, a lo que él llamaba su historia, la narración que les permitía mantener el sosiego. Lo que llamábamos su locura era realmente su escritura”.

Los enfermos mentales se sostienen en lo que se dicen a sí mismos. Cuando alguien, algo o ni siquiera nada los saca de esa banda de autoescucha, se brotan. Una voz parecida –diálogo interno, narración, acceso a la locura–, si no la misma, nos recorre en paralelo a los que escribimos. El poder escribirlas la vuelve funcional y nos salva: podemos brotarnos en una parte sin que se nos dispare el todo. Aunque no haya otro lado, cruzamos y podemos volver a esta orilla. Pasar horas escribiendo y en una pausa salir a comprar pan o entender los cálculos que hizo la contadora para llegar a lo que tenemos que pagar de tal impuesto. Al rato volvemos a sentarnos frente a la computadora y nos escuchamos decirnos Alegría, alegría: ahora estoy haciéndolo.

Aprendimos a permanecer en esa banda y seguir trabajando: tenemos la posibilidad de hacerlo. Se considera justamente enferma a la mente cuando hay una imposibilidad de emprender el camino de retorno. Y enfermos mentales a los que no pueden salir de esa banda, a los que no pueden acallar la voz del otro lado.

Los escritores la recibimos sin tomarla inmediatamente como una construcción definitiva. Aunque creamos que tiene una fuerza imponente por sí misma, siempre tenemos la posibilidad de volver a pasar una y otra vez los ojos por los fraseos que tomó en su forma escrita. Podemos observar desde afuera lo que refleja nuestra narración. Y modificar el comportamiento de las ideas, antes de que se ramifiquen.

Antes y después de la irrupción se me entremeten flashes de una suave melancolía silenciosa, sin que nada especial la origine. Esos flashes previos surgen en los momentos de imposibilidad y vacío que se toma Algo antes de salir. Los flashes posteriores no saben adónde alumbrar ante el vacío dejado por ese Algo al ser escrito.

No todas las ideas que sobrevuelan la mente se me reflejan por lo que quieren decir. A veces aparecen como su contrario y algo, de todos modos, permite apoyarse en ellas y ver el otro lado. Cuando Algo vuelve a casa, la petit melancolía se deja abrazar por la alegría. Lo apresado y expresado, después de ser salvado en el .doc que corresponda, también nos salva de no poder volver de ese lugar donde las palabras dicen lo que ellas quieren. Y de necesitar medicación.

El dedo meñique pega un salto y cae sobre el enter. Que también se llama return: la tecla apaisada a la izquierda que activa el punto aparte, pasa al renglón siguiente: adelante, ordena, ábrase un nuevo espacio, un blanco entre dos párrafos, pásese a otra cosa.

Atravesar la melancolía previa es decisivo. A veces disfrazada de tendencia a postergar, esa melancolía es la cara con que nos mira lo que escribiremos. Detrás de su expresión, se agolpan impulsos amorfos en busca del espejo capaz de ponerlos en palabras y pasarlos a la categoría de frase o texto. Es el momento de enfrentarnos con lo que salga (lo desconocido), nos decimos. Ha llegado el momento de hacerlo. Mandarnos. De escribirlo y ver qué pasa. De empezar a aceptarlo y escuchar lo que nos dice.

Será lo que tú digas, admitió Gabriel García Márquez a Gerald Martin, su biógrafo.

En el antes del hacerlo, esa manía de encontrar coincidencias donde posiblemente no existían es de las mochilas más pesadas que soporta la mente de los que escribimos. La única que funciona. Cuando funciona.

La melancolía del después viene de que el mundo ha cambiado desde que sacaste afuera –expusiste, aportaste...– tu granito de arena. Llamo mundo a esa construcción que se nos fue haciendo con los años. En ese mundo, todo es de naturaleza eterna, infinita: un continuum retomado.

Tomado se le llama al que escribe aunque no lo esté haciendo visiblemente ni haya bebido una gota. En ese mundo lo minúsculo puede abarcar toda la pantalla. Lo imaginario vive como si fuera real. Contacto genuino y charlatanerismo al mismo tiempo, lo que se refleja en el espejo de la mente son expresiones de una misma búsqueda de la Excelencia Interior. De esa disfuncionalidad nace lo que después pueda llamarse Algo que escribí. Al arte por ahora dejémoslo tranquilo.

Ese Algo personal que reflejamos con nuestras palabras es también reflejo de un Algo universal. A veces lo lee otro y siente que le pertenece.

No escribimos solo mientras escribimos. También lo hacemos en los ciclos de esos antes y esos después. Escribimos cuando entramos en esa zona donde los enfermos mentales se brotan por su propia narración interior.

Los que no pueden con la inmensa melancolía que los circunscribe por dentro son familiares cercanos de nosotros que fueron a vivir a otro país y perdieron el pasaporte. Viven en un tren fantasma que nunca termina el recorrido.

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