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Domingo, 23 de agosto de 2015

FOTOGRAFíA HUGO CIFUENTES

LA LINEA DEL ECUADOR

El Museo Isaac Fernández Blanco desde hace años le da una importancia especial a la fotografía. A las ya extraordinarias muestras de Martín Chambi, Guido Boggiani, Juan Rulfo, Liborio Justo, Josef Sudek, Marc Ferrez o Robert Frank, entre otros, se les ha sumado un gran artista ecuatoriano, Hugo Cifuentes, cuyas fotografías, seleccionadas por su hijo Diego, son en su mayoría desconocidas por el gran público.

 Por Marcos Zimmermann

Ciudad de la Mitad del Mundo, Quito, Ecuador. Es de noche y, desde la cama, Lorenzo mira por la ventana la casa de enfrente. Sobre el techo, un enorme cartel con la fotografía de un niño dormido sobre el manubrio de una bicicleta, tiene algo escrito abajo. Lorenzo aún no sabe leer ni sabe que el texto dice “Hugo Cifuentes, maestro de la fotografía ecuatoriana, desde el 2 de agosto en el Museo Guayasamín”. Lo único que sabe es que, por sobre esa casa de enfrente, donde vive su pequeña novia, pasa la línea del Ecuador. Hace poco aprendió de su padre, Josué, que esa línea divide el mundo en dos mitades iguales. Y que ese hilo invisible atraviesa esa casa desde el patio del fondo hasta la puerta de entrada. Con sus cinco años, Lorenzo todavía no entiende bien la razón de esta división invisible. Sólo sabe que esa línea pasa justo por sobre la cama de su pequeña novia, que ella, dormida, da vueltas y vueltas pasando del hemisferio norte al hemisferio sur varias veces por noche y que esto la acerca, pero también la aleja de él, inevitablemente. Lorenzo sabe que su propia casa no tiene ese problema porque, según le explicó también su padre, está situada, completa, en la mitad sur del mundo. También aprendió hace pocos días, de boca de un amigo, que las estrellas mas chiquitas que ve como puntos minúsculos en el cielo desde su cama, son mucho más grandes que la tierra. Y que sus padres hacen sexo de noche. Se lo explicó su amigo, mientras meaban juntos en el baño. Metete bajo su cama una noche y vas a ver –le dijo–. Pero él no quiso. Le daba impresión la idea de ver a su mamá abotonada con su papá tal como había visto a la perra de la casa de su pequeña novia con su cusco.

En el futuro, Lorenzo aprenderá muchas otras cosas. Quizá hasta se haga famoso y cante en la tele alguna de las canciones que le enseña su padre cuando van juntos de paseo en auto a la playa y entonan un reguetón levantando los deditos. Quizá sea médico, como su madre. O artista de circo, como su padre. Y siga soñando con esa novia, o se case con otra y trabaje mucho. Y a la noche no mire más las estrellas porque los párpados le pesan demasiado de tanto trabajo y se duerma hasta quedar suspendido en alguna parte indeterminada del mundo que no está en ninguno de los dos hemisferios. Como el niño que duerme en el manubrio de la bicicleta en el cartel que está sobre el techo de la casa de su pequeña novia de enfrente, que parece colgado en el tiempo. Lorenzo sabe, porque se lo dijo su madre Guadalupe, orgullosa, que ese niño fue fotografiado por su mismísimo tatarabuelo, Hugo Cifuentes. Una imagen que le quedará en la retina como tantas otras fotos que su madre le deja ver cuando saca del ropero la enorme caja de madera que contiene esas fotos de su tatarabuelo. Retratos de niños, caballos de madera, procesiones, ruegos y gente doliente. Que le hacen pensar a Lorenzo en cómo era de triste, antes, el país donde está creciendo. Este que ahora tiene autopistas, aviones y futuro, y antes no tenía más que bandas de música, procesiones y ruegos. Un país que creía a pie juntillas en el pecado y en el destino de pobreza que Dios había elegido para Ecuador. Donde el olvido atravesaba todas las casas. Donde los personajes de los carteles estaban pintados, no fotografiados, como ahora.

Nadie sabe dónde y cuándo Hugo Cifuentes tomó esas fotografías que describen aquél Ecuador tan íntimamente. Ninguna tiene título, ni fecha. Y podrían ser de cualquier lugar de Latinoamérica. Es como si Cifuentes no hubiera querido dejar rastros, para que la universalidad latinoamericana de sus fotos no quedara restringida a un domicilio fijo, a un hemisferio determinado, a un tiempo exacto. Como si hubiera querido que cada una de las procesiones, de los monumentos, de las estatuas, de las banderas y de las personas que retrató, fueran un símbolo de muchas otras procesiones, monumentos, estatuas, banderas y personas de América. La fotografía de una campesina que espía algo con los brazos abiertos: el Cristo sudamericano femenino. Las venas hinchadas de un negro que sopla el trombón: el esfuerzo de todos los esclavos negros. El hijito del vendedor de posters que duerme en el suelo sobre uno de ellos: el símbolo del olvido al que está sometido siempre el pueblo. El niño con muletas que espía el interior de un aula de escuela desde la calle: el emblema de todos los analfabetos del continente. El borracho caído de su burro que no suelta las riendas: el esfuerzo de los más pobres por no perder lo poco que tienen.

Esa misma noche, mientras mira desde su cama la casa de enfrente, Lorenzo sigue imaginando que la madre de su pequeña novia le está haciendo una trenza a su hija, idéntica a la que aparece en una fotografía de su tatarabuelo Cifuentes que vio esa tarde en la caja de fotos que tiene su madre en el ropero. Y sueña que mañana, cuando ella salga para su primer día de clase, él va a poder abrazarla y besarla como hace el niño en otra foto. Todo gracias a lo que le suscitan estas fotografías de su tatarabuelo Cifuentes. Directas, sensibles, apasionadas. Capaces de disparar otra idea que se le ocurrió a Lorenzo a la mañana siguiente al despertar, mientras veía salir a su pequeña novia de la casa de enfrente, con una trenza, rumbo a su primer día de clase. E imaginó raptarla y esconderla en su casa, para que quedara en su hemisferio sur para siempre.

La muestra de Hugo Cifuentes, con curaduría de Leila Makarius, abre el próximo jueves 29 y estará hasta el 27 de septiembre en el Museo Fernández Blanco, Suipacha 1422.

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