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Domingo, 13 de diciembre de 2015

PODER INVISIBLE

 Por Juan Carlos Kreimer

Buenas. Al menos saludan. El nuevo modo de relacionamiento padres-hijos omite el cómo estás... Y si lo incluye es por mera formalidad y para que no le digas otra palabra más que Bien..., o Como te imaginarás y que con un gesto confirmes el estado presumible por algo que ya saben. Hasta la fórmula Bien o te cuento, perdió efecto. No, ahora, no. Después charlamos. Al menos respondeme el WhatsApp...

Si son varios, lo más probable es que se pongan a hablar entre ellos sobre personajes y situaciones que ocurren en una realidad que en nada roza con la tuya. Con expresiones y presupuestos que debés deducir solo. A la tercera vez que interrumpís para preguntar qué o quién es y que sus respuestas, o miradas reprobatorias, te llevan a nuevos desconocimientos, dejás correr y captás lo que captás.

Tu participación es servirles la comida y verlos felices. Manifestar afecto a través de... Estar disponible por si te necesitan. Date por satisfecho con eso.

La enorme asimetría en la necesidad de saber –y de que sepan de uno– instalada entre miembros de diferentes generaciones no tiene retorno.

Es así. En un tiempo, para no encerrarme en mis circunvalaciones ni masticar palabras en silencio, era yo quien, sin que me lo preguntaran, aprovechaba una pausa o que habían terminado de responder un mensaje e introducía algo personal. Proyecto, salud, conflictos... Conseguía mis 15 segundos de atención, no de registro. Con frecuencia debía contarles cosas que ya les había contado para que entendieran lo que les estaba contando. Y antes de que hubiera llegado al meollo ya habían superpuesto otra historia. De ellos.

Cuesta aceptar que uno, lo que le pasa, o lo que hace, o su circunstancia para convocar a Sartre, dejó de resultar atractivo para los que vienen después. ¿Qué se hace con esa sensación? ¿Cuál es el mensaje a incorporar...? Querer importarles, o al menos que jueguen a que sí les importa, acentúa el ridículo.

Para algunos, el tema de la invisibilidad no aparece como rezongo sino como algo factual. A partir de determinado momento, empiezan a darse cuenta de que el mundo puede seguir sin ellos. Piensen lo que piensen de lo que sea, en el fondo da lo mismo. Lo único que realmente cuenta, y los acompaña a donde sea, y les escucha cualquier letanía, es ese enjambre de procesos neuronales donde procesan lo que les llega. Solo se les pide que hagan presencia, un simulacro de que están.

Desarticular esa frustración sin perder la capacidad de ver, te convierte en el hombre invisible. Los demás se olvidan de que estás –ver ya no te veían– y les descubrís hasta lo que ni ellos mismos saben que son. Podés entender mejor sus sistemas de pensamiento y discursivos y otras características independientemente de los contenidos que expresen. Dialogás con ellos y las situaciones descriptas desde un canal observador. En los próximos años las notas color de algunos matutinos recomendarán este ejercicio como forma de mantener despierto el vínculo. Como los ciclos se acortan también ellos y los más jóvenes necesitarán practicarlo para reciclar el ser dejados de lado.

De nada sirve reclamar. O pedirles Pregúntenme. Solo refuerza la situación existente y hace más pesado lo ya pesado. Si les surge saber de vos puede que en algún momento giren la cabeza y se dispongan a enterarse. Puede que descubran que aquel que suponían era de determinada manera, ahora es de otra. Puede también que no lo descubran y que, cuando les contás algo, vuelvan a hacer que escuchan. Como sea, no sos una ausencia. Ni necesitás protagonismo.

Si hubo un período equis de tu vida en el que por equis razones necesitabas ser Alguien y dejar en el mundo una marquita que te identificara (o diera identidad), a partir de cierto número de materias sociales y de convivencia aprobadas (ejemplo: que tus hijos ya tengan cuerda propia y tu flujo de entrada/salida de recurso no requiera que le inyectes de anabólicos financieros) se abre un período donde con ser Nadie basta y sobra. Nadie a lo Beckett, a lo Saer, a lo Zen.

Si hace falta, actuás. Si no, mosca. Y si todavía te apasiona hacer lo tuyo –lo que venías haciendo o lo que esperaste toda la vida para hacerlo– lo hacés mientras seguís esperando Nada. Ahora sin tomarlo como un examen ante los demás. Sin necesidad de compartirlo. Se acabó aquello de que con esto quiero demostrar tal cosa. Y el hago esto para que se me reconozca. Lo hago por el mero placer de “poder” hacerlo. Las comillas antes y después de poder son para quitarle su condición de verbo y habilitarlo como sustantivo.

Ahogando las distancias, se crea un cierto paralelismo entre hacer de la situación de ignorado un recurso de libertad y el tipo de mirada que se te instala detrás de los ojos cuando salís de una enfermedad grosa. Todo cuanto ocurre y te ocurre se relativiza. Deja de tener significado donde los tenía antes y adquiere otros. En las grietas de ese cuasi anonimato, o imperceptibilidad, aparece un raro tipo de libertad que te hace inimputable. Salvo que padezcas decadencia cognitiva, o que te fallen los reflejos, lo que hagas o digas tiene sin cuidado a los tuyos. Oportunidad ideal para salir del o los roles pre asignados. Para conectarse con una dimensión en la que, en lo personal, uno está bien consigo, pase lo que pase. Quizás porque el ninguneo que primero te aisló después te enseñó a ver otras perspectivas. Sí, aprendiste a tomar lo que hay y a no esperar lo que debía haber sido. Poco a poco la necesidad de que los otros se interesen por saber cómo estás pierde relevancia. Lo mismo con contar la agenda de lo transcurrido desde la última vez que nos vimos. El encuentro rueda de ahí en adelante por otros andariveles. Menos visibles, más esenciales.

Bueno, chau. Y se van. Una y otra vez. Un día, el siguiente o después de muchos días o años, puede que les nazca preguntarle al hombre invisible cómo está. Escuchá bien: cómo estás, no cómo estuviste todo el tiempo que pasaron de vos. Ahora.

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