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Domingo, 6 de marzo de 2016

ENTREVISTA > LUIS MACHíN

LA CARA DE LOS AFECTOS RAROS

Llegó de Rosario en 1993 y desde entonces no dejó de actuar. Trabajó en más de veinte películas, en casi treinta programas de televisión y en espectáculos teatrales variadísimos con directores como Ricardo Bartís, Cristina Banegas o Rafael Spregelburd. Dueño de una expresividad única y virtuoso en un amplio registro que se mueve sin dificultad entre el drama y la comedia, Luis Machín se fue convirtiendo en un ineludible para los grandes papeles de reparto y una presencia magnética en los protagónicos. Ahora junto a un team de actores estrella estrena Vigilia de noche, la tristísima pieza del sueco Lars Norén dirigida por Daniel Veronese en el rejuvenecido Picadero. Y en esta entrevista recorre su carrera, desde el mítico Sportivo Teatral, pasando por Lamborghini y Harold Pinter hasta su Martín Fierro por Padre Coraje y la locura de hacer a un aristócrata berreta en Viudas e Hijas del Rock and Roll junto a Verónica Llinás.

 Por Mercedes Halfon

Hace tiempo ya que Luis Machín es una cara recurrente en las pantallas argentinas. Su última creación fue el simpático/ desagradable Emilio Arostegui, en el delirio actoral que fue Viudas e Hijas del Rock and Roll, pero antes de eso hubo otros personajes memorables por los que lo paraban, le gritaban o le comentaban en la calle algún hecho puntual, alguna decisión con la que los televidentes se sentían interpelados. Machín viene brillando desde esa cantera de oro puro que son los personajes secundarios de las ficciones centrales, seres que se encuentran relevados de ser la belleza estándar, la bondad estándar, la inteligencia estándar y por eso se les permite desplegar otros afectos y otras intensidades. Luis Machín llegó a Buenos Aires en el año 93 de su Rosario natal y desde entonces nunca dejó de actuar. Trabajó en más de veinte películas, en casi treinta programas de TV, además de haber transitado por algunos de los proyectos más interesantes del teatro de esta ciudad en las últimas dos décadas. Sin ir más lejos hoy protagoniza junto a un team de actores estrella Vigilia de noche, la tristísima pieza del sueco Lars Norén dirigida por Daniel Veronese, en lo que fue el retorno del director al teatro oficial. Hoy –que el Teatro San Martín está cerrado hasta nuevo aviso–vuelve a hacer funciones en el mítico y rejuvenecido Picadero, un espacio ideal para verlo hacer de las suyas; léase: patinar con medias de nylon por el escenario mientras llora a gritos que fue engañado por su mujer, pero después mira a público como un muñeco loco y ya no se sabe quién es víctima de quién.

AUTOPISTA BUENOS AIRES-ROSARIO

Machín cuenta que su llegada a la Capital fue difícil. Pasó de moverse como un pez en el Paraná y conocer a todos los directores y actores de Rosario, a vagar por la calle Corrientes y no conocer nadie. Hay una filiación con la película Cinema Paradiso que le gusta mencionar: asocia la partida de la ciudad de su infancia y primera formación con el desgarro que sentía el joven ayudante de proyectorista en la película de Tornatore. Pero para Machín rápidamente los astros empezaron a alinearse. “Vine con una beca que daba la provincia para perfeccionamiento, con la idea de estudiar con Lorenzo Quinteros, que me había firmado una carta de aceptación. Pero cuando vine, Lorenzo me dijo que no iba a dar cursos ese año porque empezaba a actuar en Zona de riesgo. Él mismo me recomendó a Ricardo Bartís.” Fue una recomendación providencial. En ese momento el Sportivo estaba en pleno crecimiento, era lo que suele describirse como un “hervidero” creativo: por sus angostos pasillos se cruzaban Rafael Spregelburd, Alejandro Catalán, Andrea Garrote, Sergio Boris, María Onetto, Analía Couceyro entre muchos otros alumnos. Ahí, a la vez que incorporaban un lenguaje y una ideología propuesta por el maestro, inventaban también uno suyo propio, yendo hacia los bordes de una expresividad desbordada.

Pero no solo por aquel estimulante estudio cercano a la calle Warnes circuló este actor, sino que también tuvo la fortuna de hacer uno de los últimos cursos que dictó Alberto Ure, en Canal 13. No deben ser muchos los actores que logaron cruzarse con estos dos monstruos de la escena y vivieron para contarlo. Hay algo histórico también en ese momento, en la síntesis del tránsito que alcanzó Machín. La casa donde se hacían las clases con Bartís, el famoso estudio de la calle Velazco, fue demolida. Queda el relato.

Para darse una idea del tipo de actor que Luis Machín empezó a ser en ese momento, hay una historia sobre su monólogo en el ciclo Textos por asalto, un homenaje a Osvaldo Lamborghini que se hizo en la mitad de los 90. Machín, vestido con un smoking y el pelo engominado, con sus ojos siempre tan tristes y helados, fijos en algún lugar, ponía voz al célebre cuento El niño proletario. La leyenda dice que los espectadores salían mareados, llorando, con ataques de nervios. Que pese a que era una versión abreviada, el impacto de escuchar ese texto tan cruel desde alguien con la expresividad de un Chucky sosegado, era casi intolerable. “Era una versión que duraba lo que duraba un cigarrillo encendido, nueve minutos más o menos. Se entraba como en un trance. Y lo que pasaba era muy impresionante, En todas las funciones… se desmayaba alguien. Al punto de caerse al piso. ¡Hay muchos testigos! Compañeros y Bartís que tenían que sacar a la persona que se descomponía. Al minuto 4 o 5 yo sentía el golpe seco de la caída de un cuerpo en el piso de pinotea. Ya era como el chiste, me decían que les pagaba, que les ponía algo en el café. Después hicimos una gira por Canadá, Bruselas y terminamos en Sitges, España donde hicimos una sola función. Me decían acá no vas a hacer desmayar a una española, y sí, también se desmayó alguien en España.” Machín se ríe con ese recuerdo, algo que nunca le volvió a pasar: “La hija de Roberto Arlt, Mirta, que vino a ver el trabajo nos decía. ‘Y pensar que a mi padre le decían que era un escritor maldito. Este hombre lo es. La dureza de lo que escribió lo es’”.

ABRIRSE AL MUNDO

La primer obra de fuerte impronta grupal que hizo Machín en el Sportivo fue una adaptación loca y prepotente del británico Harold Pinter: “Con Rafael Spregelburd, Gabriela Izcovich, Julia Catalá hicimos una mixtura de Viejos tiempos y Traición. La versión se llamó Varios pares de pies sobre pisos de mármol y la dirigía Rafael. Primero no teníamos los derechos porque Pinter decía que no se podían juntar esas dos obras. Guardo todavía los fax con esos intercambios. Rafael le mandó en inglés el ensamble de las dos obras. Y ahí ya no nos contestó su agente sino él en persona. Nos dijo que nunca había pensado que esas dos obras se podían juntar, que habían sido escritas en momentos muy distintos, basados en experiencias muy contrapuestas. Nos dio los derechos por una nada y la quiso ver. Arreglamos para hacerla en Barcelona, en una sala que dirigía en ese momento el dramaturgo español Sanchís Sinisterra. Fue a la mañana, el horario que había pedido él. Llegó con su esposa, vio la obra y después nos fuimos a comer y a tomar vino hasta cualquier hora.” El relato es una suerte de talismán que habla de la fuerza que tienen algunas cosas cuando se inician: “Para nosotros fue una experiencia poderosa, recién empezaban a ir espectáculos argentinos a Europa, recién se comenzaba a mirar la producción teatral nacional con avidez. Todo eso que sigue hasta ahora.”

Pero si hay una pieza que represente el teatro argentino de la década del 90, esa obra es El pecado que no se puede nombrar. No es exactamente un clásico, sino el punto más alto de una estética, la apertura a un modo de hacer donde la potencia de los actores arrebató el centro de la escena a los textos dramáticos que –en un país con la tradición autoral que tiene el nuestro– se hacía respetar como un maestro severo. El pecado… fue una apropiación poética, afiebrada, revolucionaria, que un grupo de varones casi una pandilla comandada por Bartís, hizo de Los siete locos y Los lanzallamas de Roberto Arlt. Atrapante, emblemática, inolvidable fue también un hito para quienes la protagonizaron y participaron de la renovada división del trabajo que proponía ese grupo puertas adentro. Como cuenta él: “Cuando empezamos a ensayar Bartís nos dijo que teníamos que dejar de hacer cualquier otra obra porque nos íbamos a contaminar. Lo cuento con mucho cariño y mucha comprensión. Él decía que el cuerpo recibía una información de actuación en un ensayo que después se ponía al servicio de otra obra. Era muy celoso, en el mejor sentido, de sus trabajos. Podíamos hacer un bolo, una publicidad, pero teatro no. Ensayábamos todos los días, muchas horas, durante un año y medio. Pero como algunos de nosotros teníamos dificultades económicas para subsistir, había configurado una manera en la que los que más tenían, entre ellos él mismo, solventaban los gastos básicos de los que no teníamos. Yo siempre lo digo con un enorme agradecimiento. Hacia él y hacia la manera que manejaba la economía del grupo. Cuando viniera la época de vacas gordas, con las funciones y los viajes, íbamos a devolver ese dinero. Era un préstamo, un modo de financiación. Y así fue y con creces.”

Algo inédito como modo de producción, un poco una locura…

–Una locura que funcionó muy bien. Fue un enorme aprendizaje estético e ideológico. Yo considero que fue un momento fundante. Se nos abrió el mundo, literalmente. Giramos dos años y medio con la obra. Y teníamos una dirección que no nos abandonaba en ningún momento. La bajada era que nosotros éramos una especie de seleccionado argentino. Y creíamos en eso. Lo fuéramos o no, nosotros representábamos al país con la obra. Te podría decir sin temor a equivocarme que podríamos estar hasta ahora en festivales internacionales haciéndola. En un momento decidimos no hacerla más. Terminamos en el Hebbel Festival de Berlín.

Diez años después hiciste La pesca, también con dirección de Bartís, en el Sportivo. Quedaste unido a ese espacio.

–El Sportivo siempre será el lugar donde volveré, a jugar al ping pong, tomar un vino o con mis hijos, lo que sea. Siempre va a ser un referente humano, cultural y político. Me quedé unido a ese espacio de una manera muy profunda.

OTRAS VOCES, OTROS AMBITOS

Apenas unos años después de estas experiencias en las tablas Machín empezó a convertirse en una cara que se hacía un lugar en la televisión. Una publicidad de cerveza –donde era un actor que manifestaba una notable dificultad para pronunciar la erre de una tapa a rosca y un envase retornable–fue el puntapié que siguió con pases de comedia en Son amores, un personaje bastante más turbio en Tumberos, el predilecto de las señoras doctor Froilán en Padre Coraje, el sufrido Rocamora en Montecristo y así siguiendo.

Reconoce que en ese formato, a diferencia del cine, los actores tienen más permiso para moverse sueltos en “su propia naturaleza”, a veces casi sin intervención de un director. Paradójicamente, lo atribuye a la búsqueda de no correr riesgos y llamar intérpretes probados para que actúen en sus zonas de mayor efectividad. “En un momento sentí que estaba instalado como un actor ‘serio’. De hecho el Martín Fierro por Padre Coraje fue actor de reparto en drama. El Ace fue comedia dramática. Y sentía que eso me quitaba espacio para hacer cosas más excedidas. Y no me gustaba porque para mi el acto creativo es algo festivo. Cuando empecé a sentir que eso se estaba acentuando mucho, intenté fugar para otro lado.”

Ese otro lado llegó con Viudas e hijas del rock and roll donde interpretaban con Verónica Llinás, a un matrimonio de aristócratas en la decadencia más ridícula: “Fue un escape hacia el payaso, al Podestá, o al Parakultural, que lo permitía el registro de comedia. Era muy grato porque nos permitíamos una especie desparpajo total, Verónica tiene mucho de ese estallido, así que nos montábamos uno sobre el otro e íbamos para adelante. De hecho por ahí tenían que mesurarnos un poco.”

En la gran pantalla Machín también ha pasado por experiencias variadas, un arco que va desde películas del nuevo cine argentino como Un oso rojo de Adrián Caetano o Felicidades de Lucho Bender a una película de género como Necrofobia de Daniel de la Vega pasando por Dormir al sol de Alejandro Chomsky, o películas históricas como La revolución es un sueño eterno de Nemesio Juárez, entre otras muchas otras. Ahí sí su procedencia teatral le ha permitido un juego a sus anchas, arriesgado y siempre intenso. Hay algo en esa electricidad que le imprime a sus personajes que los hace atractivos más allá de la dimensión en la historia, más allá incluso de lo que se trate la película: “Cuando pienso en actores que me gustan pienso en su energía, me atrae cuando ves algo que te está destrozando el alma, cuando estás padeciendo por un tipo al que le pasa equis cosa y esa misma situación te revela algo hilarante. Hay actores que lo hacen extraordinariamente bien. Anthony Hopkins o Tato Pavlovsky, por ejemplo. Actores que hacen un pase de magia increíble y después te muestran el truco.”

Esa misma definición de actuación –hacer un pase de magia y mostrar el truco: que la revelación de la mentira no rompa la ilusión– el magnetismo que hace que las miradas no puedan despegarse del cuerpo de un actor, es lo que hace Luis Machín en Vigilia de noche. ¿Qué decir de la obra? Que es una excusa, o una serie de excusas encadenadas para ver unas actuaciones extraordinarias: la del mencionado, más Pilar Gamboa, Walter Jakob y Mara Bestelli. La historia sucede la noche luego de la ceremonia de incineración del cuerpo de la madre. Dos hermanos de edades parecidas se reúnen en la casa de uno de ellos con sus respectivas esposas. La obra –que fue estrenada en Suecia en 1985- recorre el desencanto que surge con la convivencia, los conflictos que acarrean la paternidad, la maternidad, e incluso la fraternidad. Son cuatro genios de la hipocresía que se sacan la careta y muestran el horror de sus sonrisas de goma. Machín dice bromeando que la obra no es apta para recién casados. Pero es cierto: “Es una obra muy poderosa. Siempre es atractivo ver a otras parejas que no sean las de uno, exponer las propias miserias y verse reflejado. Tiene algo muy descarnado, muy sueco pero también algo argentino, porque está hecha por argentinos. Muestra lo miserable, mezquino y amoroso que se puede ser en las relaciones humanas”.

En la estela poética de Ingmar Bergman, pero con ritmo actual, Vigilia es un golpe al corazón de la burguesía, a la idea de vivir bajo el mismo techo con el ser amado. Como todo buen golpe, el efecto es liberador. Y según parece, arriba del escenario, sucede algo parecido. “Hace muchos años que actúo seis veces por semana. Y nunca me canso. No me canso. A veces creo que actuar es como una condena que me tocó. Pero que a la vez es esa misma prisión, la que me posibilita la libertad, el escape.”

Vigilia de noche, de Lars Norén, de Daniel Veronese se puede ver en el Teatro El Picadero, Pasaje Santos Discépolo 1857, los martes a las 21.

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