radar

Domingo, 21 de agosto de 2016

RADAR

COMO LA PRIMERA VEZ

El primer número apareció el domingo 18 de agosto de 1996, marcando el nacimiento de Radar como suplemento y revista cultural de Página/12. A veinte años de esa irrupción, este especial busca echar una mirada sobre dos décadas transcurridas entre el periodismo, la literatura, el cine, la música, el teatro y la realidad argentina a través de diez tapas que a su manera contaron diez historias tan eclécticas como representativas de un proyecto editorial resumido en su nombre: radar para captar lo nuevo, para rescatar personajes desplazados de la escena cultural, para abordar el cine, la música y los libros como hechos vivos y mezclados para pensar el ocio, los estilos y la vida cotidiana. En las páginas que siguen Juan Forn recuerda los inicios del suplemento que fundó junto a Alejandro Ros, quien explica la tarea de sintetizar la semana desde una tapa con vocación de afiche. Además, fotos y dibujos de Nora Lezano, Rep y Daniel Paz.

 Por Claudio Zeiger

En la entrevista que se publica unas páginas más adelante, Juan Forn reflexiona que Radar encontraría su identidad más temprano que tarde a poco de salir, apenas seis meses después, en enero de 1997, con la muerte de Osvaldo Soriano. Así, a raíz de una noticia triste y prematura sobre un escritor que representaba un puente entre el diario y el recién nacido suplemento, Forn intuye con acierto que se hacía visible ese nexo entre los escritores “pdres fundadores” (Soriano, y Gelman y Galeano y Briante) y una nueva generación que tendría a Forn y a Fresán en la primera línea en esos inicios, pero que iría sumando voces múltiples y de diversas procedencias y fuentes en los años sucesivos, como José Pablo Feinmann, Guillermo Saccomanno, Juan Sasturain, Charlie Feiling, Alan Pauls, Daniel Link. Era lógico y algo irónico también. Si se pretendió siempre que Radar agregara un matiz cultural que Página no tenía o no terminaba de asimilar del todo a su universo -pop, pulp, under, alternativo, como se lo quiera llamar y recordar- no dejaría de cumplir su divisa estética bajo el mismo designio del diario: el de ser una redacción llena de escritores, un proyecto periodístico marcado a fuego por la literatura, por la narrativa, por el imaginario de una aporreada máquina de escribir.

En los primeros años de Radar se consolida algo que la producción de diez tapas & diez historias que viene a continuación, seguramente reflejará en parte, y en otra medida, sugerirá. La recurrencia a ir a buscar historias debajo de las piedras; historias al margen de las agendas más o menos compartidas por secciones de cultura y espectáculos de los más diversos medios, por los suplementos de libros o los aun más desgastados “suplementos literarios” de aquellos últimos años noventa. Salirse por la tangente, ir por el lado B de la vida (frase que circulaba entonces al calor del final de la era del disco a manos del CD), refrescar (aun a riesgo de ser acusados de ser un poco tilingos, un poco snobs), la asfixiante cultura psicobolche que había cumplido su ciclo pero ya no vibraba, no reverberaba en los más nuevos y, me parece lo más importante, reinventar una tradición, indagar en una bohemia y en una modernidad que, se intuía, se había ido por las rejillas de las noches porteñas de los años sesenta primero, de la apertura democrática después. Ir en busca de los modernos de ayer, hoy y siempre.

Cada cual se inventa una tradición a su gusto y capricho y vaya si esos primeros años de Radar tenían mucho de caprichoso, de boxeador estilista e irritante que recorre el ring provocando a los impacientes del nocaut, de buscar la sorpresa porque sí y dar “mi reino” por un título con gancho o ingenio. Algo que late en lo que dice Ale Ros acerca de tapa/ afiche, de que, como el diario, Radar tiene una tapa y en esa tapa hay un solo tiro para dar en el centro. Había algo del instante y del punch. Del hoy sin mañana. Pero a instancias de gente como las ya nombradas y María Moreno, o Claudio Uriarte, o en el rescate (hecho más de una vez) de la obra periodística de Enrique Raab, se fueron buscando esos eslabones perdidos entre la redacción de día y la boite de noche, entre el trabajo y la melancolía, entre el dandy y el bohemio, entre el periodista y el escritor (una vez más), y siguen los pares de complementarios, o sea, siempre estuvo esa pulsión entre empezar de cero y salir a rastrear las tradiciones perdidas, quizás para que aun de una manera fragmentaria, se fuera armando una narrativa mayor que contuviera a los gestos y los ademanes y las fintas más novedosas.

Hasta que como suele suceder en estas cuestiones, la Historia terminó por meter la cola y en el caso de Radar sucedió lo que sucedió en la Argentina en ese cambio de siglo, y entonces, a esa primera búsqueda y obtención de una identidad hecha con la mirada doble de quien barre la pista del presente y luego prendía el grabador para escuchar y captar las voces de ayer nomás, vino el doloroso segundo tiempo de la tierra arrasada, la cultura arrasada, el teatro arrasado y el helicóptero fugándose en vuelo nada triunfal. Arriesgo una opinión: si la identidad de Radar empezó a fraguarse en ese estirón súbito del primer año, terminó de hacerlo (como en los finales agridulces de las novelas de aprendizaje) en esa forja de la crisis de 2001.

Otra paradoja: si había cierta reticencia a dejarse comer por una agenda más o menos compartida por los medios periodísticos y culturales, ahora la agenda se derretía bajo los pies, al calor de corralito y devaluaciones. Los libros duraban más tiempo en las librerías simplemente porque no venían otros libros corriéndolos de atrás en el círculo virtuoso del mercado editorial (tan denostado pero que hizo sentir fuerte su parálisis). Los artistas extranjeros suspendían sus giras. Habíamos perdido la batalla de la competitividad. Todo quedaba más o menos en suspenso. Empezaría a brotar otro arte más inestable, Había que ir a buscarlo. Otra vez.

Fue ese Radar del nuevo siglo que empezó a comandar Juan Boido, quien como joven veinteañero se había fogueado en algunas de las notas más audaces del suplemento.

Locación de Radar en la redacción de Belgrano y Perú: pegadito a la sección política. Ahora, en esos días, parecía una metáfora medio obvia, como de cine argento; política y cultura juntas en el Titanic. Tarde a tarde de 2002, 2003, empezaban a colarse los vientos arrasadores de la historia. La pregunta ¿qué va a pasar?, mejor ni formularla y cuando alguno desbordado por la ansiedad lo hacía, el inolvidable Sergio Moreno explicaba cual cirujano histriónico, cómo iba a ser la operación sin anestesia, cuánto iba a doler, cuántos presidentes provisorios más iban a volar por los aires.

Creo que en ese momento de crisis y desolación se completó la identidad de Radar, a los piñazos y por obra y gracia de ser parte de una realidad y de un diario. Un suplemento caído como un ángel a tierra con todo y alitas rotas. Papel barato que venía a decir que no eran tiempos de derroche. Televisión basura, mediáticos bizarros y realities de gente que brotaba como de debajo de unas piedras y que nadie había sabido ver, empezarían a alternar con las historias del rock y del under que empecinadamente buscaban seguir en pie. Y entonces, como siempre es aconsejable, la salida fue para adelante. Había que ampliar el radar, esforzarse en ampliar su alcance.

Y todo tiene su mito y su verdad, y su cuota de fantasía. Y también habrá otras, nuevas versiones de lo que fue y de lo que pudo haber sido. Pero veinte años después nadie podría decir que no valió o que no vale la pena, y que la única manera de escaparle a las trampas del archivo y la nostalgia es seguir abierto a lo nuevo y seguir inventándose una tradición. Seguir buscando almas perdidas del ayer y empezar a interrogar a los que vienen, a los que están haciendo aquí y ahora. Y hacerlo con el mismo gesto de siempre, real (o virtual según los tiempos que corren): el de estirar la mano y ponerles el grabador frente a los labios, preguntar, escuchar.


Tapa: Alejandro Ros Foto: Xavier Martin

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